La asistenta (Episodios 1-5)

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Supongo que los hombres nos lo tenemos bien merecido. Durante siglos, la literatura (porque películas no había) trató a las mujeres como hijas directas de Eva: frívolas, mentirosas, imprevisibles. La mujer era una tentación que nos alejaba de la virtud. El receptáculo de la vida, pero también la puerta del infierno. En los textos cristianos ellas eran siervas del demonio, cuando no el demonio mismo, disfrazado. La Edad Media las tachó de brujas, y el Renacimiento de menguadas. En la época victoriana las vistieron con un burka con enaguas. Hasta no hace mucho, los personajes femeninos se entregaban al histerismo o al pendoneo. Sólo pensaban en casarse y luego en traicionar al marido, acostándose con otro, o negándole el débito conyugal. Secundarias de la vida. Males necesarios. Un ser a medio camino entre el mono de Darwin y el superhombre de la evolución.

Ahora, sin embargo, en las ficciones de Netflix -y quien dice Netflix dice las tropecientas plataformas- somos los hombres los que parecemos regresar al árbol primigenio, a ratos con el teléfono móvil y a ratos con la cachiporra del australopiteco. Cejijuntos y peligrosos. Supongo que tenemos que pagar por todo aquello, insisto.

En “La asistenta” no hay hombres buenos. Ni uno solo. Bueno, sí, aquel chiquillo de Tinder que parecía más majo que las pesetas. Aunque a saber... El paisanaje es desolador. Ya dicen las ministras del ramo que “todos los hombres somos unos violadores en potencia”. Y aunque es científicamente cierto -porque “en potencia” se puede ser cualquier cosa- el discurso es rastrero y ofensivo. Pero ya digo: es lo que toca. Ya llegará el tiempo del equilibrio.

La expareja de Alex es un alcohólico con arrebatos; su padre, tres cuartos de lo mismo; el amante de su madre, un pichabrava. El amigo que le presta la furgo sólo busca acostarse con ella. El tipo de mantenimiento, un vago que le mira el culo de reojo. ¿El ricachón de la mansión?: un cabrón que deja a su mujer en el peor trance de su vida. Nadie se salva. El infierno son los demás, dijo Sartre, y resulta que en “La asistenta” casi todos son hombres. Y sólo llevamos cinco episodios...



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El perfume de Yvonne

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El amor es un concepto escurridizo y polisémico. Hay tantas formas de amar como amantes. Tantas formas de enamorarse que podríamos estar aquí hasta las tantas, debatiéndolas. De hecho, yo estuve no hace mucho hasta las tantas, debatiéndolas...

Yo digo que te amo, tú dices que me amas, y podemos estar diciendo cosas completamente diferentes. E incluso antagónicas. Nadie miente, nadie traiciona, pero la escualidez del idioma -porque si no decimos amor, ¿qué narices decimos?- nos condena al malentendido. A veces pasa, y duele como un tiro, pero no sirven de nada reprochar. Aquí cada uno ama como puede, o como le parieron. It’s only business.

Dicho esto, hay arquetipos universales en los que podemos reconocernos. Porque ya son muchas películas, y las novelas, y las vidas cotidianas, y podemos afirmar con cierto atino al repensarnos: pues mira, yo amo como ese, o me enamoro como aquella, y así nos adscribimos a una escuela del sentimiento. Yo, por ejemplo, me enamoro como se enamoran los hombres en las películas de Patrice Leconte: como Víctor de Yvonne, o como Antonine de su peluquera. En un instante aciago. En cero coma, como dicen ahora  los jovenzuelos. Levantas la vista del teléfono o buscas asiento en el vagón y allí está ella, indudable y definitiva. El compendio final de todas tus fantasías. El equilibrio exacto entre lo exterior y lo interior, el cuerpo y el aura. Tú mismo, ya enamorado, te sientes medio macaco y medio caballero, en el punto ideal del virtuosismo. El amor...

En este amor verdadero -porque hay otros igual de verdaderos- no hay titubeos ni cálculos emocionales. No se sopesan los pros y los contras, los riesgos y los beneficios. Si piensas estás muerto, y todo se esfuma como aquella pompa de jabón. Los amores que retrata Patrice Leconte tienen algo de bofetada y de maldición. El instinto -viene a decirnos- es una jodienda maravillosa. O una maravilla que nos jode. El cerebro no pinta nada, y el corazón, tan alabado, solo está para llevar sangre al frente de batalla. El amor está en las tripas. Tan sabias, cuando te enamoras de la peluquera, o tan necias, cuando te enamoras de Yvonne.



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M, el vampiro de Düsseldorf

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Yo quería poner por escrito mi decepción con “M, el vampiro de Düsseldorf”, que se me ha quedado muy clásica, pero muy aburrida. Su inicio es sobrecogedor, pero su desarrollo es dormitivo, y solo el desenlace de Peter Lorre confesando su “problemática” permanecerá en el recuerdo, tan impresionante como expresionista. También nos quedará la imagen de la “M” estampada en su espalda, y la cara de Peter Lorre cuando la descubre, que nos recuerda que todos nosotros -salvando las distancias, claro- llevamos una letra que señala nuestra tara o nuestra debilidad. Una inicial fluorescente, hecha con zumo de limón, que sólo en ciertos ambientes, y en ciertas confianzas, brilla delatora y puñetera.

    Yo quería denunciar mi aburrimiento, ya digo, pero allí, en la web de Filmaffinity, he descubierto que hace quince años yo mismo le puse un 8 como una catedral de Colonia a esta película de Fritz Lang. Un notable alto, y un comentario laudatorio, enardecido como estaba por la cinefilia de los clásicos, y el respeto a los mayores. Qué noches las de aquellos años... Era yo mismo, sí, no puedo negarlo: el mismo tipo alto, desgarbado, funcionario pero nada funcional, con cara de panoli culto, o de culto panoli, dos escrituras a elegir. Para nada el yo de ahora, más resabiado, más pelado en los cataplines, que revisa los clásicos con un poco de recelo, retorcido en el sofá, dispuesto a denunciar que el emperador desfila desnudo por mi televisor.

    David Hume tenía mucha razón cuando defendía que no somos un yo, sino una sucesión de yoes que permanecen unidos por un hilo muy fino. Una ilusión de continuidad a la que ponemos un nombre y un apellido para no disolvernos en la nada.  Una cadeneta de monigotes como aquellas que hacíamos en “manuales”. Eso que ahora los legisladores llaman “Educación Artística y Producción de Hechos Culturales Manufacturados”, o algo parecido. Todos los pedagogos llevan la E de “eufemismo” pintada en el hombro. Malditos sean también.


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La chica del puente

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El amor, cuando hablamos de física de partículas, recibe el bonito nombre de “entrelazamiento cuántico”. Dos electrones enamorados forman parte de la misma función de onda, y nunca se desligan aunque vivan muy alejados en el Universo. Lo que le hagas a uno repercutirá automáticamente en el otro, porque no son dos partículas diferenciadas, sino una sola, aunque binaria, y por tanto comparten destino y rotaciones. Podríamos decir que las partículas entrelazadas son dos medias naranjas de dimensiones nanométricas, que no puedes exprimir por separado sin que la otra también llore o se desangre.

El entrelazamiento cuántico es un misterio tan insondable como el amor del mundo macroscópico: sabemos que existe, tenemos pruebas, pero nadie es capaz de explicarlo todavía. O sí, y no queremos aceptarlo.... El amor entrelazado es un fenómeno contraintuitivo que desafía la lógica y el sentido común. El mismo Albert Einstein, en sus conferencias, renegaba del entrelazamiento cuántico por considerarlo herético, contrario a la razón. Nada podía viajar más rápido que la luz: ni siquiera el amor, o las malas noticias. Un fotón era un fotón; y otro fotón, otro fotón. Para nada un único fotón, cuya nube de probabilidad tendría que expandirse desafiando a las ecuaciones. Un rollo, sí, pero yo me entiendo

En “La chica del puente”, Gabor y Adele se conocen a punto de suicidarse saltando del mismo puente, y al conocerse, y salvarse el uno al otro, crean un entrelazamiento sexual que también les convertirá en amantes inseparables. Una sola carne, como dicen en la Biblia, que a veces tiene metáforas muy bonitas y muy bien traídas.

Lo de Gabor y Adele es en verdad un encuentro milagroso, de una probabilidad infinitesimal, pues él sólo se excita lanzando cuchillos en el circo, y Adele, más rara todavía, sólo se excita recibiéndolos a escasos centímetros de su cuerpo, haciendo ¡clac! en la madera. El orgasmo femenino, por cierto, es otro misterio de la física cuántica que todavía no tiene una ecuación satisfactoria. Einstein no le dedicó ni dos líneas en sus escritos. Para qué...





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Muerte entre las flores

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El otro día, en el podcast de Javier Aznar, un filósofo decía que la inteligencia era el bien mejor repartido de la Creación, mucho más que la riqueza o que la belleza. Porque la pobreza, o la fealdad, son desgracias que se pueden confesar con la guardia baja, cuando hay un espejo delante o un amigo que conversa. Pero la inteligencia... Ay, la inteligencia... Nadie se considera a sí mismo un estúpido, como nadie se confiesa a sí mismo un loco, o un votante del fascismo.

Escuchando al filósofo me acordé de pronto de “Muerte entre las flores”, quizá porque mi paseo transcurría por un bosque de La Pedanía, con las hojas caídas, y la neblina entre los troncos, y Eddie que correteaba persiguiendo a los gamusinos. Un recodo del bosque era tal cual el Miller’s Crossing donde Gabriel Byrne fue a matar a John Turturro y luego se arrepintió. “¡Mira dentro de tu corazón...!”, le suplicaba Turturro en la escena inmortal. La de veces que se lo dije yo a la mujer que me dejaba como deporte: “¡Mira dentro de tu corazón...!” También arrodillado y tal. A Turturro le funcionó una vez; a mí dos. Pero a ninguno nos bastó.

Yo creo, en mi humildad intelectual, pues padezco del sesgo contrario, que el filósofo, se estaba olvidando de la ética. Porque la ética es otra medalla de oro que se compra muy barata en los chinos para luego lucirla en el cuello. Ética es la palabra que sobrevuela todo el metraje de “Muerte entre las flores”. Los personajes son gánsteres, psicópatas, estafadores, corruptos... Parece el Congreso Nacional de un partido político que yo me sé. Y sin embargo, todo quisqui se aferra a la ética para justificar sus crímenes o sus traiciones. También como en el partido ese, mira tú por dónde.

El imperativo categórico de Immanuel Kant ha arraigado en cada personaje para crear una moral muy conveniente y personal. Como en la vida misma, vamos. Y como todos los personajes de “Muerte entre las flores” se creen buenos, al final resulta que no hay buenos ni malos. Sólo negocios, y amores que tiemblan.

Y cosiendo unas cosas con otras, una obra maestra del cine.






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La Fortuna

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En La Fortuna sale mucho, casi la que más, una mujer pelirroja que me lleva de su lado como un perrete incondicional. Reconozco que babeo mucho en su presencia, y que me pongo retozón y algo pelmazo. Cuando ella no está, me importan una mierda los galeones y las banderas, y languidezco; cuando ella reaparece, todo recobra el sentido y yo regreso a la vida. Se parece mucho al... amor, y puede que sea amor en realidad.

Lucia, mi dueña, no es una mujer demasiado guapa, pero sí es sexy, deslenguada, procaz, moderna que te cagas. Me chifla.  En la vida real, deslumbrado por los pibones, podría pasarme desapercibida, y sería una pena, y un motivo de autocastigo, porque Lucía es un fragor de la naturaleza, un animal salvaje, un peligro continuo y una excitación permanente. Cada vez que Lucía habla en la serie reparte una hostia -si es un enemigo- o una piropostia -si es uno de los suyos. Por su boca sale lava de continuo, como en un volcán en erupción. Lava roja, claro, como su ideología, o como su cabello de fuego, que promete piel blanca y pecas por doquier, creando una expectación sexual que no se disuelve ni cuando su personaje se declara más bien ajeno a los hombres. Es más: puede que ese alejamiento acreciente mi deseo.

Hace poco, porque la realidad es así de caprichosa, leía en una novela de Kiko Amat que... “las pelirrojas enfadadas son como tigres desquiciados, son como ballestas mal ajustadas, como cañones poco engrasados. Cualquiera puede recibir, la culpa ni se considera. Se trata tan solo de cercanía y pólvora y presión. Física pura”. Pues eso: así es Lucía todo el rato, una pelirroja enfadada, incluso cuando se enamora o se deja llevar por la amistad. Igual que una mujer que yo conocí... Lucía es pelirroja, y punto, y en eso viene a ser la heredera de Maureen O´Hara, que era la reina iracunda de Innisfree, como Lucía es la reina chulesca de los mares. De los mares del sur, concretamente, donde La Fortuna fue cañoneada para originar dos conflictos diplomáticos: uno con la Pérfida Albión, que todavía escuece, y otro con el gobierno de Estados Unidos, que es como si Andorra les declarara la guerra en los tribunales.





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El juego del calamar. Temporada 1 (y II)

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Hay que reconocer que “El juego del calamar” da para hablar largo y tendido. Unos le echan pestes y otros le arrojan flores, pero sea como sea, quienes se juntan después de haberla visto ya tienen la tarde salvada. Es la serie ideal para superar la primera cita en Tinder, para entretener la sala de espera. Para celebrar la barbacoa sin tocar los temas espinosos con el cuñado.

Hoy mismo, por ejemplo, yo debatía con una tertuliana laboral que esta serie hubiera sido insoportable si en vez de morir seres humanos hubieran muerto perros... Nadie soportaría una versión cafre de Cruella de Vil cargándose a los 101 dálmatas con tiros en la nuca o despeñándolos por un barranco. Solo los muy sádicos, acostumbrados a matar, o soñadores del matar... Algún cazador que yo conozco. Los demás nos hubiéramos levantado del sofá con la primera sangre, y sin embargo, con nuestros hermanos de especie, con nuestros colegas de evolución, somos capaces de aguantar las sesiones aunque solo sea para luego criticarlas, escandalizados y tal. Que esto sea una deformación del espíritu o una tara de la biología sería cuestión de otro debate apasionante.  

Y luego están los análisis inteligentes, profundos, que yo no soy capaz de producir, pero sí leo con un punto de envidia cochina. Ayer, por ejemplo, un internauta escribía que a él no le cabreaban los ricachones -porque ya sabemos cómo son- ni le entretenían los pobretones -que en la serie son aburridos a rabiar. Él ponía el foco donde quizá la mayoría no hemos reparado, que es en los guardianes de la fortaleza. “La clase media” -escribía él- que se alía con el capital, o lo tolera, o no se atreve a derrocarlo, siempre que paguen bien y su furia se dirija contra los parias. Esa clase media -proseguía él- que fuera de la isla coreana vota a la derecha no porque simpatice con el IBEX 35, sino porque le dan más miedo los parados, los inmigrantes, los trabajadores mal afeitados. La chusma que podría quitarles el segundo coche y el apartamento en la playa, votando a los rojos. La clase media como cómplice de la situación. Amén.



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El juego del calamar. Temporada 1

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Yo, como vengo de la lucha de clases y del rencor del suburbio, me quedé de piedra cuando leí, ya talludito, que la gente no era más feliz por tener más dinero o más juguetes con motor. Que una vez cubiertas las necesidades básicas de la vida -la comida y el techo, la seguridad social y el jolgorio de los sábados- la felicidad era la misma en un currela de Moratalaz que en un capitoste del Ibex 35. Y esto no lo decían cuatro mindundis que opinaban en los periódicos, pagados por el capital para refrenar nuestro impulso revolucionario, sino psicólogos muy serios, de carreras exitosas, a los que yo leía en sus tochos para entender a la gente y entenderme a mí mismo.

Yo, que me había criado en la cultura de la Quiniela y del Gordo de Navidad, siempre soñando con una chiripa de decimales astronómicos que nos sacara de la “felicidad” obrera para instalarnos en la otra felicidad del casoplón, tuve que admitir a regañadientes que aquellos estudiosos tenían razón, pues daban cifras muy convincentes, y argumentaban con gafas muy gruesas. Yo mismo, en una introspección muy rápida, me descubrí más o menos feliz con el trabajo, con el tejado, con la salud preservada... Con el Madrid que acababa de ganar la séptima Copa de Europa. Sólo Max, mi antropoide interior, se quejaba con amargura de su legendaria abstinencia. Pero Max lleva dando el coñazo desde que cumplió los 13 años, y es mejor no hacerle mucho caso cuando se pone así.

En “El juego del calamar" se dice que los hombres muy ricos y los hombres muy pobres se parecen en una cosa: que se aburren. O sea: que no son felices, como sostenían aquellos psicólogos. Los ricos se aburren porque todo les parece poco, y los pobres se aburren porque el estómago vacío no da para festejos. En los polos opuestos de la desigualdad se bosteza mucho y parecido. Un pobre aburrido es una bomba andante si no le amorras todo el día a la tele. Pero un rico aburrido es todavía mucho peor: su armamento es superior, y sus recursos inagotables. Y su crueldad, infinita.





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