Veep. Temporada 7

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Ahora que termina, creo que en todo este tiempo he sido el único espectador de Veep en cincuenta kilómetros a la redonda. Al otro lado de los montes, en cualquier dirección en la que yo mire, existen otros fieles que programaron su cacharro del Movistar + para grabar los episodios, o que los descargaron puntualmente de los barcos pirata que surcan el océano. Pero aquí, en este circo glaciar, en este valle del Noroeste, he sido la única carcajada disonante que resonaba por las laderas. El ermitaño de la comedia, o el loco de la colina. Todas mis amistades -que yo presumía sintonizadas en la misma frecuencia, partícipes de la misma vibración- naufragaron en el segundo o tercer episodio de Veep, mareados por los chistes, incrédulos por los personajes, ofendidos, incluso, de que en los tiempos actuales se ridiculice a una mujer que ha roto el techo de cristal y ha clavado una pica en Flandes, Distrito Federal. 

    Aún no había finalizado la primera temporada y ya estaba yo sólo en mi isla del náufrago, viendo episodios de Veep sin poder comentarlos con nadie, que es una tristeza reduplicada, la del sofá solitario y la del silencio tertuliano. Yo luego venía aquí a escribir mis humoradas, a ver si algún despistado se animaba a entrar en debate, a comulgar de la misma hostia consagrada. Pero este blog, ay, orbita en una región muy apartada de la galaxia, un lugar oscuro por donde no pasan ni las naves de la República ni los cargueros de la Federación de Comercio. Soy un habitante de Veep clamando en el silencio del esdpacio...


    Así que llevo siete años riendo para mis adentros, sacando mis propias conclusiones, en este salón que a veces es comedor comunal y a veces celda de cartujo. En este ¿septenio?, mi vida ha sufrido la lampedusiana contradicción de cambiar por completo para quedarse como estaba. Pero ahí fuera, detrás de la ventana, el mundo de la política no ha leído El Gatopardo, y se ha vuelto tan travieso y delirante, tan ridículo y mezquino, que Veep ha terminado por ser un reflejo de la realidad, un docudrama de los periódicos, y no una comedia que pretendía hacer parodia y exageración. Los guionistas de Veep se han dejado las pestañas, y las meninges, en parir personajes cada vez más exagerados, caricaturas ya de la caricatura, pero la realidad les ha adelantado contumazmente por la autopista, verdaderos autos locos conducidos por políticos que han trascendido la carne mortal para hacer idioteces y soltar barbaridades más propias de un cartoon. Veep, que parecía la descojonación pura, nos ha dejado la sonrisa congelada.




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¡Que vienen los socialistas!

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Desde este sofá del siglo XXI las películas de Mariano Ozores se nos han quedado chapuceras, zafias, un poco impresentables también. Las señoritas de Ozores se desnudaban porque sí, porque estaban muy ricas, sin mayores exigencias del guion, y los protagonistas se las zumbaban o jugueteaban con sus cuerpos como invitados a una fiesta de Berlusconi, lo mismo solteros que casados, viudos que prometidos. 

    Por entonces nos descojonábamos, no le dábamos importancia, sentíamos envidia de no formar parte de la jodienda nacional que se vivía por Madrid y Barcelona. Pero ahora que somos ciudadanos reeducados nos sonrojamos, y hacemos hasta que nos escandalizamos, si vemos las película en compañía. En las operetas de Ozores casi todos los chistes son juegos de palabras sin gracia, tonterías de caca y culo, teta y muslamen. Y no es que ése fuera el humor de nuestra adolescencia, del que todavía nos queda un deje y una querencia; es que era el humor en general, el de Televisión Española y  las casetes en las gasolineras. 

    Las películas de don Mariano dan un poco de vergüenza, sí, pero son el documento de una época, que es una expresión que queda muy docta, muy de tertuliano, de bloguero con ínfulas. Yo me asomo a sus peliculas de vez en cuando para reírme con alguna tontaca, y recordar los viejos tiempos. También para cargarme de razones cuando digo que en realidad hemos cambiado un huevo, los españoles, y las españolas, aunque cunda el pesimismo entre los reformadores de las costumbres, y los predicadores de la corrección.

    Tanto hemos cambiado en estos otros forrenta años -que hubiera dicho Forges- que ya ni los socialistas infunden miedo, porque los socialistas verdaderos ya son cuatro gatos del callejón, y viven diseminados y amordazados en partidos de pacotilla. El gran partido que dice representarlos ya no es socialista ni es obrero, sino español solamente, como cantaba el otro maestro, Javier Krahe, en la canción que le costó el ostracismo. Ahora los sociatas son vecinos de urbanización, compañeros de pádel, compadres del Casino; colegas, incluso, del Consejo de Administración.


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El acorazado Potemkin

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Hoy vengo a confesar, padre, aparte de muchas cosas sexuales que son el grueso de mi perdición- que El acorazado Potemkin es una película que ya se me atraganta en las retinas. Que me marea, su montaje, y que me aturde, su partitura. Que mis ojos de preanciano, y mis neuronas de postjoven, ya no procesan los planos ametrallados en la escalera de Odessa, que es magistral, no lo niego, como en la secuencia final, con los cañones que parecen que van a disparar pero nunca disparan, como penes erectos que nunca se corren. Pero que todo esto ya me abruma y me cansa y me deja hasta un poco indiferente. 

    Hoy vengo a confesar, padre, que mi rojo corazón -porque el comunismo no ha dejado de ser pecado- se sigue conmoviendo con la bandera roja ondeando en el mástil del acorazado, y que hasta levanto un poco el puño para corear los gritos de la marinería, y me solidarizo en su protesta contra la carne agusanada, tovarichs de la Revolución Fracasada... Pero que no es suficiente, padre, este alegrón del viejo bolchevique, para contener el tedio general, el bostezo irreprimible. Que caiga la careta, que cese la impostura, que vuelen libres lo pajarillos de la opinión, toda la vida enjaulados como rehenes de los zares, en las cárceles de las entrañas, piando su descontento.

    Cuánta palabrería, padre, y cuánta gilipollez, cuánta monserga de guacamayo que sólo repite lo que un día leyó o escuchó de los entendidos. El emperador -que en este caso es el zar de todas las Rusias- cabalga desnudo, y el acorazado naufraga en la modernidad de mi incultura. Al acorazado de verdad lo desguazaron diez años después de la rebelión, por obsoleto, pero la película sigue ahí, inoxidable, fondeada en los libros canónicos y en las listas de los críticos, desafiando al primero que ose criticar, romper el consenso, señalar que hay gusanos del tiempo en su celuloide ya caducado. Hoy me siento marinero bigotudo, padre, y bolchevique, dispuesto a desafiar a los oficiales del zar.



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Training Day

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Aquí, en el colegio de Educación Especial, también existe el Training Day para los que aspiran a patrullar estos pasillos y convertirse en agentes de la ley educativa. Por estas fechas de la primavera, las candidatas al puesto -pues la mayoría son mujeres, en sesgo profesional que merecería sin duda una tesis doctoral- se presentan en las puertas del centro como Ethan Hawke en su primer día de detective, armadas con sus carpetas de reglamento y sus bolígrafos de alto calibre. 

    Aunque presuponemos que todas vienen bien formadas de la Loca Academia de Magisterio, son muy pocas las que han tenido contacto previo con alumnos discapacitados: las que ya conocen los saludos efusivos de los Down o a los desdenes gélidos de los autistas. La mayoría viene in albis, a verlas venir, o ha oído leyendas urbanas sobre alumnos que se sobrepasan, alumnas que se abalanzan, espontáneos que aparecen de sopetón por los pasillos. Así que pasan su Training Day con la guardia subida y los nervios en tensión, pegando respingos, saludando al aire, interaccionando torpemente con los niños que se acercan curiosos o se alejan indiferentes.

    En los viejos tiempos del colegio, yo hacía de Denzel Washington con las novatas que pedían conocer a mis alumnos, que en principio son los más problemáticos del elenco. Me ponía muy docto con ellas, y muy cínico también, dándomelas de profesor veterano que había sobrevivido a varios Vietnams educativos, con arañazos en las brazos y posos de sabiduría en el expediente. Un tutor de prácticas que conocía las triquiñuelas del oficio, los atajos, los santos remedios. “No hagas caso de lo que te enseñan en la Facultad, María, o Engracia, que ésta es la verdadera universidad del día a día…” “Una cosa es la teoría de los libros y otra la práctica de las aulas…” “Aquí quisiera ver yo a tus profesores de pedagogía, batiéndose el cobre, o dando el callo…” Gilipolleces por el estilo que ahora me da mucha grima recordar. Postureos de macho engreído como los del tal Alonzo de los cojones....



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Inseparables (II)

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Siendo yo adolescente, en el barrio, había una par de gemelas muy guapas que animaban el cotarro de nuestro deseo, pero a las que sólo pretendió, que yo recuerde, el macho alfa de nuestra pequeña comunidad. Su sueño era acostarse con ambas una detrás de otra, o en alternancia, o al mismo tiempo, lo mismo le daba, porque al ser incapaz de distinguir a Mengana de Perengana, había descartado cualquier posibilidad de enamorarse, y ya sólo le animaban las fantasías trinitarias, y los bailes de disfraces.

    Cohibido por aquella belleza duplicada, yo jamás crucé con ellas algo más que un hola o que un adiós, porque es verdad que eran indistinguibles, al menos en las miradas furtivas que yo les lanzaba cuando me las cruzaba.  En el improbable caso de ser aceptado por una de ellas, uno corría el riesgo de convertirse en el juguete sexual de aquellas dos chicas tan simpáticas como herméticas, tan guapas como gatunas. Sospechábamos que ellas se descojonaban de los tíos haciéndose pasar la una por la otra, relevándose por turnos en la discoteca, o  en el cine, diciendo que un momentito, que iban al servicio, a sus cosas, o a retocarse, cuando en realidad se intercambiaban los papeles y se descojonaban de la risa. 

    He recordado esa inquietud tan lejana porque Geneviève Bujold, en Inseparables, también descubre demasiado tarde que se ha liado con el pack indivisible e indistiguible de dos ginecólogos tan cachondos como enigmáticos. Ellos son los hermanos Mantle, a los que todo el mundo conocía en Toronto menos ella, despistada de la crónica social porque siempre andaba liada en el trabajo. De  pronto, sin comerlo ni beberlo, Geneviève se ve convertida en el hazmerreír de la alta sociedad porque todo el mundo sabe que estos dos tipos se reparten a sus amantes, que se las regalan el uno al otro con motivo de la Navidad, o del cumpleaños, o de la celebración de la propia vida. Que muchas veces, incluso, las comparten en el mismo lecho como un trofeo tan valioso que no pueden negárselo al hermano querido. Pobre Geveviève... Son las cosas de vivir en una ciudad tan grande, y no en un barrio tan chico como el mío, donde todos nos conocíamos al dedillo.



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La zona muerta

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En La zona muerta, Christopher Walken es un profesor de instituto que tras sufrir un accidente de coche adquiere el poder de adivinarte el futuro cuando te estrecha la mano. Pero nunca te saca el porvenir de las buenas noticias: el aumento de sueldo, la victoria de tu equipo, el revolcón con la mujer largamente deseada... Nuestro protagonista sólo posee la clarividencia de las desgracias, de las muertes trágicas. De los hundimientos de tu economía. No es, por tanto, un chollo de amigo, ni una suerte de cuñado. Hay que tener un par de bemoles para ir a su casa y pedirle consejo en una sesión de "estrechamiento manual". Cuando Christopher Walken vislumbra tu dolor, tu accidente, tu muerte sangrienta, el pobre hombre se agita en convulsiones como si le azuzaran con una picana. Y siendo ya de por sí un tipo de ojos saltones, éstos todavía se le asoman más al precipicio, amenazando con convertirse en yoyós de materia orgánica y viscosa.


       Uno, en la vida real, quisiera un amigo así para las pequeñas cosas, para los consejos de andar por casa, pero nunca para los proyectos importantes, de largo recorrido. Pedirle, por ejemplo, cada lunes por la mañana, que me agarrara del brazo y me predijera si el próximo fin de semana voy a acertar el pleno el 15 de la quiniela. Sólo eso. Me ahorraría unos euros muy majos que todas las semanas terminan en la papelera del despacho de loterías. Sería un chollo, la verdad, disponer de un  Christopher Walken al que yo pudiera molestar de vez en cuando para ahorrarme mucho tiempo de fútbol vacío y de lecturas condenadas al fracaso. Y de películas que son un coñazo insufrible. Y dejar de perder el tiempo con mujeres que en realidad no buscan nada, sólo pasar la tarde, chacharear, desahogar sus penas con un tipo que sólo es "amigo y tipo enrollado". 

Se me ocurre que este amigo imaginario podría hacerse millonario abriendo un negocio llamado Administración y Gerencia del Tiempo. Por apenas tres minutos de consulta, y unos cuantos aspavientos de trastornado, a 10 eurillos por consejo, Walken podría organizarte una agenda inmaculada, fructífera, repleta de aconteceres bien encaminados. Una bendición para los hombres y mujeres del siglo XXI, tan faltos de tiempo y de esperanza. Sería, por fin, la vida provechosa, condensada, nutritiva, todo lo contrario de esta vida que arrastramos en La zona viva, que es mayormente una sucesión de esperas, de colas, de tiempos muertos que llevan de una tontería a un fracaso, de una nadería a una gilipollez supina. Como estas entradas del diario, sin ir más lejos, que mira que malgasto el tiempo en ellas...




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Fleabag. Temporada 1

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Raquel busca su sitio es una serie viejuna que yo veía de vez en cuando porque Leonor Watling lucía en ella el esplendor de su juventud. El hechizo duraba hasta que los programadores ponían la primera ristra de anuncios y yo sintonizaba otra vez el partido de fútbol, o la película del Canal +, interruptus perdido en el amor. 

    La señorita Fleabag -que ya pertenece a otra generación de personajes, y también a otra camada de espectadores- acaba de cumplir treinta años y también busca su sitio en los asuntos afectivos y en las junglas laborales. Pero sus empeños chocan con la realidad de una ciudad hostil, y de unos hombres mentecatos. Y, por encima de todo, con su propio carácter vitriólico y exigente. Fleabag -nos ha jodido- quiere conocer al hombre perfecto, educado y guapo, cultivado y sexualmente infatigable, pero empieza a comprender que los hombres así escasean, y que sólo un viento muy afortunado depositará al prínicpe en su dormitorio.

     Fleabag es una señorita de muy buen ver, ocurrente y sexy, jovial y puñetera, y no le faltan hombres para ir probando los goces de la vida. Pero empieza a preguntarse si cada nueva conquista es un motivo de orgullo o la constatación de un nuevo fracaso. Le gustaría bajar un peldaño, o dos, en sus exigencias de mujer independiente y valiosa, pero aún no está preparada para hacer ese menoscabo en su orgullo. ¿Qué imperfección del rostro, del carácter, del desempeño sexual, estaría dispuesta a tolerar para conocer por fin al hombre de su vida? Y no solo eso: ¿qué defectos, qué aristas, que manías de su propia personalidad, o de su propio cuerpo, estaría dispuesta a poner sobre la mesa de negociaciones? ¿Dónde termina el orgullo y dónde empieza la conformidad? Es un convenio jodido, muy íntimo, de muchas horas de debate, que la señorita Fleabag airea ante los espectadores interpelándoles directamente con la mirada, rompiendo eso que en los manuales llaman la cuarta pared, bufando de fastidio cuando un hombre mete la pata y se borra sin saberlo de la lista de candidatos.
(El día a día de todos nosotros, en las apps del amor)  




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Sex Education

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No hay vida para ver tanta serie. La verdad es que es un puto agobio, esto de la edad de oro de la televisión. Las series brotan como setas, en cualquier estación del año, diez por semana en la parrilla de la tele: las que arrancan, las que estrenan segunda temporada o ya van por la decimotercera. Las que uno siente la necesidad de revisitar en DVD o tiene que ver obligación, porque un amigo se puso pesado y hay que ver al menos un par de episodios para desecharla con educación. O hacerse -quién sabe-con un inesperado y valiosísimo tesoro, que habrá que agradecerle toda la vida.



     Uno se imagina que en Hollywood han construido unos estudios gigantescos como invernaderos de Almería, o como hangares de Cinecittá, en los que nunca se para de rodar, de enredar, de noche y de día, en turnos de ocho horas con las luces siempre encendidas y las cámaras en acción. Y luego las series que vienen del Reino Unido, y de Escandinavia, y de aquí mismo, que habrán hecho otros estudios descomunales en las afueras de Madrid, al lado del aeropuerto, o en Barcelona, donde los polígonos industriales. Ya todo el mundo produce series que terminan tarde o temprano en Movistar, o en Netflix, o en las miniteles del ALSA que cruza la estepa. Hay tantas series que uno vive acojonado con la posibilidad de perderse alguna fundamental, cojonudísima, y se pasa media vida leyendo reseñas y sinopsis para elegir una entre un millón. El trébol de cuatro hojas.  El problema es que aún así, poniéndose uno científico y exquisito, uno se equivoca, pierde el tiempo, se deja jirones de vida en historias que finalmente se quedan en nada, en una idea sin desarrollo, en una ocurrencia sin continuidad. Muerdes el anzuelo del primer episodio y descubres que allí no había mosca ni gusano. Sólo un artificio para que te enganches, y te saquen del agua apacible donde antes sólo existían las películas, y pocas, muy pocas, series escogidísimas.


    Veo el primer episodio de Sex Education y no me creo una sola palabra de lo que dicen, estos adolescentes frustrados. Ni un solo personaje resulta verosímil o enjundioso. Me ilusiono con la nueva serie de Ricky Gervais, otrora genio y transgresor, y no entiendo qué pinta este hombre fingiendo otros registros en After Life. Leo que Love es una comedia cáustica sobre el asunto del amor, y me encuentro una serie tan moderna, tan sofisticada, que ya no sabes dónde hay que reírse o dónde hay que llorar. Horas perdidas, proyectos truncados, ratos de sol o de lectura que se han ido por el retrete. La vida que se escurre.



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