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El otro lado

🌟🌟🌟🌟

Si mi hermana fuera actriz yo seguiría viendo a mi hermana en la pantalla, pero no a sus personajes. Da igual que interpretara a la Josefina de Napoleón o la duquesa de Alba, porque yo seguiría pensando: “Anda, mira, mi hermana, haciendo de emperatriaz o de aristócrata medio lela...”. Quiero decir que la familiaridad chafaría la suspensión de la incredulidad, que es la base psicológica de cualquier inmersión afortunada. Si mi hermana hubiera trabajado en “Thelma y Louise”, para mí hubiera sido “Thelma y mi hermana”, o “Mi hermana y Louise”, una película muy diferente a la que vieron el resto de los mortales, y de las mortalas.

Digo esto porque Andreu Buenafuente y Berto Romero son mis hermanos de la radio, y de los late nights ya extinguidos, y cuando les veo en una ficción haciendo de no-ellos no puedo olvidar que están tratando de disimular. Aunque lo hagan muy bien, como sucede aquí: Andreu haciendo del doctor Jiménez del Oso (pero sin barba) y Berto interpretando al Llewyn Davis de Iker Jiménez. No me los creo por una cuestión fraternal, de contacto casi semanal a través del “Nadie sabe nada”, no porque ellos no se lo curren, que se lo curran. Porque además tienen tablas, y un saber estar, y una coña marinera muy reconfortante, y tratan de diversificarse ahora que al humorismo crítico con el sistema ha sido desterrado de Movistar + y de las televisiones generalistas. 

Y eso que ellos, mis hermanos catalufos, son dos pedazos de pan que apenas lanzaban miguitas indoloras en sus ocurrencias.

“El otro lado” está bien como está: 6 episodios justos y a otra cosa, mariposa. La historia de las casas encantadas ya huele tanto como el heteropatriarcado maltratador. No hay serie que se libre de recordárnoslo (que sí, coño, que hay orangutanes muy bestias entre nosotros). Ni siquiera Irene e Ione habrían imaginado un guion en el que el cerdo machista lo sigue siendo después de la muerte, ya transfigurado en espíritu demoníaco. Qué fuerte, tía. 




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Malnazidos

🌟🌟

En los primeros títulos de crédito aparece Mediaset como una de las productoras de la película. Y es justo ahí cuando asumo que la película no va a ser ninguna maravilla. Que voy a ver “Malnazidos” de vistazo en vistazo mientras charlo con el retoño o respondo a mis rivales en el Apalabrados. Cine de verano, insustancial y tontorrón. Me dieron ganas, incluso, de verla sin gafas -que total, mira tú- para así despojarme de esta fotogenia gafapasta y enfrentar “Malnazidos” como un espectador más parecido al target de Tele 5.

(Si no lo hice fue porque de pronto apareció Aura Garrido disfrazada de guerrillera republicana y Aura Garrido no merece el cristal esmerilado de mis dioptrías. Ella se merece mucho más que la distracción de un intelectual atrapado en un espectáculo del bombero-torero).

Y no es que yo viniera, precisamente, a ver una de zombis dirigida por Ingmar Bergman o por Michelangelo Antonioni. Pero Mediaset -joder, ¡Mediaset!- es como el escalón más bajo del riesgo y de la creatividad. Sus directivos engominados jamás invertirán en un producto que se vaya por los cerros del autor o por los bosques de lo artístico. Ni, por supuesto, en un producto que alimente un mensaje revolucionario de clases trabajadoras. “Malnazidos” es una película sobre la Guerra Civil, pero ya no es como aquellas películas que se producían bajo el amparo de Pilar Miró. Aunque aquellos socialistas iniciaron el desmontaje de las siglas históricas de su partido, luego, en las películas, dejaban claro quiénes fueron los agredidos y quiénes los agresores en aquel golpe de Estado que ahora llaman “guerra fratricida”.

El mensaje de “Malnazidos” es pura basura ideológica: se dice que no hubo ni buenos ni malos. Todos víctimas. Que España estaba mangoneada por Hitler y por Stalin. Que Franco y sus asesinos nada: unos títeres. ¿Los curas?: de rositas, buena gente, aunque algo depravada. Salen el nazi puto-loco y el psicópata con gafitas del PC. El falangista compadrea con el rojo alrededor de las pasiones nacionales: el vinazo, y la baraja, y el culo de las señoras. Tópicos de una guerra perdida y manipulada.





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Superlópez

🌟🌟

Con la excepción de Superlópez, todos los superhéroes de nuestra infancia fueron americanos porque allí es donde los científicos se dedicaban a hacer el tonto con la radioactividad, y a veces, en el laboratorio de la Universidad, o en el sótano de su casa, la cosa se les iba de las manos y se producía un escape de partículas que al no matarlos alteraba su estructura genética para hacerlos más fuertes, o más rápidos, o más imbéciles, según. 

    El único gran superhéroe que consiguió la nacionalidad americana sin nacer allí, de pura chiripa, fue Superman. El cohete que trajo a Kal-el desde el planeta Kripton lo mismo pudo haber caído en un maizal de Kansas que en un secarral de Castilla, y con esa premisa geográfica, Jan, que era un dibujante nacido en una comarca tan hispánica como El Bierzo, parió a un superhéroe lamado Superlópez que llevaba el esquijama siempre mal planchado y lucía un bigote tupido a lo Alfredo Landa, que era la moda nacional por aquellos tiempos. Superlópez era un torpe entrañable, un metepatas de manual, pero los que leíamos sus cómics, y al mismo tiempo éramos del Real Madrid, teníamos un miedo cerval a que en cualquier aventura tonta Juan López fichara por el F. C. Parchelona para convertirlo en campéon de España, y de Europa, y luego del Mundo. A ver qué Camacho cojonudo o qué Stielike bigotudo  iba a ser capaz de parar a ese alienígena medio idiota en sus regates. Los madridistas leíamos a Superlópez con un mohín de desconfianza, porque el tipo era muy simpático, muy infortunado en amores, pero era del Barsa, y cualquier día se iba a meter a futbolista para joder la marrana, y no queríamos ver a nuestro equipo humillado ni en la ficción de los cómics.

    Años más tarde, otra nave espacial venida del planeta Chitón -pero ésta muy real- cayó en la Pampa argentina trayendo a un niño que con el tiempo acabó jugando precisamente en el Parchelona. Años después, regate a regate, gol a gol, terminó desvelando su verdadera naturaleza de superhéroe, de alienígena tramposo: el Supermessi de los cojones, por mucho que siga disimulando su naturaleza con su hablar insulso, y su jeta de panoli.


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Anacleto

🌟🌟🌟

Apagué las luces para ver Anacleto con una mosca detrás de la oreja, molestando. Una muy zumbona que no paraba de advertirme del peligro.  Aquello, nada más arrancar, parecía un cómic para desfogue de adolescentes. Un homenaje a Tarantino con exceso de metralletas. Una pérdida de tiempo para el cuarentón que leía los tebeos de Anacleto en la infancia, hace ya demasiados años. Anacleto, tal como yo lo recordaba, no tenía adaptación posible al cine. No al menos como película de acción, en plan Misión Imposible y tal. Sí, quizá, como comedia disparatada, casi subversiva, porque Vázquez, el dibujante, era un coñón que usaba sus personajes para hacer mofa y befa de la España retrasada y carpetovetónica. Una España que, groso modo, sigue más o menos igual, aunque ahora todos usemos teléfono móvil y entendamos los títulos en inglés de las películas.

     No pensaba ver Anacleto, la verdad, pero la crítica española, sospechosamente unánime, prietas las filas con el producto nacional, había proclamado un entusiasmo contagioso con la cuchipanda. Y te hacen dudar, estos mamones, porque a veces aciertan en el contubernio y te llevan por el buen camino de una película desconocida. Pero a veces, las más, te engañan como a un bobo, para que apoquines la entrada o el DVD y engroses la cuenta del director o el actor de turno, que suele ser un amiguete, o un compañero de copas. 

    Entre que sí y entre que no, finalmente me decidí, más que nada por descubrir a Berto Romero en un papel para el cine, porque Berto es un tipo que me hace reír mucho en la radio y en la tele, un comediante ocurrente y chisposo, un mitómano gafudo y cuarentón como yo que ha bebido en las mismas fuentes y en los mismos humores.

    Casi desisto del anaclético empeño a los diez minutos, cuando descubro al padre de los Alcántara descerrajando tiros en un desierto. Pero tengo que reconocer que luego me he reído como un tontorrón, en un buen puñado de ocurrencias. Las persecuciones y los tiros me aburren soberanamente, pero no algunos diálogos, algunos excesos verbales. Las coñas del viejo Vázquez... Anacleto es una película excesiva, desparramada, demasiado moderna para este anciano escribiente. Pero conserva algo del viejo tebeo: un espíritu, una chapuza, una españolidad disparatada. Y con eso me vale para entretener otra noche de invierno, en el sofá, con la mantica, con los mandos sobre el regazo. Esperando a Phil, la marmota, que ya nos dirá.








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