Mejor... imposible

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Los ladrillos que han construido mi cinefilia están hechos de dos creencias fundamentales: la primera que las personas somos egoístas y mezquinas; y la segunda, que además cambiamos poco con el tiempo. Que nacemos averiados y luego tenemos mal arreglo en los talleres de la educación, y de la vida.

    Repaso los títulos amontonados en mis estanterías y descubro una mayoría de personajes que responden a esta percepción misantrópica y deprimente. Una de dos: o viven en dramas que delatan nuestra naturaleza simiesca, o habitan comedias donde la estupidez sale a relucir en cada compromiso o en cada decisión.

    Pero aún queda un resquicio para la esperanza, porque tengo una aldea gala que resiste en un rincón de la estantería, y guerrilleros, infiltrados, que sobreviven entre los títulos decadentes. Quintacolumnistas del optimismo y del buen rollo. Sí, lo confieso: a veces padezco una crisis de fe, o sufro una locura transitoria, y en esos estados se me cuela una película de buenos sentimientos y esperanzas para el cambio. Películas donde yo, traicionándome, me emociono como un tonto y siento que la vida puede ser en verdad maravillosa, como gritaba el añorado Andrés Montes. En mis estanterías -quiero decir- también hay hueco para películas como “Mejor... imposible”, que me desarticulan el discurso, me disfrazan de discípulo de Jean Jacques, y me arrancan hasta una pequeña lagrimita cuando los amores se consuman.

    Después de ver “Mejor... imposible” me siento desafiado, criticado, estremecido hasta los cimientos. Salen los títulos de crédito y me pongo a pensar si no estaré profundamente equivocado: si las excepciones de mi cinefilia no tendrían que ser, a partir de ahora, las reglas inobjetables. Pero justo antes de conciliar el sueño, en el último rayo de lucidez, comprendo que esos dos personajes no van a acabar nada bien. En el fondo todo es una cuestión de montaje, de dónde colocas el corte final. Dos días antes y todo es maravilloso; dos días después y ya todo está arruinado. Lo de estos dos será una brisa de verano, un capricho de la antropología. Jack está demasiado loco, y Helen, tan resalada, está para otros merecimientos.


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Beginners

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La teoría dice que de los matrimonios fracasados salen hijos con miedo al fracaso. Con miedo a enamorarse, digo. Pero esta es otra gilipollez que dicen los psicólogos para cobrar sus pastizales o justificar sus titulaciones. Cháchara indemostrable. Y muy falsa. Nosotros, los de mi generación, los nacidos en el estertor del asesino, damos fe de que no tenemos miedo a fracasar. Nosotros seguimos ahí, en la lucha, soñando con el trébol de cuatro hojas, con la alineación de los planetas. Con el premio de la lotería. Y sin embargo, para contradecir a esos vendedores de humo, a esos estomagantes de  la palabra, casi todos venimos de unos padres que tuvieron matrimonios desgraciados, constreñidos por la pobreza o por el catolicismo. O por ambas desgracias a la vez. Por la dureza de las circunstancias. Contrayentes amargados por el miedo y la represión; acojonados por la violencia verbal y la violencia de las hostias. Y por las hostias de los curas...

Si Oliver, en “Beginners”, recuerda con amargura el matrimonio de sus padres -que lo más que hacían era tratarse con exquisita frialdad, él un gay reprimido y ella un mujer infravalorada- qué no tendríamos que recordar nosotros de nuestros padres, que fueron en su mayoría un campo de desencuentro, y una cárcel de convivencia. Oliver ha visto demasiadas películas: ése es su mal. Se ha tragado la cháchara de los psicólogos -que además en Norteamérica gozan de gran prestigio- y cuando conoce a Anna en la fiesta de disfraces se enamora como un lelo (y quién no), pero desconfía como un tonto. “Sé que voy a fracasar porque mis padres fracasaron y tal...” Qué soberana gilipollez. Qué discurso más ofensivo cuando caminas al lado de Anna. Pues mira, majo: si no la quieres para ti, deja que corra la cola.

Menos mal que Oliver tiene un perro muy sabio que le aconseja. Y que Anna -la dulce Anna, la frágil Anna, la hermosa Anna- le va a conceder una segunda oportunidad. Ella es tan hermosa como paciente; tan guapa como comprensiva. No te la mereces, so memo.



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Pistoleros de agua dulce

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No te puedes fiar de nadie. Decía mi abuela que de lo que no veas, nada; y de lo que veas, la mitad. Ni siquiera te puedes fiar de Harpo Marx, que en realidad no era mudo, ni un salvaje de la vida. Él era, contra toda apariencia, el más cabal de los hermanos Marx, aunque eso era como ser el menos loco en el manicomio.

Viendo “Pistoleros de agua dulce” me acordé de la famosa sentencia de Alfred, el mayordomo de Bruce Wayne: “Algunos hombres solo quieren ver el mundo arder”. Y Harpo, en sus películas, es como un Joker travieso y bonachón. Harpo es el agente del caos en el reparto de papeles: el tipo que corta corbatas, incendia cortinas, desata cordones, putea al personal... El tipo de los bolsillos gigantes donde cabe todo lo robado. El gamberro sin objetivo ni beneficio: sólo hacer el gamberro, porque sí, porque le sale de dentro, porque no conoce otra manera de divertirse. Ver el mundo arder...

Harpo es el enviado de la entropía; el agente 007 de la termodinámica. Donde había orden y concierto, llega él y todo se pone patas arriba. Él es el agitador del cotarro, el kamikaze, el torbellino, el tarado de manual. Las cosas han cambiado tanto desde 1931 que hoy no se podrían rodar muchas de sus cafradas: a veces le da por agredir a policías, o por perseguir a mujeres despavoridas. Harpo es el azote de los ricachones, y el aguafiestas de los burgueses. También era la sonrisa de los niños.

Y sin embargo, ya digo, fuera de las pantallas, Harpo era el más juicioso de todos los marxistas. Ni siquiera se llamaba Harpo -que era por lo del arpa- sino Adolf. Aunque luego, para huir de asociaciones germanófilas, se rebautizara como Arthur. Harpo era el hermano del matrimonio feliz y los dineros estables. El hombre que acogía en su mansión a todos los animales abandonados que encontraba. El que adoptó cuatro hijos y jugó mucho al croquet mientras sus hermanos se entregaban al juego, al mujerío o a la botella. Harpo, cuando terminaba la jornada, contemplaba el océano desde la placidez de su jardín, sin la peluca de zangolotino.




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Seinfeld. Temporada 7

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“Seinfeld” se estrenó en España en 1998, y desde entonces puedo asegurar que solo he conocido cuatro personas que hayan visto la serie. Y cuando digo visto quiero decir seguido, perseverado, admirado. Cuatro personas que entregaron su alma al diablo a cambio de la risa maliciosa. Sólo cuatro almas gemelas, en 23 años... Cuatro gatos del callejón.

En verdad, cuatro malas personas, porque hay que ser mala persona para quedarse enganchado a esta serie de personajes inmaduros, egoístas, neuróticos y rastreros. Chalados, en ocasiones. Y encima reírte a carcajadas, y presumir de que tu visión del mundo es más o menos así: una humanidad adolescente y caprichosa; risible y deleznable. Jerry y sus amigos  -predicamos a los gentiles- somos todos nosotros pero despojados del disfraz de los adultos. Y ellos cabecean sin creernos, y abandonan el sermón sin convencerse.

Las buenas personas no soportan el visionado de “Seinfeld” más allá de un par de episodios: el primero por curiosidad, y el segundo para vomitar. Lo sé porque me lo han contado varias de ellas, bienaventuradas y bien pensantes. Ellos vieron “Seinfeld”, pero no comulgaron. Otros, todavía más puros, ni siquiera eso: están los que conocen la serie sin haberla visto jamás, y están -la mayoría, con toda La Pedanía incluida- los que jamás oyeron hablar del tal Jerry ni de su panda de amigotes neoyorquinos.

De los cuatro gatos de mi cofradía, el más veterano es Pepe Colubi, que es como el sumo sacerdote de este culto oscurantista. Otro es Juan Tallón, el escritor, que el otro día en la radio explicaba que cualquier episodio en el que aparezca George Costanza es canela fina y carcajada asegurada. La tercera gata del callejón es una compañera de trabajo insospechada, todo mansedumbre y bonhomía -o bonmujería- pero que esconde en sus adentros un alma pecadora y bituminosa. De ella no será el reino de los Cielos, como tampoco lo será de aquella mujer junto al mar que también idolatraba “Seinfeld” y en su orilla hacía su apostolado. Será más difícil que todos nosotros pasemos por el ojo de una aguja que un camello entre el reino de los Cielos, o algo así.



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Desafío total

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Hacía dieciséis años -porque lo he mirado en los registros de  Filmaffinity -que no veía Desafío total. Y nada más empezar la película he entendido la razón: la música de Jerry Goldsmith está asociada en mi cabeza con las derrotas del Real Madrid en Tenerife, inexplicables y consecutivas. Maldita sea... “Dreams” era la fanfarria que ponía Canal + al inicio de cada partido, y aquellas dos tardes de domingo, soleadas y campestres en el Heliodoro Rodríguez López, la música de Goldsmith atronaba en el televisor como un tambor de guerra antes del saque inicial. La victoria del Madrid estaba al alcance de un solo gol afortunado, de una parada milagrosa de Paco Buyo. Las matemáticas estaban de nuestro lado, pero los dioses del balón nos negaron la gloria y la alegría.

Con este mal recuerdo en la cabeza, todavía no ha aparecido el primer personaje de la película y ya siento la tentación de abandonar el empeño. Para qué sufrir, me digo, con la cantidad de DVDs que apilados en el montón... Es entonces recuerdo que yo estoy aquí porque en el podcast “Tiempo de Culto” hablaron el otro día de “Desafío total” en plan nostálgico y vintage, explicando curiosidades que me inocularon unas ganas irresistibles de revisitar. Yo me entiendo... Y en esas estaba, dudando entre proseguir o abandonar, cuando de pronto apareció Sharon Stone vestidita con un salto de cama y todas las dudas se apagaron de repente como bombillas reventadas a disparos. No se hable más, me susurré.

Desafío total va, precisamente, de un gilipollas casado con Sharon Stone que sueña con una vida mejor y se mete en un lío de tres pares de marcianos,  y de unos hijos de puta que han logrado el viejo sueño de cobrarnos por respirar mientras ellos inhalan oxígeno, nitrógeno y argón sin forma definida, y además gratis. Parece una cafrada, sí, pero aquí, de momento, en el planeta Tierra, ya nos están sacando un ojo de la cara por encender una lamparita. Lo de cobrarnos por centímetro cúbico de aire es el próximo proyecto de las élites emprendedoras. Primero lo probaran en Madrid, claro, con esa sociópata inaugurando el primer Oxímetro entre carcajadas y chiribitas.





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A. I. Inteligencia Artificial

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No debería haber visto “Inteligencia Artificial”. Me ha jodido la tarde otra vez. Mira que lo sabía, eh, que lo sabía, que iba a acabar llorando como una magdalena, a lágrima viva, sin consuelo posible hasta que llegara el fútbol de la noche, que es el bálsamo de las congojas, la droga en una pelota.

He vuelto a caer en la trampa de “Inteligencia Artificial” porque ayer empecé a leer “La nueva mente del emperador”, el libro de Roger Penrose, y en él se habla del gran enigma de los sentimientos. Eso que los exaltados y las exaltadas llaman el “espíritu”. ¿Los sentimientos -se pregunta Penrose -son solo información neuronal? ¿Algoritmos complejísimos que algún día se podrán reproducir en dispositivos artificiales? ¿O están, por el contrario, ligados indisolublemente a la química del carbono, al alma subatómica de los enlaces covalentes?

De momento, el libro es un enigma, porque voy solo por el prólogo y además es un relato crudo-matemático de narices. Y de pronto, enfrascado en la lectura, me acordé del niño David, el robot prodigioso de Steven Spielberg que había sido creado con la capacidad de amar a semejanza de los humanos, y quizá de los perretes. Al niño David sólo tenías que decirle siete palabras muy concretas mientras le acariciabas la nuca para que pasara de muñeco fabricado a niño enamorado. Y en eso -permítanme el chiste- David es un poco como yo.

Hoy la tarde era plomiza, lluviosa, la última del puente desperdiciado. No había compromisos que atender, ni visitas inesperadas en el portal, así que caí en la tentación y puse el DVD en el reproductor. Error fatal. La película habla de tantas cosas que un folio -ya muy menguado- no bastaría ni para enumerarlas. “Inteligencia Artificial” no es sólo el libro de Penrose puesto en imágenes: la disyuntiva de los robots y los humanos. La película habla del amor no correspondido; de la inmortalidad inalcanzable; de la persecución de los sueños; del tiempo implacable; de la química frágil; de los sustitutos inútiles...




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Succession. Temporada 2

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El apellido es el destino, y no tiene remedio. Da igual que corras, que reniegues, que sueñes con provenir de otra familia... El apellido es como la sombra, como el careto. En “Léolo”, Léo Lauzon fantaseaba con no ser hijo de su padre, que era el portador de la demencia, y para ello llegó a imaginar que su madre se había caído sobre el esperma de otro hombre apellido Lozone, en Sicilia, para fecundarla con otro destino que no fuera la locura y el manicomio. Y no lo consiguió, claro, porque el apellido forma parte de ti, y viaja contigo a todos los lados. Y aquí, en España, viajamos con dos, a diferencia de los anglosajones. Así que fíjate...

Desconozco si el apellido se puede cambiar en el registro civil, como hizo Homer Simpson cuando se rebautizó como Max Power. Lo mismo soñaba, en otro episodio, su hija Lisa Simpson, cuando comprendió que el apellido Simpson era una condena de por vida. Si todo está en los libros (como decía aquella sintonía) todo está, también, en Los Simpson... Pero ya digo que no hay remedio: ni para Homer, ni para Lisa, ni para nadie. Ni para el pobre Léolo. Ni para mí... El apellido es mucho más que una sucesión de letras, que una etiqueta genealógica. El apellido son los genes, y los genes -al menos de momento- no se pueden extirpar en una mesa de operaciones, o en un blanqueamiento administrativo. Hay que apechugar.

Succession, en realidad, despojada de las hojas exteriores, de los insectos voraces y los pulgones parasitarios, es una lechuga habitada por un solo hombre, Kendall Roy, que es el único Roy que desearía no apellidarse como su padre. Kendall tiene una hermana arpía, un hermano psicópata y un hermano tonto del culo. El gen de los Roy, dependiendo del cruzamiento, provoca daños irreparables en el feto. Pero en el caso de Kendall algo se torció en la embriogénesis, y al nacer se encontró con unos escrúpulos en el estómago que le hacen dudar, y recelar, y le vuelven medio humano a nuestros ojos. Medio humano, he dicho... Kendall preferiría no tener esas excrecencias morales, como los demás. Pero los escrúpulos, como el apellido, tampoco se pueden extirpar.  



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El apartamento

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Hace pocos meses, de madrugada, una mujer que conocí en las redes sociales me contaba por teléfono las desgracias de su vida. Mayormente su relación con los hombres, que al parecer había sido caótica, insatisfactoria, llena de trampas y malentendidos. Yo no daba crédito a la fotografía que coronaba su perfil de WhatsApp: una pelirroja guapísima, de cabello corto, de ojos verdes y pizpiretos... Su voz era como el cantar de los nenúfares, si los nenúfares cantaran. Vivía un poco lejos de La Pedanía, pero ella venía hacía mí como el bólido de Fernando Alonso, sin parar en los semáforos. Yo estaba seguro de que esta mujer me estaba confundiendo con otro, porque ella venía de jugar la Champions League de los amores: maromos con pasta, yates amarrados, suites de cinco estrellas, pechos fornidos y bronceados. Ese era, al menos, el paisanaje que ella me desgranaba: yuppies de Madrid, abogados de Barcelona y artistas de Luxemburgo. La Champions, ya digo.

A mí, al principio, me daba que esta mujer estaba piripi como una cuba, o que me tomaba el pelo por una apuesta con las amigas.  Pero no: ella valoraba precisamente que yo fuera un anacoreta de La Pedanía, un bobolón del corazón, un desentendido de la moda...  Tan “diferente” a todos los demás. Tan “molón”, me dijo incluso.

-          Ojalá algún día encontrara a un hombre como tú -me soltó ya pasadas las dos de la madrugada.

Un hombre como yo soy... yo, obviamente, pero no me atreví a decírselo. Para qué. Ella se parecía mucho a la señorita Kubelik de “El apartamento”, en la cara y en los lamentos, y la señorita Kubelik estaba muy perdida en sus laberintos. Las mujeres así nunca encuentran la salida, o la encuentran demasiado tarde. O no quieren encontrarla.

-          ¿Por qué nunca me enamoro de una persona como usted? -se lamenta la señorita Kubelik ante Jack Lemmon, recordando que está fatalmente enamorada de un tipo impresentable, un mierda y un manipulador que es el jefe de la empresa.

-          Ya, bueno... -responde Jack Lemmon con el corazón destrozado-. Así es como son las cosas.







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