Las cosas que decimos, las cosas que hacemos

🌟🌟🌟


El que titula no es traidor: las cosas que decimos y las cosas que hacemos no suelen coincidir. O coinciden menos de lo deseable. Pasa en todos los órdenes de la vida, laborales o familiares, deportivos o judiciales, pero en el amor nos llevamos la palma. Es ahí donde solemos decir digo y hacer Diego, o donde nos dicen Diego, y nos hacen digo. Creo que me explico... La mentira es una hipocresía lamentable, pero inevitable, porque con la verdad absoluta por delante, con el corazón en la mano, y la lengua sin pelos, aquí sólo sobrevivirían los más aptos, como en la teoría de Darwin. Apenas quedarían por el mundo tres o cuatro parejas verdaderamente ensartadas por la misma flecha, capaces de mirarse a los ojos sin descubrir la sombra de una duda o de un secreto deplorable.

Las cosas que hacemos y las cosas que decimos se bifurcan, sobre todo, en el desamor, que es ese estado límbico (de limbo) que precede a la ruptura, y en el que el amante desertor ya apunta con el catalejo a otra isla de promisión. Ahora está muy de moda lo de vivir la soledad como una fortaleza, como una oportunidad para el descanso de los genitales desamparados, pero en realidad, quienes así peroran, sólo están predicando la necesidad como virtud, y la desgracia como evangelio. Si se puede, si uno tiene cierto valor en el mercado, aquí nadie salta sin red, como demuestran estos franceses y estas francesas de la película, que se enamoran de continuo, luego se desenamoran, y hasta que consolidan el siguiente amor, incapaces de vivir solos, llegan a casa a las dos de la mañana diciendo que se perdieron en el metro, o que se les hizo tarde en el trabajo.

Lo bueno de la película -y del mundo real donde se mueve esta gente tan guapa- es que aquí nadie sale dañado del todo, porque el engañado, o la engañada, cuando se sabe cornudo, o cornuda, apenas tarda un cuarto de hora en arreglarse, bajar a la cafetería, pedir un café con croissant y despertar el deseo en catorce mesas a la redonda. Así cualquiera.





Leer más...

La balada de Buster Scruggs

🌟🌟🌟🌟

La primera vez que vi La balada de Buster Scruggs me enteré casi por casualidad de que los hermanos Coen habían estrenado nueva película. Lo hice de refilón, casi de canto, gracias a que leí una reseña en el periódico mientras pasaba la página, distraído. Antes, en mi cinefilia comprometida, estas cosas no me pasaban: yo estaba al loro, al tema, siguiendo la filmografía de estos santos americanos que son de mi particular devoción. Porque los hermanos Coen, en mi iglesia, San Joel y San Ethan, aunque ellos sean judíos y yo ateo perdido, tienen una de las capillas más barrocas y más floridas, donde se exponen todas sus obras y milagros en retablos que son los carteles de sus películas. Allí, a ese espacio de recogimiento donde la creatividad y el buen humor se palpan en el aire, y se respiran con el incienso, voy a rezar varias veces al cabo del año, cuando me aburro de la vida y de las películas horrorosas, o sin sustancia.

La verdad es que entonces, en el primer visionado -casi como ahora, para qué engañarnos- no andaba yo muy centrado. Iba disperso, a salto de mata de la vida y de la cinefilia, Sufría interferencias que provocaban despistes ridículos e imperdonables. Pero no fue culpa mía del todo: lo último que yo podía imaginar es que los hermanos Coen estuvieran en tratos con la televisión de pago, con la omnipresente Netflix, que ya es un poco como Dios, o como el wifi, que están en todas partes. Y que tal noticia, ¡la nueva película de los hermanos Coen!, que antes encabezaba las secciones de cultura y las portadas de las revistas, ahora apareciese en un recóndito rincón donde no suelo mirar: en el cajón de las verduras donde están las TV movies que yo siempre obvié con desdén.

¿Y la película? Bueno... En realidad no es una película: son seis cuentos sobre el Far West que los santos de Minnesota han rescatado del cajón de sus ocurrencias. Hay una historia floja, una tristísima, tres que son una auténtica maravilla, y una, la aventura del buscador de oro en Alaska, que es una obra maestra que tres años después, en el segundo visionado, permanece tal cual, incorrupta, a salvo de la erosión del viento y de las torrenteras. Oro puro.






Leer más...

Seinfeld. Temporada 3

🌟🌟🌟🌟🌟


La soledad es una barrera que se construye ladrillo a ladrillo. Hablo de la soledad mental, no la física, que ésa es casi imposible de alcanzar, o de padecer, a no ser que uno se dedique al farerismo, o a ser anacoreta en el desierto. Al pastoreo por los montes, o a la radioastronomía en la montaña. Uno, que tiene dos profesiones de andar por casa, tiene amigos, vecinos, familiares, compañeras de trabajo. El mundillo del fútbol base. Conocidos a los que saludo a diario con un simple “hola, ¿qué hay?”, o con un golpe de mentón. Y si dejo La Pedanía y paseo por la ciudad, está el bullicio, el gentío, el paisanaje de los bares o de las calles.

No hablo de esa soledad matemática, aunque dijo el poeta que uno puede sentirse sólo entre multitudes y bla, bla, bla. Centrémonos. Yo hablo de la soledad... no sé cómo llamarla... cultural, aunque no quiero decir que yo sea más culto que la gente que me rodea. Lejos de mí tal tentación. Hay más cultura y más sabiduría en saber cultivar un tomate que en toda esta parafernalia de estanterías Billy con libros y películas que yo exhibo. Esto mío sólo es un pavoneo, y un matarratos, la medicación diaria que me impide pensar y hundirme. En vez de gastarlo en psiquiatras, yo gasto el dinero en escritores y en directores de cine, pero es más o menos lo mismo. Se trata de mantener las neuronas a raya, dispersas, que no se junten en conciliábulos para repasar el pasado o planear el futuro, dos actividades tan subversivas como peligrosas.

Quiero decir -de una vez, que se me acaba el folio- que uno descubre que está solo, muy solo, cuando habla por ahí de Seinfeld a los gentiles y nadie sabe qué serie es, o si lo sabe, no recuerda de qué iba, o quiénes eran sus personajes. Sólo una mujer, extraña, de ciencia-ficción, que una vez me dijo que Elaine Benes era una de sus heroínas femeninas, y feministas. En fin, que yo venía aquí a decir cuánto me he reído -otra vez- con la tercera temporada de Seinfeld y resulta que me ha salido un texto como cenizo y pesadón, lleno de amarguras de poetastro. Para la cuarta temporada prometo reformarme.





Leer más...

La terminal

🌟🌟🌟


En el fondo no estaría tan mal, vivir en una terminal de aeropuerto, como demuestra Tom Hanks en la película con su sonrisa bonachona. Por un período de tiempo razonable, claro, no la vida entera, pero sí unas semanas, quizá un par de meses, para poner en paréntesis los asuntos internos y sacar el portátil de una vez para ponerse a escribir. Dejar ahí fuera, tras los ventanales, la tentación del fútbol, de las señoras, de la caña barriguna con el amigo; poner en suspenso las mil y una distracciones que conspiran contra la disciplina de escribir y hala, buscarse un escondrijo como el de Víctor Navorski para que vayan pasando los días, sólo pendiente de que las musas que viajan en los aviones -de la Ceca a la Meca, de Algeciras a Estambul- caigan, por una simple cuestión de probabilidades, en el aeropuerto donde está uno, bellísimas y encantadoras, con esa sonrisa que de pronto te enciende el interruptor neuronal y te deja combustible para diez o veinte páginas de corrido.

Sí, en efecto: una musa muy parecida a Catherine Zeta Jones, que al pasar a tu lado te deje turulato, y ya todo sea pensando en ella, o derivado de ella, o dedicado a su nombre y a su memoria.

El drama de la película surge al principio, porque el encierro de Víctor Navorski es sorpresivo e injusto, y no concibe que pueda sobrevivir allí mucho tiempo, entre tiendas duty free y escaleras mecánicas. Pero luego, una vez asumido el golpe, viene eso: el retiro espiritual, el aislamiento monacal, aunque por allí, por el claustro excesivo de aire modernista, pase todo quisqui camino de su trabajo o de su ocio. Pero la gente, en movimiento, es una masa única, un solitario aunque enorme transeúnte, y a las pocas horas de sentirlo rondar ya te acostumbras a su presencia, y puedes concentrarte en la tarea. Lo que molestan son los golpes en la pared, y los televisores de los vecinos, pero no el rumor continuo de las gentes que viajan, que son como las olas del mar, o como los sonidos del viento.  



Leer más...

First Cow

🌟🌟


Me he dormido mientras veía las primeras escenas de First Cow. Pero eso, en principio, no es malo. A la hora de la siesta me duermo con cualquier película que ponga sobre las rodillas. Las necesito para conciliar el sueño. Ahí fuera -al menos mientras no estoy en La Pedanía- todo son coches, golpes, ruidos, rodamientos de los vecinos, que se les caen continuamente de los bolsillos, o se los dejan a los chavales para que jueguen. Todavía no he conocido a ningún vecino que no trabaje en algo relacionado con rodamientos -coches, o camiones, o maquinaria industrial- y que no se los lleve a casa para pulirlos, o engrasarlos, o hacerlos rodar, crrrrrraacccck, a ver si funcionan, incluso a altas horas de la madrugada.

Me he quedado dormido a los diez minutos de empezar First Cow, con los auriculares anti-rodamientos puestos. Pero ya digo que me habría dormido igual con El Padrino, o con El hombre tranquilo, en irreverente deserción. He despertado a eso de la media hora de película, lo que deja un saldo de veinte minutos reparadores, canónicos, que si son un minuto menos se quedan cortos, y si son uno más producen cefalea. Así está bien. Medio dormido todavía, con el gustirrinín inconfundible que baña las vértebras del cuello, he rebobinado la película hasta el minuto diez y he empezado a verla otra vez. Luego, de corrido, he llegado hasta el minuto cuarenta y cinco, más allá del sueño y de mi paciencia, y he dicho basta, hasta aquí hemos llegado con la vaca. ¡Cuarenta y cinco minutos! para contar que un americano y un chino se conocen en el Far West. Sólo eso: que se conocen. Que uno busca oro y otro riquezas mercantiles, y que agradecen haberse conocido mientras recogen setas por el bosque, y avellanas, y cosicas así para ir matando el hambre.

Mientras tanto, en los Juegos Olímpicos, que transcurrían en paralelo en el televisor, los americanos y los chinos se conocían, se saludaban y rápidamente se lanzaban a la piscina, o al potro de saltos, a competir, a establecer una épica y una narrativa. Aquí, en First Cow, nada de eso: sólo un documental sobre caras sucias, desdentadas, famélicas... Nada que ver con el Oeste del cine clásico, eso lo reconozco. Pero poco más. Iban un chino, un americano y un español más bien adormilado y medo bobo que les veía en su ordenador. Un chiste sin gracia.



Leer más...

Agárralo como puedas

🌟🌟🌟


Pues será el karma, no sé, o la puta casualidad, o los dioses que a veces juegan conmigo, haciéndome guiños o trastadas, pero el caso es que el mismo día en que decido grabar Agárralo como puedas en el Movistar +, venciendo mis escrúpulos de gafapasta ridículo, luego, a las pocas horas, escucho en la radio una conversación con Fernando Trueba en la que el director madrileño -mucho más desacomplejado que yo, y, por tanto, mucho más sabio- reivindica precisamente la comedia chorra, absurda, hecha de gilipolleces a lo Mortadelo y Filemón, y reafirma su deseo siempre insatisfecho de rodar algún día una película así, a lo idiota, sin complejos, al puro descacharre. Una película -y la cita expresamente, para dejarme boquiabierto, y pensando en las telepatías y en las metafísicas - como Agárralo como puedas, de la que luego se pone a desgranar chistes y gracias en total comunión con el presentador del programa, que se parte la caja, y luego el culo, y más tarde ya el organismo entero, pero no por cortesía, por quedar bien ante el invitado, sino porque es otro hombre culto y desenvuelto que ha enterrado -o quizá nunca enterró- sus prejuicios con el cine de los hermanos Zucker, y ese otro tipo, J. Abrahams, no J.J. Abrams, que ése es otro, el de las cosas de la sci-fi y la resolución de los Skywalker.

Horas después, en el sofá, tras varias décadas huyendo de mí mismo -de mi gusto simple, de mi sofisticación escasa, de mi alma infantil y perversa- me lo voy a pasar teta con las memeces teniente Frank Drebin: las románticas y las policiales, y las suyas propias, de su vida personal, que también tienen tela marinera. Pero en ese momento de la tarde, mientras escucho a Fernando Trueba por los senderos de La Pedanía, yo todavía no lo sé. En ese momento de conjunción astral y de alineamiento de los planetas, aún tengo dudas de sí por fin ha llegado el momento de des-madurar, de dejar de hacer el gilipollas, y rendirme a la evidencia de mi gusto sin refinar. A esas horas de la tarde aún tengo miedo de la involución, de la metamorfosis inversa. Del regreso a las tardes de mi infancia. Ahora, la verdad, un poquito menos.




Leer más...

El renacido

🌟🌟🌟🌟


Por la misma época en que se estrenó “El renacido” -que nos dejó a todos tan asqueados y maravillados que todavía hoy no sabemos qué pensar de la pinche ocurrencia- jugaba en los Golden State Warriors un fulano llamado Shaun Livingstone que venía de romperse una rodilla por cuatro sitios, y de quedar desahuciado para el juego según nueve de cada diez traumatólogos -vamos, como si se la hubiera destrozado un oso grizzly en un encontronazo por el bosque- y sin embargo ahí estaba, el bueno de Shaun, jugando de base suplente de Stephen Curry para mantener el partido siempre calentito y en tensión: sus doce puntitos, su puñado de asistencias, su par de defensas cojonudas hasta que la rodilla emitía señales de cansancio o Curry volvía a sentir el picorcito en las muñecas y pedía regresar.

Guillermo Giménez, en las retransmisiones de Movistar +, llamaba a Shaun Livingston “El renacido”, y Daimiel, a su lado, se descojonaba de la risa mientras buscaba una estadística en sus papeles para confirmar el renacimiento del muchacho. Ahí fue cuando comprendí que “El renacido”, la película salvaje y asalvajada de González Iñárritu, quizá no se iba a quedar para siempre en el contenido, pero sí en su continente. El meme cultural que se reproduciría como un gen de Dawkins iba a ser el título, y no la película en sí. De hecho, ya casi nadie se acuerda de “El renacido” un lustro después. El otro día, en la tienda de segunda mano, vi su Blu-Ray en una estantería menor, de las de altura rodillera, a un precio indigno de una película oscarizada que cuenta con Leonardo DiCaprio en su portada, aunque sea envuelto en pieles, y con la cara magullada, y en un tris de morirse justo después de ejecutar su venganza implacable.

Yo mismo -quiero decir- soy un renacido, uno que también tuvo su encontronazo en el bosque y tardó lo mismo que Shaun Livingston en volver a las canchas y ponerse a jugar. Me he apropiado el apodo, el nickname, aunque me parezca tan poco a Leonardo DiCaprio cuando se pone guapo.






Leer más...

Metrópolis

🌟🌟🌟🌟


Fritz Lang no era un nazi, pero estaba casado con una mujer que sí lo era, y que escribía los guiones para sus películas. Quizá por eso Joseph Goebbels estaba algo confundido cuando le ofreció a Lang dirigir la UFA para convertirla en la maquinaria cinematográfica de propaganda. Lang, a decir de la Wikipedia, se quedó bastante extrañado, y le dijo a Goebbels que bueno, que se lo pensaría, pero que tenía que confesarle que su madre era judía, a lo que Goebbels le respondió: “No se preocupe: nosotros decidimos quiénes son arios y quiénes no”. Esa misma noche de 1933, acojonado con el personaje, Lang cogió un tren con destino Villadiego, luego París y más tarde Estados Unidos, donde rodaría la segunda tacada de su cinematografía.

La mujer que escribió el guion de Metrópolis se llamaba Thea von Harbou, y de ella, en internet, se cuentan cosas que... bueno, y otras que..., en fin, no tanto. Se nota que quienes escriben los artículos quieren reivindicarla como mujer artista y al mismo tiempo no quieren quedar como simpatizantes -o simpatizantas- de sus derivas ideológicas. Mujer, pero nazi; o nazi, pero mujer, y ahí se empantanan, y sueltan aquello que los andaluces llaman la “piropostia”, que es como decir: “Tienes una cara tan guapa que así nadie se fija en tu cuerpo”, o “Thea von Harbou puso todo su talento artístico al servicio de Hitler y sus adláteres”.

Digo todo esto más o menos documentado porque hoy, viendo Metrópolis -y he tenido que verla en la versión pop/disco de Giorgio Moroder para no tener que escuchar los golpes del vecindario veraniego- he comprendido que no es una película de revoluciones obreras y distopías del futuro, sino, más bien, el sueño nacionalsocialista del sindicato vertical, del todos a una en el esfuerzo, los ricos a la vidorra y los trabajadores al sudor de su frente. No es difícil ver en el personaje de María, que otros confunden con una Juana de Arco bolchevique, a la mismísima Thea clamando por la alianza entre clases. De los judíos no dice ni mu, pero viendo como estaba diseñada la jodida ciudad de Metrópolis, es mejor no ponerse a pensar.





Leer más...