La gran guerra

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“En la guerra yo sólo podría ser prisionero”, dijo una vez Boris Grushenko, riéndose de su propia cobardía. Y lo mismo pensaron, en La gran guerra, Oreste y Giovanni, dos soldados italianos atrapados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, que es la gran olvidada del cine de siempre. Dos parias que como el bravo soldado Schwejk se pasan la película de escaqueo en escaqueo, de holganza en holganza, hasta que Marte, el dios de la guerra, se da cuenta de la burla…



    Nunca he vivido una guerra, afortunadamente, pero me identifico plenamente con estos héroes de la cobardía. Desde niño, en cualquier película bélica que pasara ante mis ojos -y el género bélico fue mi predilecto en la escasa conciencia de la  infancia- yo no sentía que el ardor guerrero calentara mis venas, ni que el aire marcial se apoderase de mis músculos. Los himnos como fanfarrias; las banderas como manteles; las medallas como chapas de Cocacola. Yo veía a esos hombres caer en las batallas de la Segunda Guerra Mundial, y me decía, como me digo ahora: ¿qué haría yo, en el frente de combate, con las palpitaciones disparadas, con la cagalera asomando por el ano, asustado como un ratoncito dejado a solas ante una serpiente ? ¿Cómo olvidar el pensamiento martilleante de que vas a morir en cualquier momento, posiblemente sin enterarte, fulminado por una bala que atravesará el cerebro o el corazón? O destrozado en mil pedazos por un obus, sin tener tiempo de escuchar la explosión. O al revés, morir desangrado de una balazo en el estómago, o de un agujero en la femoral, derrumbado en el descampado, en la playa, en la trinchera, viendo que la vida se te escapa con una lentitud de película aburrida. Todo lo que sucedía en aquella primera media hora inolvidable de Salvar soldado al Ryan... La gran suerte de mi generación, y esperemos que también de la generación de mi hijo, es no haber conocido esa escabechina de los frentes de combate, como tampoco los bombardeos sobre la población civil, o las matanzas vengativas de los ejércitos ganadores.



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Gracias a Dios


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En mi colegio también se oían… cosas. Rumores. Que si a uno le habían metido mano por la espalda mientras le explicaban las matemáticas o que si a otro le habían dicho que sería un alumno guapísimo si se peinase de otra manera. Cosas así, de reírse uno por lo bajo, en la tontuna de aquellos años. Pecados “veniales” que los Hermanos cometían sobre alumnos internos porque estos vivían en la prisión escolar de lunes a viernes sin el amparo inmediato de unos padres que residían muy lejos, en los montes, o en los campos, amasando dinero con el negocio agropecuario. Pero ni siquiera nosotros, los miembros de la Resistencia, los afiliados a la Corriente Anticlerical, nos tomábamos muy en serio aquellas maldades que se difundían en los recreos, o en los partidillos de la salida. Nosotros estábamos convencidos de que los Hermanos no eran, por supuesto, célibes, y que de algún modo se las apañaban para romper su voto de castidad, porque nadie, nadie en este mundo, está libre del aguijón del deseo. Pero no les imaginábamos como les describen ahora en las películas -pedófilos y miserables- sino trajinándose a las señoras de la limpieza en la soledad del colegio ya casi anochecido, o, con más verosimilitud, acostándose entre ellos en el colegio ya anochecido del todo, en sus habitaciones privadas, por parejas o en grupos, en actos que a veces imaginábamos apresurados y sórdidos y otras veces muy festivos y semejantes a una bacanal.



     Yo tenía un amigo que era caricaturista nato, candidato a trabajar algún día en las páginas de El Jueves -que era nuestra revista clandestina-, y a veces, en las horas más aburridas del bachillerato, improvisaba un cómic erótico de Hermanos lujuriosos que era el puro descojone del aula, y también un frasco de nitroglicerina muy poco estable, que pasando de mano en mano podía estallar en cualquier momento y provocar una expulsión fulminante. Ése era el ambiente que se respiraba en mi colegio, en el bachillerato, muchos años antes de que los escándalos de Boston pusieran en marcha la maquinaria de las denuncias y las confesiones, y comprendiéramos, leyendo los periódicos, y viendo las películas, que el asunto no era nada jocoso, sino un drama terrible para quienes guardaron durante años el secreto de su vejación.




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Los puentes de Madison


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Aún quedan muchos años para que se invente Tinder cuando Francesca se queda sola el fin de semana. Su marido y sus hijos parten en la camioneta hacia una feria de ganado, y ella, aunque los quiere mucho, y ha sacrificado varios sueños por ellos, no puede esconder su satisfacción cuando los ve alejarse entre la polvareda del camino. En las escenas introductorias no es difícil adivinar que el matrimonio Johnson ya no enciende, precisamente, fogatas de pasión. Pero Francesca aún es joven, luce un cuerpo espléndido, y tiene algo en la mirada que delata la turbiedad y la ensoñación del deseo insatisfecho. Quizá, en sus ratos de secreta lujuria, ella sueña con el marido de alguna amiga, o con algún reciente divorciado que pasea su soledad por Madison County. Pero cualquier aventura extramatrimonial sería un escándalo en un vecindario tan reducido, donde todo el mundo conoce a todo el mundo y acabas siempre en la misma cafetería y en la misma tienda de aparejos para la pesca.



    Así que Francesca, sin Tinder, sin Meetic -que explicadas a alguien de su tiempo sería como hablar de la magia potagia o de tecnologías extraterrestres- confía su reverdecer sexual a la aparición de un extraño en la puerta de su casa. Y una mañana de sol radiante, como si los dioses hubieran bendecido su deseo, aparece Clint Eastwood preguntando por los famosos puentes cubiertos. Clint es fotógrafo de National Geographic, tiene arrugas en la cara que hablan de mil aventuras, y se hace el tonto como nadie fingiendo que se ha perdido entre los caminos. Francesca sabe, desde el primer segundo -porque estas cosas siempre se saben en las tripas, y el conocimiento que allí nace es instantáneo y demoledor- que Clint es un mujeriego que se sabe todos los trucos, todas las debilidades de las mujeres solitarias, y que va a terminar enredándola en un amor que marcará su vida para siempre: si lo acepta, porque vivirá un capítulo completamente distinto de su biografía, y si lo rechaza, porque ya nada volverá a ser igual en su corazón de ama de casa resignada.



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Entre copas

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Hace 100.000 años, en la sabana africana, un antepasado incapaz de reproducirse inventó una técnica diferente para que las hembras se fijaran en él. En vez de pegarse golpes en el pecho, y de jugarse el pellejo en la caza del antílope, probó fortuna con dos versos primigenios, casi guturales, que hablaban de la belleza de un atardecer coloreando el horizonte. Contra todo pronóstico, aquella poesía encendió el corazón de una homo erectus arrobada, y ahí, tras la cópula exitosa que se produjo en unas rocas apartadas, empezó el linaje de los hombres de Cromañón que luego inventaron la literatura, pintaron bisontes en las cuevas y salieron de África para conquistar el mundo y predicar la buena nueva entre los neandertales. Ya no hacía falta ser un bestiajo sin seso para poder reproducirse. Los feos, los bajitos, los raquíticos, los que no tenían ni media hostia para enfrentarse a la presión selectiva de los darwinistas, podían propagar sus genes convirtiéndose en artistas.



    Y así, en una elipsis temporal muy parecida a la que unía el fémur de la charca con la nave espacial en 2001, nos encontramos en los viñedos de California con Miles Giamatti, que es un profesor de literatura que lleva dos años deambulando porque no termina de asumir su divorcio, y vaga por el mundo sin fijarse en otras mujeres, concentrado en dos asuntos que él cree ajenos a los quehaceres del fornicio: la escritura de una novela -esa obsesión tan peliculera por la gran novela americana-y el perfeccionamiento de su paladar enológico, que al parecer es capaz de percibir reminiscencias de queso Cheddar en un Pinot Noir macerado en barrica de alcornoque. Pero los cínicos, los materialistas, los que hemos leídos a los grandes maestros de la sospecha bioquímica, sabemos que todo arte, toda habilidad, toda demostración de sensibilidad, es, en verdad, un postureo que también cotiza en el mercado sexual, tanto como un mentón prominente o como una tableta  de abdominales. Maya, la hermosa mujer que también se da pisto presumiendo de enologías y de literaturas, no va a dejarse engañar por este aparente desinterés del tunante de Miles…



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Laurel y Hardy en el Oeste

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Tengo la manía de atusarme los pelos del cogote cuando se me desmorona el huevo frito, o se me esfuma la conexión del wifi, frustraciones tontorronas y cotidianas. Yo sabía que este gesto venía de lejos, de la infancia, de algo que vi en la vieja Philips en blanco y negro, pero yo lo situaba en el universo del Un dos tres, que era donde salían los cómicos más afamados de la época, aunque ahora nos parezca no vintage, sino directamente paleolítico. Los hermanos Calatrava haciendo el gili, el dúo Sacapuntas palmeando “Veintidó, veintidó…”, o Bigote Arrocet, ahora renacido como semental en la programación rosa, haciendo aquello de “Piticlín, piticlín…” cuando cogía su teléfono imaginario, que yo, todavía, alguna vez, hago la misma gilipollada cuando voy a coger el móvil para llamar a alguien, “Piticlín, piticlín…”, y seguro que algún ligue se cayó de la burra justo en el mismo instante del homenaje.



    Yo tenía la idea, confusa, que eso de rascarme los pelos del cogote lo había copiado de Antonio Ozores cuando soltaba aquellos discursos chorras ante Mayra Gómez Kemp, y que él de algún modo, al terminar el parlamento, se echaba la mano a la cabeza. Mi pista más fiable, sin embargo, era Pepe Viyuela, que en el Un dos tres hacía el numerito de la silla que nunca terminaba de desplegarse. Viyuela ponía cara de panoli magistral en cada contratiempo, y se rascaba la cabeza con aire de fastidio, pero a decir verdad, ya de aquella Pepe Viyuela casi no tenía pelos en la cabeza, y mucho menos en el cogote.

    Hoy he descubierto que no, que estaba yo muy errado en mis recuerdos. Era de mi niñez, sí, lo de rascarme el pelo, pero de la otra vertiente, la de las películas, porque era Stan Laurel el que hacía esa tontaca del cogote, después de quitarse el sombrero bombín para mostrar su desconcierto, que el tío clavaba sus caras de tonto como si fuera panoli de verdad, que muchos llegaron a pensarlo, como que Harpo era mudo, o que Buster Keaton jamás sonreía.


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Parchís. El documental

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Yo, la verdad, nunca fui mucho de Parchís -aunque me pasara media infancia cantando la tonadilla del Comando G por las esquinas- porque su niño bandera, la ficha roja del grupo, el tal Tino que llevaba la voz cantante y bailaba siempre en el centro de la formación, me caía como una patada en los cojones, o en los huevillos sin vello de aquel entonces. Lo veo ahora, a Tino, en el documental, media vida después, con su pelo blanco, su buen rollete, el único brazo que sobrevivió al accidente de tráfico, y siento vergüenza por haberle tenido tanta tiña, tanta inquina, a un fulano que ahora de mayor, cincuentón ya del buen vivir, parece sincerote, llanote, muy poco afectado por la fama. Tino, el pobre, cuando cantaba en la tele, no era responsable de parecerse mucho a un primo mío que yo odiaba especialmente, un gilipollas que llevaba su mismo corte de pelo y que sonreía de modo parecido, como si él mismo fuera famoso de algo y firmara muchos autógrafos en el León provinciano. Un merluzo que siempre me trataba con desdén porque su familia era la que ponía el chalet en el verano, y porque allí, en su habitación con vistas al campo, tenía los discos de Parchís en LP y no en cinta de casete, como los pobres, y lo ponía en un tocadiscos que para mí era como el último grito tecnológico de los ricos.




    Mi primo no se llamaba Tino, que ya hubiera sido la monda lironda, Florentino, o Constantino, pero sí se llamaba Tino, Tino Suputamadre, el matón de mi barrio que se metía con los más pequeños para curar algún complejo de inferioridad o dar rienda suelta a una psicopatía barriobajera. Y así, entre el primo que se le parecía, y el hijoputa que se llamaba igual, yo veía al Tino de la tele y sentía que la sangre se me revolvía, Tino, Tino…, y todas las canciones, salvo la del Comando G de marras, se me iban por el sumidero de la indiferencia y de la tirria. Porque el Tino de los collons, además, era un chico guapete, chulapo, que se llevaba a las nenas de calle, y yo, aunque tenía cinco años menos que él, y todavía confundía las erecciones con las témporas, o con el tocino, ya barruntaba de algún modo primario, intuitivo, de macho Beta o incluso inferior, que los fulanos como Tino, el de Parchís,  o como mi primo, el gilipollas, estaban llamados a quedarse con lo mejor del repertorio, las chicas más guapas, y las mujeres más interesantes, en una batalla evolutiva que yo ya había perdido de antemano.


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La gran belleza

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Hoy he vuelto a ver La gran belleza. Sí, otra vez... La película de Sorrentino se ha quedado conmigo para siempre, y ya forma parte de mi educación sentimental, que diría Flaubert. Atrapado en las tristezas y en los suspiros, he salido otra vez de movidas con Jep Gambardella, que aunque parece que se lo pasa de puta de madre yendo de fiesta en fiesta y de cama en cama, en realidad anda atribulado porque no encuentra el sentido de la vida, ni la gran belleza que lo anime a revivir. Ni a retomar la escritura. Mi villorrio es su Roma; mis senderos, sus avenidas; mi casa frente a los huertos, su apartamento frente al Coliseo, que dicen que en verdad es un hotel muy vetusto y muy chulo.



    Presiento que el próximo año por estas fechas volveré a ver La gran belleza en otra siesta de largas horas. La próxima vez tendré más canas y menos pelo; más preguntas y menos consuelos. Pero obtendré el mismo gozo en la contemplación. Y así, poco a poco, en años sucesivos, iré llegando a la edad dorada del propio Gambardella, que no envejecerá porque quedará preservado en el Bluray, y ya seremos dos jubilados que pasearán por las orillas del Tíber, asombrados ante la vida y al mismo tiempo decepcionados por ella. La gran belleza será mi película de cada inicio de verano, del mismo modo que Atrapado en el tiempo es mi película de cada 2 de febrero. O que Plácido es la película irrenunciable cuando llega la Navidad, para tener bien presente la mezquindad de los seres humanos y no dejarse engañar por las luces de colores. Así debería de ser la vida de un cinéfilo veterano: 365 películas incuestionables y una bisiesta. Nada más: 365 fiestas con las que quedarse ya para siempre, y encajarlas exactamente en cada día del año, cada una con su motivo y con su grandeza. Del mismo modo que los jacobinos renombraron los días del calendario con un fruto o con un animal, un cinéfilo de pro, que ya viviera en la bendita chaladura y en el destierro definitivo, tendría que llamarlos por el nombre de su película: el día de La gran belleza tengo que ir al dentista, o el próximo El hombre tranquilo me voy de vacaciones, o el día de Annie Hall viene de visita una prima de León -que ésta es otra película, Annie Hall, que cae cada año sin falta cuando llega la primavera, para recordar que los hombres somos de Marte y que las mujeres proceden de Venus, y que aquí, en la Tierra, tan ajenos y tan extraños, pero tan complementarios, nos hemos juntado a ver cómo sale este experimento galáctico.  


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El imperio de los sentidos

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He tenido que llegar a los cuarenta y siete años para ver mi primera película porno. Digo verla entera, de cabo a rabo –y perdón por lo de rabo-, no troceada para hacer las pausas consabidas.
De chaval, con los colegas, y luego ya de mayor, con la peli de Canal +, nunca me tomé en serio lo que estaba viendo, y sólo hoy, por primera vez, con más canas que negras por el corpachón, me he enfrentado al hecho pornográfico con postura de cinéfilo, muy de arte y ensayo, reposando las manos en lugar seguro desde los créditos iniciales hasta los que se deslizaban al final -que estaban, concretamente, en japonés, y además manchados de sangre cavernosa.

    Porque El imperio de los sentidos es, desde luego, pornográfica, no sensual, no erótica, como me habían vendido los amigos jubilados del bar, que el otro día salió el tema y de ahí que me picara la curiosidad, y me pusiera a la labor de descargarla – y perdón por lo de descargar. “Si es lo que andas buscando, no da para pajas…”, me dijeron sonriendo, como si hubieran olvidado que a mí lo que me mueve primero es la cinefilia, el olvido imperdonable de una película, y luego, ya metidos en harina, pues que sea lo que Dios quiera… Y tenian razón, los muy jodidos: El imperio de los sentidos no llega a ser una película X, en efecto, pero tampoco es una de aquellas que en el cine Lemy de León, el más rijoso o progresista según la mentalidad de los espectadores, calificaban con una S de Soft o de Sofisticado, que ya no sé si esa nomenclatura tiene vigencia en la época de internet, donde ya cualquier pajillero de doce años tiene el mundo desnudo a sus pies. 

En El imperio de los sentidos hay sexo oral explícito, penetraciones sin pérdida, jugueteos con la comida que me río yo de Nueve semanas y media.... Ahora voy entendiendo el revuelo, la fama, la leyenda que no cesa. El recuerdo imborrable de esta película en la generación de mis padres: unos porque se excitaron cantidubi al amparo de la oscuridad, y otros -mayormente otras- porque vomitaron todo lo que llevaban en el estómago con la primera corrida del gachó: la comida o la cena, según la sesión a la que fueran arrastradas con mentirijillas muy poco caballerosas.



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