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Yo, como vengo de la lucha de clases y del rencor del
suburbio, me quedé de piedra cuando leí, ya talludito, que la gente no era más
feliz por tener más dinero o más juguetes con motor. Que una vez cubiertas las
necesidades básicas de la vida -la comida y el techo, la seguridad social y el jolgorio
de los sábados- la felicidad era la misma en un currela de Moratalaz que en un
capitoste del Ibex 35. Y esto no lo decían cuatro mindundis que opinaban en los
periódicos, pagados por el capital para refrenar nuestro impulso revolucionario,
sino psicólogos muy serios, de carreras exitosas, a los que yo leía en sus
tochos para entender a la gente y entenderme a mí mismo.
Yo, que me había criado en la cultura de la Quiniela y del Gordo de Navidad, siempre soñando con una chiripa de decimales
astronómicos que nos sacara de la “felicidad” obrera para instalarnos en la otra
felicidad del casoplón, tuve que admitir a regañadientes que aquellos
estudiosos tenían razón, pues daban cifras muy convincentes, y argumentaban con
gafas muy gruesas. Yo mismo, en una introspección muy rápida, me descubrí más o
menos feliz con el trabajo, con el tejado, con la salud preservada... Con el
Madrid que acababa de ganar la séptima Copa de Europa. Sólo Max, mi antropoide interior,
se quejaba con amargura de su legendaria abstinencia. Pero Max lleva dando el
coñazo desde que cumplió los 13 años, y es mejor no hacerle mucho caso cuando
se pone así.
En “El juego del calamar" se dice que los hombres muy ricos y
los hombres muy pobres se parecen en una cosa: que se aburren. O sea: que no
son felices, como sostenían aquellos psicólogos. Los ricos se aburren porque
todo les parece poco, y los pobres se aburren porque el estómago vacío no da
para festejos. En los polos opuestos de la desigualdad se bosteza mucho y parecido.
Un pobre aburrido es una bomba andante si no le amorras todo el día a la tele.
Pero un rico aburrido es todavía mucho peor: su armamento es superior, y sus
recursos inagotables. Y su crueldad, infinita.
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