París visto por...

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París, para los parisinos, es como Palencia para los palentinos: la ciudad donde viven y nada más. La torre Eiffel no les impresiona porque la han visto desde pequeñajos y ya la dan por descontada en el paisaje. El turista en París acaba cogiendo una tortícolis porque todo es magnífico, o histórico, o le suena de alguna película. Cuando no es un palacio es un palacio de la hostia, o un parque divino, o un rincón espectacular. O una zagala inencontrable en otro lugar. Pero el parisino camina por sus calles pensando solo en lo suyo, que suele ser la lucha por la vida: el amor y el dinero, el deseo y la felicidad, aspiraciones universales que no distinguen entre el viajero y el oriundo. 

(En Palencia, en cambio, son los parisinos los que miran con curiosidad al Cristo del Otero mientras piensan que un huracán se ha traído en volandas al Cristo -¿pero no era más grande?- que perdió el mechero en Río de Janeiro).

En “París visto por...”, seis directores de la Nouvelle Vague aportaron su granito de arena para contar una historia que llevase lo parisino en su médula espinal. Una visión inexportable. Pero luego, ay, París casi no se ve, apenas un poco al principio, y un poco al final, lo justo para que entendamos que es una ciudad eterna que ha cambiado muy poco en casi sesenta años, más allá de los coches viejunos y de los rótulos de las tiendas.

Las historias de “París visto por...” podrían suceder en cualquier lugar del mundo que tuviera edificios altos, tráfico intenso y estaciones de ferrocarril. Son historias de urbanitas estresados e insatisfechos. Las podrían haber rodado en la misma Palencia, ya que me ha dado por ahí. En Palencia también hay desamor, socavones, burgueses cornamentados... Pero hay un cortometraje, “Gare du Nord”, el firmado por Jean Rouch, que lleva días rebotando por mi cabeza. ¿Qué harías si un día apareciera en tu vida el amor que siempre esperaste: exacto, calcado, como extraído de tus sueños? Y además en París, mientras paseabas distraído. ¿Tendrías el valor supremo de cambiar un sueño perfecto por una realidad la mar de sospechosa?





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Panorama para matar

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Le he puesto cinco estrellas, sí, pero la película es horrorosa. Mucho peor de lo que yo imaginaba. Hay películas que no se quedan viejas, sino ridículas, y por eso, si puedo evitarlo, no las rescato del santoral. “Panorama para matar” es cutre y pitopaúsica. Roger Moore seguía teniendo licencia para matar y para follar, pero ya contaba con 58 abriles bastante anquilosados. Un cincuentón de los de ahora, todo gimnasio y alimentos bajos en calorías, podría dar el pego de agente secreto; pero sir Roger, en aquellos tiempos preolímpicos, corre un poco como la gallina Caponata hasta que cambian de plano y ya es el especialista con peluca el que se desliza esquiando por el talud, o se pega de hostias con Grace Jones entre los hierros pudelados de la torre Eiffel. 

(De hecho, he visto la película porque quería recuperar esa escena en particular: llámenme tonto, o infantil, o incluso garrulo, pero les juro que fue lo primero que pensé cuando me vi ante la torre Eiffel el verano pasado: aquí rodaron aquella escena de “Panorama para matar”. Es muy lamentable y lo sé). 

Por supuesto, no es culpa de nadie que los efectos especiales pertenezcan a la era predigital, pero joder: se pasan todo el rato llamando a Silicon Valley “el Valle de la Silicona”, como si el malvado Zorin quisiera hacerse con el monopolio mundial de las tetas operadas y no de los microchips de alta tecnología. Corría el año 1985 y no era tan difícil -bastaba con abrir el diccionario Collins- traducir silicon por silicio, que es el oro abundantísimo que buscaban los nigromantes. 

¿Por qué, entonces, si “Panorama para matar” sólo merece una estrella -porque una es el premio mínimo por participar- le he calcado cinco como cinco luceros del alba? Pues mira: una porque sale Tanya Roberts en el esplendor máximo de su belleza; otra porque la canción de Durán Durán sigue molando cantidad y me la he puesto varias veces en el Spotify; otra porque “Panorama para matar” es un trozo de mi infancia, de mi padre trabajando en el cine Pasaje con su gorra y su librea; y la quinta, porque me apetecía redondear esta tontería con el esfuerzo último de mi subjetividad. 





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París je t'aime

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Las pequeñas historias que componen “Paris, je t’aime” transcurren en París como podían haber transcurrido en Viena o en Barcelona. No tienen nada de particular. Los personajes no necesitaban aparcar en Montmartre o pasear por las orillas del Sena para hacer lo que tienen que hacer o decir lo que tienen que decir. Ninguna “parisinidad” les impele. Ni siquiera se ven croissants en los desayunos, ni apenas brasseries. Las parisinas no van con gorrito y los parisinos no pintan sus acuarelas. París es un fondo muy bonito que decora las escenas pero nada más.

“París je t’aime” no es esa declaración de amor que se promete en el título como si la cantara Jane Birkin acompañada de Serge Gainsbourg. Ni siquiera es una película que trate de parejas que van a París a follar y salen más o menos fortalecidas de la experiencia. Apenas un par de historias abordan ese tema trascendental... Tan parisino.

El otro día, en “Herida”, una chica decía que las parejas solo van a París a hacer una cosa, y yo estuve a punto de gritarle que tenía más razón que una santa, pero que a veces las cosas se tuercen nada más llegar y no hay Ciudad del Amor capaz de enderezarlas. Y ahí está, la torre Eiffel, todo el puto día en el horizonte, como el símbolo fálico que se ríe de tu infortunio...

Para tomarte “París je t’aime” como un homenaje tienes que coger la metáfora un poco por los pelos: París como ciudad kilométrica y universal donde caben todo tipo de personajes: nativos, turistas, inmigrantes, vampiros de la noche... Mujeres tan francesas y tan chics como Natalie Portman, aunque ella naciera en Jerusalén -como aquel otro dios de los evangelios- y luego se criara en las Américas a base maíz y puré de patatas. 

Sólo hay dos historias que podríamos calificar de puramente parisinas, y que son, por tanto, las que más me llegan al corazón. Porque yo también estuve en esos dos escenarios y viví emociones muy parecidas: un amor que se esfumaba en el cementerio de Père-Lachaise como un fantasma entre las tumbas, y una reflexión  muy profunda sobre la inmensidad de lo turístico y la inanidad del turista accidental mientras me comía un bocadillo en los jardines de Luxemburgo. 





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La sombra alargada

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Cuando Irene Montero nos recordó que las mujeres tenían el derecho de regresar a casa solas y borrachas, sin que ningún peligro vital les amenazara, desde mi entorno conservador le lanzaron varios misiles tierra-tierra muy cargados de improperios. Yo, sin embargo, que no me distingo precisamente por mi simpatía hacia esa mujer, entendí lo que quería decir e incluso lo aplaudí. Todavía hay gente en el siglo XXI que critica a las mujeres que vuelven solas y achispadas de una fiesta, o de darse un paseo nocturno porque sí -o incluso de prostituirse por propia voluntad- y que dejan entrever que bueno, que si les pasa algo en el trayecto en cierto modo se lo estaban buscando. Hay que ser hijos de puta... E hijas de puta, que también las hay. 

Y stop. Hasta ahí llega mi concordancia política con esta señora tan histriónica y orgullosa. Jamás podré perdonarle que haya convertido a cualquier hombre en un sospechoso y a cualquier mujer en un ser angelical. Que haya conculcado el principio fundamental de igualdad ante la ley. “Yo sí te creo...” Hay que joderse. Con la de mentirosas desquiciadas que pululan por la vida. Tantas como cabronazos indeseables. 

El título de “La sombra alargada” tiene una doble intención metafórica: por un lado está la sombra del asesino, el destripador del Yorkshire, que como asesinaba a prostitutas y a otras paseantes proletarias de la noche no fue perseguido con la saña ni con el método que hubiera merecido un destripador de infantas, por poner un ejemplo, o de hijas de papá. Por otro lado, está la sombra metafórica del olvido, del anonimato de las víctimas ya anónimas de por sí, que fueron mezclando sus nombres y sus apellidos en el batiburrillo policial hasta quedar ya casi irreconocibles.

La sombra alargada también puede referirse a la hora de la siesta primaveral, cuando el sol empieza a declinar sobre el horizonte y el salón de mi casa empieza a refrescarse en la penumbra. Un ambiente muy poco propicio para mantener los ojos abiertos en según qué ratos -muchos, demasiados- de esta serie "old style" pero sujeta a las imposiciones largométricas del mercado. 




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El gran dictador

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Chaplin reconoce en su autobiografía que si hubiera conocido los campos de exterminio nunca hubiera hecho una parodia de Adolf Hitler como ésta que hizo, a medio camino entre la denuncia política y las comedias de Charlot. “El gran dictador” se estrenó en 1940, se empezó a rodar en 1939 y llevaba concebida al menos dos años antes, cuando los judíos que huían de Centroeuropa empezaron a contar quién era aquel personajillo que vociferaba en los noticiarios.

Hitler, en 1939, para la gente desinformada, “sólo” era un tipejo que anexionaba territorios europeos y les daba azotes en el culo a los judíos y a los comunistas. Para muchos era un héroe. Y no hablo solo de los nazis de Alemania: el mismo Chaplin se encontró con muchos problemas cuando propuso satirizar a Hitler en la figura de Astolfo Hinkel. Los empresarios de Estados Unidos adoraban a Hitler porque había metido en vereda a los sindicatos, y, para cargarles de argumentos, la fachosfera mediática de Randolph Hearst jaleaba los progresos económicos que se veían en Alemania. ¿Que la policía arreaba hostias a los judíos que estorbaban y a los comunistas que pedían mejoras laborales? Toma, claro: para eso están las fuerzas del orden. Siempre al servicio de la acumulación de capital, caiga quien caiga, cueste lo que cueste. El que todavía no lo haya entendido es que es más tonto que hecho de encargo. 

El mismo Charles Lindberg, el héroe de la aviación, era un nazi de tomo y lomo que intentó dar el salto a la política para convertirse en un líder ario de la nación, tan rubio y tan telegénico -bueno, cinegénico, dada la época. Pero Chaplin no se arredró ante las presiones, que fueron muchas y contumaces. El pequeñajo tenía dinero, influencia y un par de cojones bien puestos. Además, le tocaba mucho los ídems que Hitler -con el que apenas se llevaba cuatro días en la fecha de nacimiento-, le hubiera copiado un bigotillo que había nacido para hacer sonreír y no para subrayar una sonrisa de hiena. Así que se lanzó a la piscina antes que cualquier otro cineasta y el tiempo, desafortunadamente, terminó por darle la razón.





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Kid auto races at Venice

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La Venice del título no es la Venecia de Italia, sino la playa de Los Ángeles donde casi un siglo después paseó Hank Moody en “Californication”, bicheando a las patinadoras. 

A principios del siglo XX, en Venice, se celebraba una carrera de coches infantiles como esas que se ven en los magazines de La 1, cuando mandan al repórter Tribulete o la becaria Jamona a cubrir las fiestas patronales de Villaliebres del Conejo: chavales que tunean cualquier artefacto con cuatro ruedas y se lanzan cuesta abajo para tomar un par de curvas viviendo peligrosamente mientras aplauden los lugareños.

Para la Keystone Studios que dirigía Mack Sennett, los estudios de rodaje eran tan anchos como el propio mundo, así que a veces sus directores plantaban la cámara en plena  calle y soltaban a los actores para improvisar cualquier argumento que alcanzara los diez minutos de duración: una disputa, una persecución, cuatro caídas descacharrantes y hala, para casita, a positivar. El cine de los Keystone Studios no era precisamente una cosa intelectual para que analizara el “Cahiers du Cinéma“ de la época, pero daba pingües beneficios y servía como factoría de futuras estrellas de Hollywood.

En el primer cortometraje que rodó para Keystone Studios -el primero, también, de su carrera- Charles Chaplin interpretó a un falso millonario que trataba de ganarse la vida embaucando al personal. Para el segundo, que es éste que nos ocupa, Chaplin improvisó un vestuario compuesto de bombín, bastón, chaleco demasiado pequeño y bombacho demasiado holgado y se plantó en medio de la carrera infantil a tocar los cojones al persoanl, a molestar, a hacer de turista español, mientras el cameraman de la Keystone no paraba de darle a la manivela. Fue el nacimiento de Charlot. Un acontecimiento planetario, que hubiera dicho la bisabuela de Leire Pajín. Y además es verdad. Para mí, al menos, el nacimiento de Charlot fue más importante que el nacimiento de Jesucristo. Ahora mismo, mientras escribo este homenaje, corre el año 110 d. de Ch.




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Charles Chaplin: cortometrajes para la Keystone

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Están todos muertos: los hombres y las mujeres, los niños y los perros. Más de un siglo después ya sólo quedan algunos árboles en pie: esas mismas secuoyas que Charlot rodeaba a toda velocidad y trastabillándose, perseguido por los maderos o persiguiendo él mismo al malote desaprensivo. Nada más. O bueno, sí, las piedras, y los montes de California, y las casas señoriales. 

Veo los cortometrajes que Chaplin rodó en 1914 para la productora Keystone -su debut en el cine de la mano de Mack Sennett- y al mismo tiempo que me río, y que recobro mi niñez amorrado a la tele en blanco y negro, vuelvo a recordar que no existe la esperanza de eternidad para nadie. Todos los que trabajaron con Charlot en estas charlotadas ya son fantasmas atrapados en el celuloide: muertos que hacen el tontaina y cometen pequeñas gamberradas. Que se arriman a las damas y luego resbalan con pieles de plátano estratégicamente colocadas.

Del cuerpo de Charles Chaplin sólo quedan los rescoldos y los huesos. Incluso sus genes -que él legó al mundo con tanta generosidad- ya están diluyéndose en la sangre de sus descendientes. Así que su inmortalidad consistió, finalmente, en transustanciar su carne en celuloide, que era el material milagroso de su época. Otros se creyeron dioses por transustanciarse en un trozo de pan, ya ves tú. Cuando el celuloide empezó a degradarse, Chaplin redobló su milagro y se preservó en la cinta magnética, y luego, con el correr de los tiempos modernos, en los píxeles y en los bytes. Lo suyo tiene mucho más mérito que lo de Jesús.

Ahora mismo, en la posmodernidad, cuando ya casi nadie sabe lo que es un sombrero bombín, Chaplin viaja por el espacio a caballo de las ondas electromagnéticas. Se podría decir, con toda propiedad, que el espíritu de Charles Chaplin sigue vivo entre nosotros, flotando en el aire, y que de vez en cuando nos susurra la conveniencia de volver a ver sus payasadas de gilipollas, sus enamoramientos de inocentón, sus aventuras de perdedor incorregible.



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Chaplin

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Los cuatro gatos del callejón ya saben que me fascina la figura de Charles Chaplin. Y eso que el personaje no me cae especialmente bien. Leer su autobiografía es como contemplar una larga masturbación ante el espejo. Es el amor a uno mismo más famoso del siglo XX. En el libro apenas pueden leerse un par de dudas y un par de confesiones muy confesables. Un ego casi divino, a la altura del que se atribuían los césares de Roma. Salve, Charles, spectatores te salutan. 

Lo que pasa es que sir Charles era un puto genio, uno que todavía vive en nuestras lámparas maravillosas, y por eso le perdonamos todos sus pecados como curas en el confesionario: “Vete, hijo mío, y peca mucho más si eso te ayuda con tu trabajo”. Porque la soberbia, además como mucho, es un pecado capital, y la lujuria tres cuartos de lo mismo. Unos cachetes en el culo -muy sacerdotales- y ya quedas limpio de polvo y paja ante el Señor.

La película de Attenborough está basada directamente en aquella autobiografía, y tiene, por tanto, sus mismas virtudes y sus mismos defectos. Lo más interesante y detallado es lo del principio: la pobreza en Londres, la madre loca, la compañía de Karno, el salto a la fama... Robert Downey Jr. sin maquillar es Charles Chaplin redivivo. Pero a partir de ahí la película se queda sin tiempo para contar el intríngulis de las grandes películas. Apenas unas pinceladas y un desfile de pibones. Y un maquillaje de vejestorio que chirría como una antigualla de los tiempos pre-digitales.

El único defecto que aflora en la personalidad de Chaplin es el de no saber cuidar a sus mujeres. Haberlas dejado de lado cuando se metía en la harina de sus películas. “Follar está sobrevalorado. Cuando estoy preparando una película casi ni me acuerdo del asunto”. Algo así llega a decirle a ese personaje ficticio que le ayuda con sus memorias. Y aunque está feo, yo lo entiendo: hacer caso omiso de la parienta es un lujo que él podía permitirse. Si no es una, pues mira, la otra... A los demás, sin embargo, por poner un ejemplo, nos llega a caer en suerte Paulette Goddard y ya no hubiéramos conocido otra dedicación. Cuando se es muy rico, un décimo del Gordo no te aporta nada sustancial.



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