🌟🌟🌟
En el fondo no estaría tan mal, vivir en una terminal de
aeropuerto, como demuestra Tom Hanks en la película con su sonrisa bonachona. Por
un período de tiempo razonable, claro, no la vida entera, pero sí unas semanas,
quizá un par de meses, para poner en paréntesis los asuntos internos y sacar el
portátil de una vez para ponerse a escribir. Dejar ahí fuera, tras los ventanales,
la tentación del fútbol, de las señoras, de la caña barriguna con el amigo;
poner en suspenso las mil y una distracciones que conspiran contra la disciplina
de escribir y hala, buscarse un escondrijo como el de Víctor Navorski para que
vayan pasando los días, sólo pendiente de que las musas que viajan en los aviones -de la Ceca a la Meca, de Algeciras
a Estambul- caigan, por una simple cuestión de probabilidades, en el aeropuerto
donde está uno, bellísimas y encantadoras, con esa sonrisa que de
pronto te enciende el interruptor neuronal y te deja combustible para diez o
veinte páginas de corrido.
Sí, en efecto: una musa muy parecida a Catherine Zeta Jones, que
al pasar a tu lado te deje turulato, y ya todo sea pensando en ella, o derivado
de ella, o dedicado a su nombre y a su memoria.
El drama de la película surge al principio, porque el encierro
de Víctor Navorski es sorpresivo e injusto, y no concibe que pueda sobrevivir
allí mucho tiempo, entre tiendas duty free y escaleras mecánicas. Pero luego,
una vez asumido el golpe, viene eso: el retiro espiritual, el aislamiento monacal,
aunque por allí, por el claustro excesivo de aire modernista, pase todo quisqui
camino de su trabajo o de su ocio. Pero la gente, en movimiento, es una masa
única, un solitario aunque enorme transeúnte, y a las pocas horas de sentirlo rondar ya te acostumbras a su presencia, y puedes concentrarte en la tarea. Lo
que molestan son los golpes en la pared, y los televisores de los vecinos, pero no
el rumor continuo de las gentes que viajan, que son como las olas del mar, o
como los sonidos del viento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario