Bajo terapia

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Lo mismo en la realidad que en la ficción, cualquier pareja que acude a una terapia de ídem sabemos que está condenada. Les vemos entrar en la consulta con cara de cabreados o de compungidos y nos decimos: “¡Pobrecitos!. Qué poco les queda ya...”.

Hay parejas que se deshacen en la propia consulta y otras que cogen oxígeno para seguir chapoteando unos cuantos meses más antes de ahogarse. El amor no funciona con remiendos ni con componendas. Con trucos psicológicos. Las palomas de Skinner no tienen nada que ver con las mariposas en el estómago. No hay pegamento que una los huevos rotos. Cualquier pequeño terremoto volverá a separar lo que el hombre (y la mujer) desunió. 

La única solución sería dejar de llamar amor a lo que ya no lo es: conformarse, quizá, con un sentimiento menos elevado, más práctico, algo de andar por casa. No hay que amarse como Romeo y Julieta para ir tirando por la vida en compañía. Pero las parejas que van a las consultas quieren recobrar la llama, el entusiasmo, la juventud... La potencia sexual, la rosa diaria, el aliento mentolado, la tersura de la piel.

Pero eso, ay, es una película de ciencia ficción. 

En la vida real sucede tres cuartos de lo mismo, pero los psicólogos, obviamente, no te lo van confesar. De algo tienen que vivir. Ellos venden terapias de pareja como otros venden crecepelos o ideas para emprendedores. Es todo mentira. Ya dijo Woody Allen en “Recuerdos” que el secreto de una buena relación reside en la suerte. La chiripa de coincidir y luego ir desgastándose muy poco a poco. Todo lo que es forzado, trabajoso, impostado, no funciona. Además, qué coño: tampoco pasa nada porque el amor se extinga. Siempre habrá otro que venga a devolver la ilusión. Transitoria, sí, pero ilusión. Y por tanto, mágica.

De “Bajo terapia” no se puede contar gran cosa porque tiene un final sorpresa. Muy del agrado del mainstream feminista. Yo estuve una vez en una terapia de pareja y no tuvo nada que ver con este experimento de la película. Lo cuento en mi autobiografía. Es un capítulo muy chulo, la verdad. Ahora me río, pero entonces jo...







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Passages

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Viendo a este picaflor de la película me acordaba mucho de Elmer, el entrañable cazador de los Looney Tunes (si es que algún cazador puede ser entrañable), porque siempre que Elmer dividía su atención entre Bugs Bunny y el Pato Lucas al final no cazaba a ninguno de los dos. Perdónenme el chiste fácil -y los que han visto la película lo entenderán- pero o es temporada de patos o es temporada de conejos, y no se puede disparar a dos blancos a la vez. Solo si aplicamos la mecánica cuántica de las balas, que lleva su propia ciencia inmune al raciocinio.

Quiero decir que no se puede vivir en dos camas a la vez con ínfulas de enamorado. Si solo estás al polvo, a la jodienda, al divertimento jovial del sexo, pues mira, sí. Que viva el jolgorio y perdure la juventud. El poliamor, que dicen ahora. Pero no se puede meter uno en la cama con Fulano y decirle que le amas con locura, y al día siguiente, porque Fulano se enfadó y a ti te sigue ardiendo el cirio pascual, meterte en la cama con Mengana y jurarle que vivirás con ella para siempre. 

Algunos internautas que comentan la película por internet llaman a este tipo “narcisista”; yo más bien diría que es un cabronazo, o un hijoputa, y que me perdonen las susodichas. 

Por lo demás, “Passages” es una película anodina y rellenada. Dura 85 minutos y le sobran como 20, así que fíjate. La historia no da para mucho más: los días pares me encamo con Fulano y los días impares me enrollo con Mengana. Hasta que Fulano, claro, se harta, y Mengana, que encima alimentaba esperanzas maternales, me manda, literal y metafóricamente, a tomar por el culo otra vez. 

Es la tercera película que veo de este director llamado Ira Sachs y es el tercer truñete que me como. No es que estén mal, pero tampoco están bien. Hace veinte o treinta años su cine hubiera sido valiente y provocador. Ahora, en 2023, a poca sesera que tengas, ya nada de esto te escandaliza: ni las escenas homoeróticas ni los retorcimientos del espíritu.  Y lo demás, ya digo, es apenas un culebrón.





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Matar al presidente

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Solo dos meses antes, en Chile, la CIA ya había asesinado a Salvador Allende porque no dejaba libertad de latrocinio -perdón, de comercio- a las empresas norteamericanas. Así que la teoría de que participara en el atentado contra Carrero no suena tan disparatada. Lo que pasa es que el documental desmiente un poco su propio discurso porque no parece un encargo de Movistar +, sino de Tele 5, o de “equipos de investigación” de La Sexta, con músicas de risa, y efectos de luz, y repeticiones continuas del argumento para espectadores muy tontos o distraídos con el móvil.

Carrero Blanco era un general cejijunto que pensaba prolongar el IV Reich Ibérico fundado por su amigo don Francisco, y eso, a los americanos, que deseaban hacer negocios en una España diferente, no les cuadraba en la agenda geopolítica. Carrero, además, aunque fuera un matarife anticomunista y un católico de misa diaria, tampoco era demasiado servil con los americanos, y les restringía el paso de aviones por el espacio aéreo, y les cicateaba el uso normalizado de las bases militares. Carrero, en la intimidad, no hablaba catalán como su discípulo José Mari, pero sí se disfrazaba de Hernán Cortés para rememorar aquel imperio español donde nunca se ponía el sol.

Hace 50 años la Guerra Fría estaba tan caliente como el palo de un churrero, y el señor Kissinger, al igual que su homólogo soviético -qué gran pseudónimo para internet, “Homólogo Soviético”- no sentía ningún reparo en mandar asesinar a las piezas díscolas o sobrantes del tablero. Y digo “mandar asesinar” porque la CIA, en estos asuntos, actuaba como la Santa Inquisición, que te ponía en el punto de mira pero luego dejaba el acto ejecutivo para el brazo secular. Y aquí, en el caso de Carrero, el brazo secular fue sin duda ETA, o “la ETA”, como dicen siempre los políticos de derechas y sus votantes. 

De hecho, yo he abandonado amistades porque en un momento determinado, ya con la caña en la mano, decían “la ETA” y se descubrían por fin militantes del bando equivocado en la lucha de clases, que es una guerra muy vigente pero de momento congelada. 





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Un loco anda suelto

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Navin Johnson, también criado en el profundo Sur de Estados Unidos, es el hermano tonto de Forrest Gump. Más tonto todavía si cabe. Porque sí: aún quedaban varios estratos por debajo. 

Y sin embargo, con su tontuna casi llevada al límite, Navin se hizo tan millonario como su hermano o incluso más. Si Forrest heredó de Bubba el negocio de las gambas justo cuando las gambas se reproducían a tutiplén, Navin, en un arranque de genialidad que sólo tienen los tontos de remate, los ultratontos de verdad, inventó el opti-grab para que las gafas nunca se cayeran al suelo cuando se aflojan las patillas. Patentas un simple tope nasal añadido a la montura y ya puedes comprarte un palacio con tres piscinas cerca de Hollywood. Y hacer que las mujeres, que antes te rehuían porque solo buscaban la inteligencia y el sentido del humor, ahora caigan rendidas a tus pies. Lo piensas fríamente y no sabes si reír o echarte a llorar. Menos mal que la película es una comedia absurda y enloquecida. 

Viéndola me acordaba de un sueño que una vez escribió Manuel Vicent en su columna: haber tenido eso, un golpe de genialidad industrial -inventar una rosca para los cartones de leche, por ejemplo- y ya vivir toda la vida de los royalties, quizá no a cuerpo de rey, pero sí liberado de la esclavitud de levantarse cada mañana para venir a trabajar. Llevar, gracias a un invento mínimo pero fundamental, de esos que facilitan la vida en Occidente, una vida monástica pero no monacal, dedicada a la lectura y a la escritura, al paseo y a la compañía. Una vida sin estrés, sin horarios, que es la única vida de verdad, como aquella del Paraíso Terrenal antes de que llegara el ángel flamígero a joderlo todo.

Por lo demás, “Un loco anda suelto” es una suprema tontería. A veces te ríes mucho y a veces no entiendes donde está la gracia. Steve Martin haciendo de "tonto deluxe" tiene registros más descacharrantes en  su filmografía. 




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Un genio con dos cerebros

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Para ser un genio no hace falta tener dos cerebros. Con uno bien dotado ya basta. De hecho, todos los hombres tenemos dos cerebros y la mayoría somos idiotas perdidos. Esto se debe a que el cerebro A, que es el de la cabeza (me niego a llamarle el principal) suele entrar en contradicción con el cerebro B, que es el del perineo (me niego a llamarle secundario). Si el cerebro A (inicial de azotea) dice so, el cerebro B (inicial de bajos) dice arre, o viceversa, y tal disonancia provoca chisporroteos neuronales, conductas erráticas, imbecilidades que pueden soltarse por vía oral o a través del aparato locomotor. Sea como sea, un destino funesto. 

Las mujeres, con su único y poderoso cerebro, no saben la suerte biológica que tienen. Cuando se vuelven majaras es por otras causas, pero no por esta. Dos cerebros contrapuestos no hay macho de la especie que los aguante.

Luego, en realidad, la película no va de un genio con dos cerebros, sino de un tontolaba que se enamora de un cerebro sin cuerpo, así, mondo y lirondo, por la pura telepatía de los espíritus. El título es una cosa absurda, como toda la película en realidad. Se podría haber titulado “Opera como puedas” o algo así. Te partes el culo con Steve Martin y sus sandeces... 

Pero ojo: a veces, en las comedias más locas se habla de las cosas más profundas. Y aquí, como quien no quiere la cosa, entre chistes idiotas y ocurrencias memorables, se reflexiona casi filosóficamente sobre ese gran mito universal (falso como una peseta de madera) que es la belleza interior. El consuelo más socorrido en la Santa Hermandad de los Resignados. Yo, por ejemplo, presumo mucho de belleza interior para no decir que mi belleza exterior -que tampoco fue nunca para presentarse a un concurso- se me está yendo por el sumidero. 

Cuando el eminente doctor Hfuhruhurr se enamora de la belleza interior más pura que existe (un cerebro dentro de un frasco), no tardará mucho tiempo en buscarle un cuerpo de campeonato para insertarlo en su cráneo y disfrutar del premio doble de la lotería. El cuerpo de Kathleen Turner, por ejemplo. Nos ha jodido, el gachó. 





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Un par de seductores

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La primera vez que vi “Un par de seductores” (la web de Filmaffinity, que es mi caro diario, señala que fue hace 17 años) le puse un aprobado raspado y ahora me pregunto, incrédulo, la razón de tal desvarío. Porque me he reído una jartá con sus paridas. 

Me debió de pillar en un mal día, supongo, porque la gente no cambia y los gustos tampoco. Hay días para elegir comedias y días para elegir melodramas, y quizá yo entonces me equivoqué. Solo un puñado de obras maestras caben en cualquier lugar y en cualquier circunstancia. Solo ellas trascienden tu estado de ánimo y te trascienden a ti mismo. Por eso ellas son inmortales y tú no. Es lo que tiene estar tan bien hechas y pervivir en la nube de los píxeles, como los dioses de la Antigüedad.

Una cosa que siempre dije que haría -pero nunca hice- es anotar en un cuaderno no solo que vi tal película tal día, sino también la circunstancia que la rodeó, como recomendaba Ortega y Gasset en sus libros de filosofía. Anotar si la vi solo o en compañía (y qué compañía, si ésta fuera confesable), si hacía frío o calor, si la vi en el cine o en el salón de mi casa (o en un salón ajeno), si estaba recién follado o recién operado, o recién salido de una época conflictiva. En fin: todo eso que acompaña al “hecho del visionado”, y que a veces emite ondas de interferencia, distorsionando para bien lo que en realidad era una película cuestionable, o para mal, si era una película que en verdad merecía mayor nota o consideración. 

Como “Un par de seductores”, que he visto, por cierto, en casa de mi mamá (porque estaba de visita), despatarrado en la cama, en el ordenador, con Eddie en su cunita roncando el sueño de los perretes. En el otoño de la edad y ya casi en el invierno del calendario.

(Esta película, como alguna otra, se la debo a Paco Fox y a Ángel Codón, que en sus podcasts divertidísimos me traen a la memoria las viejas películas. A veces reafirman mi opinión, pero a veces me hacen dudar: son tan entusiastas, tan hooligans, tan defensores de sus gustos... Bueno, un poco como yo, cuando bajo al barro de la pelea). 





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Cliente muerto no paga

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Aburrirse es el pecado capital; el encefalograma plano del espíritu. Está prohibido y además es imposible. Siempre hay una película que ver, un libro por descubrir. Un nuevo partido de la Premier o el enésimo funambulismo del Madrid. El paisaje de La Pedanía es el mismo pero cambia con las estaciones, y yo mismo soy distinto cada día en función de los placeres o los dolores. Se puede estar triste, decaído, depresivo incluso, pero aburrido... jamás. 

En ese encadenamiento de días festivos que unió la Constitución trasnochada con el follisqueo no folliscante de la Virgen, no pude salir de puente porque a) estaba malito, b) preferí ahorrar jayeres para los días luminosos y c) tuve que hacerme cargo de Noa, la perrita que hace años dejaron unos extraterrestres en La Coruña. Fueron 120 horas de encierro que dieron para hacer algunos experimentos con el tiempo. Descontados los entretenimientos antes citados, los paseos obligados con los perretes y un torneo de snooker televisado en Eurosport, aún quedaban horas para embarcarme en uno de esos ciclos cinéfilos y muy tontos que yo mismo me autoimpongo. Consiste en recordar a alguien semiolvidado -un actor, una actriz, un director viejuno del TCM- y decirle a la mula que me descargue sus tres o cuatro películas más significativas: algunas ya vistas, pero borradas del recuerdo, y otras de riguroso estreno en mi salón porque en su tiempo las deseché, o las infravaloré, o escuché a Carlos Pumares decir que eran subproductos o mierdas pinchadas en un palo. 

La primera película del ciclo dedicado Steve Martin ha sido “Cliente muerto no paga”. Nunca la había visto y la verdad es que no entiendo por qué. Pumares -ahora lo voy comprendiendo- me hizo mucho daño de chaval... No es una obra maestra, pero te deshuevas, y además contiene ese bonito homenaje a los clásicos de Hollywood, por los que Steve Martin va entrometiéndose con el desparpajo propio de un Pepe Carvalho muy tonto y divertido de Los Ángeles.





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El otro lado

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Si mi hermana fuera actriz yo seguiría viendo a mi hermana en la pantalla, pero no a sus personajes. Da igual que interpretara a la Josefina de Napoleón o la duquesa de Alba, porque yo seguiría pensando: “Anda, mira, mi hermana, haciendo de emperatriaz o de aristócrata medio lela...”. Quiero decir que la familiaridad chafaría la suspensión de la incredulidad, que es la base psicológica de cualquier inmersión afortunada. Si mi hermana hubiera trabajado en “Thelma y Louise”, para mí hubiera sido “Thelma y mi hermana”, o “Mi hermana y Louise”, una película muy diferente a la que vieron el resto de los mortales, y de las mortalas.

Digo esto porque Andreu Buenafuente y Berto Romero son mis hermanos de la radio, y de los late nights ya extinguidos, y cuando les veo en una ficción haciendo de no-ellos no puedo olvidar que están tratando de disimular. Aunque lo hagan muy bien, como sucede aquí: Andreu haciendo del doctor Jiménez del Oso (pero sin barba) y Berto interpretando al Llewyn Davis de Iker Jiménez. No me los creo por una cuestión fraternal, de contacto casi semanal a través del “Nadie sabe nada”, no porque ellos no se lo curren, que se lo curran. Porque además tienen tablas, y un saber estar, y una coña marinera muy reconfortante, y tratan de diversificarse ahora que al humorismo crítico con el sistema ha sido desterrado de Movistar + y de las televisiones generalistas. 

Y eso que ellos, mis hermanos catalufos, son dos pedazos de pan que apenas lanzaban miguitas indoloras en sus ocurrencias.

“El otro lado” está bien como está: 6 episodios justos y a otra cosa, mariposa. La historia de las casas encantadas ya huele tanto como el heteropatriarcado maltratador. No hay serie que se libre de recordárnoslo (que sí, coño, que hay orangutanes muy bestias entre nosotros). Ni siquiera Irene e Ione habrían imaginado un guion en el que el cerdo machista lo sigue siendo después de la muerte, ya transfigurado en espíritu demoníaco. Qué fuerte, tía. 




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