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Seinfeld. Temporada 9

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Termino de ver la última temporada de “Seinfeld” y me ratifico en declaraciones anteriores: esta es la mejor sitcom de la historia. No las más perfecta, quizá, porque Larry David y Jerry Seinfeld tampoco aspiraban a la cuadratura de la comedia. Ellos iban un poco a capricho, a golpe de inspiración, y lo mismo sacaban episodios memorables que episodios prescindibles. Pero da igual: nada superará esta tesis doctoral sobre la farsa de ser adultos y responsables. ¿Adultos y responsables? Venga, hombre, hablemos en serio... Aquí no se libra ni el apuntador. Hablo de los personajes de la serie y de los espectadores en el sofá. Cualquiera de nosotros podría ser Jerry, o George, o Elaine. Kramer ya no tanto, eso es verdad.

Pero antes de juzgar a los personajes de “Seinfeld”, yo os desafío, queridos hermanos, a que el primero de vosotros que se considere normal lance la primera piedra. Ellos, como nosotros, también se ganan la vida y son amables con los demás. Tienen padres a los que quieren y policías a los que respetan. Hacen carantoñas a los niños. Pero nosotros sabemos... Nosotros les hemos visto por la mirilla cuando se juntaban en sus salones o en sus dormitorios. O en el Monk’s Café, alrededor de sus platos combinados. Nosotros les hemos sorprendido in fraganti cuando hablaban sin sentido. Cuando se comportaban como niños. Cuando planteaban cosas absurdas. Cuando cotilleaban y enredaban. Cuando juzgaban sin saber y anticipaban sin calcular. Cuando se mostraban maniáticos y bobos, estúpidos y arrogantes. Imperfectos hasta la ternura. Y yo digo que ay, que qué pasaría, si hicieran una sitcom sobre nosotros que les vemos, sorprendidos en los momentos más imbéciles de nuestra existencia. En esos instantes donde se descubre que ser adulto solo es un disfraz que nos ponemos por la calle.

Porque tengo a buen seguro que en la intimidad todos somos así: adolescentes sin escuadrar, temerarios y muy simples. Medio listos como mucho. Inteligentes en momentos puntuales. Más bien estúpidos en general. Maravillosamente imperfectos, y estúpidamente egoístas.




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¡Ave, César!

🌟🌟🌟🌟

He tenido que llegar a los extras de la edición en DVD, ya a las doce de la noche, para encontrar un argumento más o menos presentable sobre “¡Ave, César!” Porque la película en sí es una obra menor en la filmografía de los Coen; y que conste que una película “menor” de los Coen es una proeza inalcanzable para la mayoría de sus émulos. Pero la peli da para lo que da: para hacer cuatro chanzas sobre el viejo Hollywood de los años 50, con sus sistema de estudios, sus códigos morales y su terror a la infiltración del comunismo.

Y era un tema cojonudo, mira, el comunismo americano, para ponerme a desarrollar. Porque además, los hermanos Coen ya te dejan la broma preparada, sólo para que la calientes en el microondas, con esos comunistas “peligrosísimos” a lo Dalton Trumbo que en verdad eran intelectuales con coderas. Unos infelices que aprovechaban sus guiones para meter tres morcillas disimuladas sobre el estado del Bienestar y la solidaridad entre los obreros. Minucias que Joseph McCarthy convirtió prácticamente en un diluvio de cabezas nucleares. Aquella locura, sí...

Iba a hablar sobre el comunismo americano, ya digo, pero noto que últimamente estoy muy repetitivo con el tema de la izquierda y sus desviaciones, la izquierda y sus fracasos. La puta izquierda, ay, que me trae a mal traer. Así que busqué otra idea, otra línea argumental, y la encontré en una entrevista que le hacen a Tilda Swinton en el DVD. Tilda -esa mujer no guapa, no fea, pero magnética hasta un punto incomprensible- dice que la gran contradicción del Hollywood clásico siempre estuvo en que allí se fabricaban mundos maravillosos y felices, ensoñaciones de lo humano, y catedrales de la moral, mientras que los propios fabricantes de sueños -los actores y directores, magnates y guionistas- se entregaban en cuerpo y alma al cultivo de todos los vicios: un catálogo espectacular de hombres y mujeres bellísimos, o riquísimos, que se pasaban la vida fornicando, bebiendo, jugando, traicionando, arruinando a sus familias. Probando las nuevas drogas que surgían.  Leyendo propaganda comunista, incluso.



 


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Seinfeld. Temporada 8

🌟🌟🌟🌟🌟


Ahora que he terminado de ver la penúltima temporada de la serie, y que ya se acerca de nuevo el final del recorrido, vamos a hablar en plata: el personaje central de Seinfeld no es Jerry Seinfeld, sino George Costanza. O lo que es lo mismo: Larry David, porque George Costanza es Larry David que nunca quiso interpretarse a sí mismo, y que prefirió centrarse en los guiones y en la producción para aparecer solo de vez en cuando disfrazado del señor Steinbrenner.

El personaje de Jerry Seinfeld es el amigo común, el que ejerce de pegamento en la cuadrilla de los locos. Su apartamento es el escenario central porque allí entra Kramer cuando le peta, y se presenta Elaine cuando le place. El mismísimo George Costanza tiene allí su centro de operaciones cuando huye de su propio apartamento, o del piso de su novia, o de la casa de sus padres... De la oficina laboral o del asunto administrativo. George se pasa la vida escapando de las responsabilidades que le acechan: le estorba el trabajo, el amor, la amistad verdadera...  Él no quiere nada de eso. George solo aspira a vivir sin dar golpe y a que le dejen tranquilo frente al televisor con su bolsa de patatas. Bajar de vez en cuando al Monk’s Café para reírse de los demás y luego regresar a su cubículo feliz donde el sé cree un artista frustrado, y un arquitecto incomprendido. Todo lo demás es molestia y desconcentración.  La vida de George Costanza es una huida hacia adelante. Una fuga y un agobio. La neurosis en estado puro.

Las aventuras de Jerry Seinfeld nunca son las que se quedan en el recuerdo, o colgadas en la carcajada. Y luego está Kramer, que es el slapstick, y Elaine, que es la superficialidad. Todos son geniales y divertidos. Ya más que amigos, nuestros hermanos. Pero sus peripecias carecen de la negrura, de la siniestra profundidad que embadurna las acciones de George Costanza. Los demás son espíritus simples y algo bobos, pero George Costanza es otra cosa: él es complejo y retorcido. Barroco y demencial. Seguirle el rollo es descender a mucha profundidad. El descojono asegurado en las aguas abisales.





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Seinfeld. Temporada 7

🌟🌟🌟🌟🌟


“Seinfeld” se estrenó en España en 1998, y desde entonces puedo asegurar que solo he conocido cuatro personas que hayan visto la serie. Y cuando digo visto quiero decir seguido, perseverado, admirado. Cuatro personas que entregaron su alma al diablo a cambio de la risa maliciosa. Sólo cuatro almas gemelas, en 23 años... Cuatro gatos del callejón.

En verdad, cuatro malas personas, porque hay que ser mala persona para quedarse enganchado a esta serie de personajes inmaduros, egoístas, neuróticos y rastreros. Chalados, en ocasiones. Y encima reírte a carcajadas, y presumir de que tu visión del mundo es más o menos así: una humanidad adolescente y caprichosa; risible y deleznable. Jerry y sus amigos  -predicamos a los gentiles- somos todos nosotros pero despojados del disfraz de los adultos. Y ellos cabecean sin creernos, y abandonan el sermón sin convencerse.

Las buenas personas no soportan el visionado de “Seinfeld” más allá de un par de episodios: el primero por curiosidad, y el segundo para vomitar. Lo sé porque me lo han contado varias de ellas, bienaventuradas y bien pensantes. Ellos vieron “Seinfeld”, pero no comulgaron. Otros, todavía más puros, ni siquiera eso: están los que conocen la serie sin haberla visto jamás, y están -la mayoría, con toda La Pedanía incluida- los que jamás oyeron hablar del tal Jerry ni de su panda de amigotes neoyorquinos.

De los cuatro gatos de mi cofradía, el más veterano es Pepe Colubi, que es como el sumo sacerdote de este culto oscurantista. Otro es Juan Tallón, el escritor, que el otro día en la radio explicaba que cualquier episodio en el que aparezca George Costanza es canela fina y carcajada asegurada. La tercera gata del callejón es una compañera de trabajo insospechada, todo mansedumbre y bonhomía -o bonmujería- pero que esconde en sus adentros un alma pecadora y bituminosa. De ella no será el reino de los Cielos, como tampoco lo será de aquella mujer junto al mar que también idolatraba “Seinfeld” y en su orilla hacía su apostolado. Será más difícil que todos nosotros pasemos por el ojo de una aguja que un camello entre el reino de los Cielos, o algo así.



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