Vengadores: Infinity War

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El otro día, en un foro de internet que suele hablar del amor y de las flores, regresaron las teorías conspiratorias sobre el origen de esta pandemia. Como avispas retornadas... El consenso general en Speaker’s Corner es que algún gobierno canalla ha soltado el virus para exterminarnos, así, en plural, a tomar por el culo todos, que uno se pregunta que harían los gobiernos sin nosotros, el pueblo llano: echar el cierre, quitarse las corbatas y ponerse a plantar lechugas, digo yo. Y agacharse a recogerlas, claro, que es lo más jodido, sin parias que estén dispuestos a cobrar la mitad de lo que cobrarías tú por el trabajo,  para que en la próxima lechuga te propongan un nuevo contrato y agaches la cabeza, resignado. No nos aman, pero no pueden vivir sin nosotros.



    El razonamiento de los conspiranoicos no se sostiene, pero uno, por educación, hace como que no lo ha leído y sigue para delante, con sus pesquisas y sus lecturas. Cada uno, con sus cadaunadas, que decía mi abuela…  Otros disertadores cadaúnicos apuntan la posibilidad más selectiva de que los chinos o los americanos hayan diseñado este virus para ahorrarse un pico en las pensiones, un verdadero matasuegras, y matasuegros, y en esto me recuerdan a los que decían hace treinta años que el virus del SIDA lo habían fabricado en Occidente para acabar con la población africana, que daba mucho la lata en los telediarios, y le amargaba la comida a más de uno con las imágenes de las hambrunas, y el miedo a la invasión de los famélicos. Mucho lío, veo yo, en esto de diseñar virus en laboratorios, con lo fácil que sería envenenarnos el agua, o dejarnos sin fútbol no dos meses, sino dos años, a los futboleros, y morirnos de asco casi la mitad de los terrícolas.

    Si algún día me dejara llevar por estas teorías genocidas, creo que me apuntaría a la que sostiene que Thanos, el supervillano de Los Vengadores, no es un personaje de ficción, sino un impresentable bastante real y forzudo, nacido en Titán, que sueña con cargarse a la mitad de los seres vivos del ¡Universo! porque vive angustiado con la posibilidad de que la superpoblación devaste los planetas y arruine su belleza.

    Para alcanzar tal superpoder de exterminio, Thanos necesita poseer las Seis Gemas del Infinito, que son Siete, en algunas mitologías, y para impedírselo, a hostia limpia, como sucede siempre en estas películas, se plantan ante él Los Vengadores en quimérica alineación. Los Vengadores, de todos modos, son una banda de superhéroes que me parece a mí que ya está un poco en las últimas giras triunfales, como los Rolling Stones.



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Intocable

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Hace pocos días, en este diario que nació para enseñar las plumas del pavo y ha terminado siendo el expositor de mis vergüenzas, yo confesaba que la película más conocida de Nakache y Toledano, Intocable, me había dejado más bien frío en el momento de su estreno. Que mientras todo el mundo sonreía, lloraba, se compadecía del paralítico ricachón y su cuidador sudsahariano, completando una vuelta entera en la montaña rusa de las emociones, yo, en mi sofá, con el correr de los minutos, iba sintiendo una creciente indiferencia por estos dos amigos tan improbables como complementarios, como si fueran dos transeúntes pintorescos que pasasen rápidamente bajo mi ventana.



    Hace una semana, en un episodio de “The Crown”, la reina Isabel  confesaba a su primer ministro que le costaba mucho expresar sus sentimientos cuando se veía obligada a ello, en las pompas o en las circunstancias, y que quizá por eso la gente la tomaba por una mujer sin alma, o por una autista coronada. Y que luego, en la intimidad, se desmoronaba... Y puede que a mí me pase un poco lo mismo, y que esto sea como no poder mear con alguien a tu lado que mea, y que tiendo a poner la nota discordante cuando hay consenso general porque soy así de rebelde, o porque el mundo me ha hecho así, con un defecto de fábrica, como cantaba Jeanette.

    Hace casi seis años que me quedé tibio con Intocable, así que hoy decidí concederle una segunda oportunidad, a ver qué pasaba, como dicen que hacen estos días los ex y las ex por los teléfonos, que se vuelven a llamar por puro aburrimiento y prometen regresos de mentirijillas, ahora que sale gratis y no se puede regresar. Yo he regresado a Intocable y tengo que decir que la segunda cita ha sido tan fallida como la primera. Al principio conecto, compadreo, siento la angustia y la carcajada de los personajes. Me caen bien, por supuesto, estos dos fulanos, únicos cada uno en su especie, pero la película, en mi piano sentimental, sigue tocando notas muy falsas, y hay cosas que me siguen chirriando por exageradas, o por melodramáticas.

    Lo que no ha cambiado para nada, porque sigue ahí, conservada en la magia de los píxeles, es la belleza de esa actriz tan escurridiza llamada Audrey Fleurot. Ella es lo único que se había quedado incorrupto en mi memoria, como un cuadro de la exposición permanente. Quizá todo este rollo sobre la segunda oportunidad de Intocable sólo era una excusa para volver a verla…



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The Crown. Temporada 3


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La tercera temporada de “The Crown” empieza con una relación condenada al fracaso que al final termina bien. La primera vez que el primer ministro Harold Wilson visita el palacio de Buckingham, la reina Isabel le recibe con la antipatía que se merece un socialista que viene a tocarle un poco las narices. La reina, por supuesto, se siente más cómoda con los ministros conservadores, que no amenazan los presupuestos de la casa real, y además comparten su afición por los caballos, la caza del zorro y el whisky de malta en la sobremesa. Harold Wilson, además, llega al poder en plena crisis de los espías infiltrados -Kim Philby y su alegre pandilla-, y hay quien asegura que Wilson trabaja en secreto para los soviéticos, y que en dos meses Inglaterra va a convertirse en un satélite de Moscú, y que los Windsor van a ser desterrados a una isla del Pacífico -de la Commonwealth, eso sí- a picar piedra y a recoger cocos en la playa.

    Luego, con el transcurrir de las desgracias, la reina y Harold Wilson cultivarán una simpatía personal que al salir de las audiencias privadas tendrán que esconder ante los suyos, ella para no dar mal ejemplo, y él para no perder el voto de los obreros.



    A mitad de temporada, para poner el contrapunto, “The Crown” pasa a contarnos la historia de una relación condenada al éxito que al final termina en gritos y jaleos. La princesa Margarita y el conde de Snowdon  parecían ciertamente destinados a amarse, a follarse hasta perder la salud entre las sábanas de seda. A ser una sola carne dentro y fuera de los dormitorios reales, porque son dos seres idénticos: vividores y excesivos, guapetones y egocéntricos. Y quizá por eso, por ser idénticos, terminan por repelerse de muy malas maneras, como partículas de alta energía que cuando chocan no se funden, sino que rebotan produciendo mucho estruendo y muchas lamentaciones.

    La última relación extraña de la temporada es la que me une a mí con el príncipe de Gales. Tengo una amiga que cada vez que le hablo de “The Crown” me advierte: “De tanto ver a los Windsor, vas a terminar simpatizando con ellos”. No, jamás, le respondo. Mis cimientos republicanos son sólidos, y además, en treinta episodios, no he encontrado a nadie que despierte una simpatía personal. El exrey Eduardo VIII parecía un buen candidato, al principio, por libertino y poco dado a las formas. Pero al final resultó ser un nazi que simpatizaba con Hitler y quedó descartado. Sólo con el personaje del príncipe Carlos -insisto, con su personaje, que a saber cómo será el pájaro en libertad- he sentido el palpitar de una identificación personal. Su timidez, su torpeza, sus ganas de estar siempre en otro lado... Su afán de no figurar, y de volverse invisible, cuando figura. La certeza absoluta de llevar una vida equivocada pero ineludible, para la que no se tiene ni el carácter ni la ilusión.



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El topo


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No sé muy bien por qué, en la deriva ociosa de estos días, he terminado releyendo las viejas novelas de John le Carré y Graham Greene, ambientadas en los tiempos de la Guerra Fría. Quizá porque la Guerra Fría sigue sin descongelarse entre chinos y americanos, entre europeos del norte y europeos del sur, y en esta crisis las viejas tácticas de intoxicación y propaganda han vuelto a ponerse de moda, y se guerrea mucho más en los despachos burocráticos que en los cuarteles de la OTAN.

    Los dos, John le Carré y Graham Greene, fueron agentes de inteligencia al servicio de Su Majestad, y saben bien de lo que hablan cuando relatan ese ambiente de los conciliábulos, de los vasos de whisky que se comparten al final de la jornada entre colegas que se admiran y se envidian entre sí. Y que también, por supuesto, se espían por el rabillo del ojo, por si alguno de ellos fuera el famoso topo que trabaja para los soviéticos.



    Los dos autores escriben con un tono parecido, tristón y lluvioso, y eso no puede ser casualidad. Se nota que abandonaron la carrera por la misma puerta de atrás, la de los desencantados que tenían historias que contar. Los personajes de sus novelas son hombres inteligentes pero grises, que ya vienen de vuelta del oficio, o que permanecen en él porque se les da bien espiar y enredar, y de algo hay que comer. Hombres que al principio se apuntaron porque pagaban bien, porque les daba caché ante las mujeres, o, simplemente, porque querían hacer carrera dentro de la administración.

    Algunos, incluso, empezaron creyendo que libraban una guerra trascendente contra el comunismo manejando teletipos y sellando documentos con el “top secret”. Pero poco a poco descubrieron que su trabajo sólo era un trasiego de papeles, un tráfico de secretos que en el fondo no eran más que gilipolleces, cosas muy banales que unos se robaban a otros para justificar los sueldos y los viajes a Estambul, o a Viena, donde se cortaba el bacalao de los intercambios y se compadreaba un poco con el enemigo, entre alcoholes y prostitutas.

    La Guerra Fría, como todos sabemos, la ganó la hamburguesa, y no la carrera de armamentos, ni la labor de los intrigantes. Los alemanes de la RDA que derribaron el Muro de Berlín sólo querían probar la McRoyal con queso, que veían a todas horas anunciada en la televisión occidental.



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Reservoir Dogs

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Cuando ves una película de un director desconocido siempre piensas: “¿Será esto el principio de una gran amistad?” Generalmente ya vienes con referencias, predispuesto a que te guste, porque si no, no te tomas la molestia. Nunca ves una película en plan masoquista salvo que te la recomiende una bella señorita, para tenerla contenta, o te la meta por los ojos un amigo muy plasta -y yo soy uno de esos amigos muy plastas- para quitártelo de encima y luego, al menos, darte el gustazo de reafirmarte en que la película era una mierda, y decirle que menos mal, tío, que hay otras cosas que sustentan nuestra amistad. Porque si no, habría que hacer como decía Carlos Pumares cuando llamaban a su programa de la radio y le preguntaban: “Tengo un amigo que dice que Rocky IV es muy buena. ¿Tú qué opinas?”. Y Pumares le respondía: “Que cambies de amigo”.



    La primera película de Quentin Tarantino que yo vi fue Reservoir Dogs,  en un pase de Canal +, cuando Canal + era un cacharrico que podías llevarlo de una casa a la otra con su llave blanca y su euroconector, y te crecían los amigos como hongos -que no las chicas guapas, ay- porque allí, en la cajita mágica, había películas, y fútbol los domingos, y porno sin distorsionar los viernes por la noche. Recuerdo que Reservoir Dogs venía envuelta en una agria polémica sobre el uso y abuso que hacía de la violencia. “Quentin Tarantino es un tipo vacío sin nada que contar”, decían unos; “Un genio del diálogo y de la narración posmoderna”, sostenían otros. A veces uno también se acerca a las películas por curiosidad, sólo para poder opinar.

    Reservoir Dogs empieza con un grupo de maleantes reunidos en la mesa de una cafetería. Se ve que están allí para tramar algo turbio, pero el primer diálogo versa sobre Like a virgin, la canción de Madonna. El señor Rubio afirma que trata de una mujer muy sensible, golpeada por la vida, que por fin ha encontrado a un hombre maravilloso en quien poder confiar. Y se siente eso, feliz, como una virgen. El señor Marrón, sin embargo, cree que la canción trata de una experta comehombres que ha encontrado la polla más grande de su vida, y que al sentirla dentro de su ser, abriéndose camino, recuerda dolorosamente cómo fue su primer polvo. Cuando era virgen.

    Luego los maleantes discuten sobre la carrera musical de Madonna, sobre la necesidad de dejar un 10% de propina a la camarera, y al final de la escena salen a la calle a recoger sus coches, en pandilla, al ritmo de Little Green Bag. No tuve que esperar al final de la película para comprender que aquello mío con Quentin Tarantino no era el principio de una gran amistad, sino el principio de un gran amor. Y así fue. Ya casi va para para treinta años, nuestro feliz matrimonio, que sólo ha conocido un par de desencuentros. Peccata minuta.




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Los otros


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De pronto, viendo Los otros, un escalofrío me ha recorrido la columna vertebral. No por la película en sí, que es de final conocido, ni por la belleza de Nicole Kidman, que también produce escalofríos, pero de otro tipo, y en otro lugar de la anatomía, sino porque me ha dado por pensar que a lo peor yo también estoy muerto, como ella y sus retoños, y que de lo corto que soy aún no me he enterado, y en realidad estoy rascándome una barriga que ya no es acúmulo de grasa, sino ectoplasma desnatado.

    En seis semanas de encierro y teletrabajo no he ido más allá del supermercado, y lo cierto es que, como sucede en la película, tras el supermercado se extiende una niebla muy densa que no te deja continuar y te confunde los sentidos. Y te impide ver el país de los vivos, o el país de los muertos, a saber, que quizá es inaccesible y en él es obligatorio vivir en la república independiente de la casa encantada, o del piso de cochambre, que en el Más Allá seguro que siguen existiendo las clases sociales.


    No sé… Seguro que son tonterías mías. No hay intrusos vivos en mi casa que hagan ruidos extraños, amueblando las habitaciones que yo dejé libres a mi casero. Y Eddie, mi perrete, que es inmune al coronavirus, sigue ahí, dormitando en el sofá, sin extrañar mi nueva naturaleza de fantasma. No ha venido, tampoco, ningún ex inquilino a reclamar su lado de la cama, ni tampoco el mando a distancia de la tele, aunque es posible que sea un muerto tan antiguo que no sepa lo que es un mando a distancia, ni una tele.

    Eso sí: la panadera, el otro día, al bajarse de la furgoneta, me miró como sorprendida de verme otra vez en la carretera, pidiéndole una barra de pan rústico y una bolsa mediana de magdalenas. Fue sólo un segundo de… brillo en sus ojos: “¿Pero tú no estabas muerto?” Quién sabe: quizá ya está acostumbrada a que los fantasmas sigan bajando a comprar pan, inconscientes de su incongruencia, y ya ni se molesta en advertirnos. Y hasta puede que, para no perder el negocio de los muertos, nos esté vendiendo barras imaginarias que alimentan el espíritu.



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La ola

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Herr Wenger, en “La ola”, advierte a sus alumnos que Alemania se cree vacunada contra el fascismo, pero una crisis económica, un cataclismo medio ambiental, podría devolverlos a 1933 para que los matones ocupen de nuevo el poder y campen a sus anchas.

    Los alumnos responden al desafío lanzado por su profesor: haría falta un desempleo galopante, aventuran, y una gran injusticia social, para que la gente decidiera suicidarse en una autocracia como lemmings tirándose por el barranco. Y mucho desapego político, claro, y una conciencia nacional exacerbada, cosa que en Alemania siempre da un poco de yuyu. Herr Wenger asiente, enigmático… Estamos en el año 2007 y la cuestión parece un asunto retórico, un simple ejercicio para aprobar la asignatura de sociales.



    Ahora, 13 años después, el fascismo imposible ya se ha vuelto sólo improbable. De la nulidad matemática hemos pasado al número decimal. Y quién sabe si al entero… En Alemania, y aquí, y en cualquier lugar donde hace nada era impensable. Cuando nos dejen salir de casa, habrá un desempleo galopante, que era la condición primera que expusieron los chavales. La injusticia social, en tal panorama, sólo será su consecuencia lógica. ¿Desapego político? Las redes arden contra la clase política. El mensaje de “todos son iguales”, sin distinción, inútiles o corruptos, ineficaces o asesinos, ha calado. Y uno se pregunta, desde su mermada inteligencia, si la gente que así opina desea instaurar la I Anarquía Nacional o prefiere que salgan los militares a imponer orden. Es todo muy contradictorio…

    Y las banderas, claro… Yo mismo me reía, al principio de la pandemia, de los “anticuerpos españoles” que presumía tener el político ese de la metralleta. Pero la chorrada también ha calado. Hizo fortuna, y ahora España se ha llenado de banderas que apelan al orgullo nacional para “combatir el virus”, como si el virus supiera lo que es una frontera, o supiera distinguir a un cacereño de un argelino. Es todo muy ridículo.

    Estamos más cerca de lo que pensamos, del cataclismo que conjeturaba herr Wenger en la película. Seguramente el meteorito pasará a muchos kilómetros de distancia, pero ya está ahí, surcando el espacio. Ha abandonado la nube de Oort, y se dirige hacia el Sol.




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Yo, Tonya

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Tonya Harding nació pobre. Su madre la pegaba. Tuvo un padre biológico y unos cuantos honorarios. Estaba destinada a ganarse la vida en profesiones humillantes o de cobrar el mínimo vital. Cuando su madre descubrió que tenía dotes para el patinaje, le obligó a dejar la escuela en una decisión que aquí sería motivo de denuncia, de intervención de los servicios sociales. Al final les salió bien, o medio mal, la jugada, pero el riesgo de convertirse en carne de cañón se multiplicó por mucho en su bolsa de valores.



    Tonya Harding nació entre la masa amorfa de los pobres sin remedio, de los olvidados que algún día serán recompensados en el Reino de los Cielos. Pero Tonya Harding también nació con una combinación mágica de genes. Una carambola cromosómica entre un millón, o entre diez millones, que dotó a sus piernas de la fuerza, a sus músculos de la flexibilidad, a su oído interno del equilibrio. Y a la neuronas que rigen la voluntad y la mala hostia, de un reforzamiento en las sinapsis que convirtió a Tonya en un bicho competitivo con el que era mejor no cruzarte si querías disputarle una medalla o un campeonato de patinaje.


    La permeabilidad entre las clases sociales a veces se produce así: cuando todo está escrito, y el medio ambiente presiona hasta aplastarte contra el suelo, descubres que tu ADN, en algunas secuencias del genoma, ha producido una cadena de bases nitrogenadas que ya no es biológica, sino mineral, oro puro que reluce entre la bioquímica celular. Un prodigio de la alquimia que dejaría patidifusos a los brujos medievales. El gen, de vez en cuando, viene al rescate del desheredado. Le dota de inteligencia, o de habilidad, o de una belleza que deja enamorados a los espectadores. Los saca del arroyo o de la chabola y les catapulta a otro estrato de la vida, como también le sucedió a Maradona, o a Ava Gardner. Ellos, como Tonya, tampoco supieron dilatar el tiempo de su fortuna. O quizá sí, según como se mire. Que les quiten lo regateado, o lo bailado, o lo patinado.



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