Atraco a las 3

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Hartos de contar billetes que otros roban a mano armada, deniegan a sus trabajadores o evaden al control del Ministerio de Hacienda -que viene a ser todo lo mismo-, los empleados del “Banco de los Previsores del Mañana” deciden atracar su propia oficina disfrazados de gángsters y llenarse los bolsillos con billetes verdes del color de la esperanza.

El cabecilla de la operación, Galíndez -“un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo”- es el único que anhela los millones para llevar una vida de ricachón y de enemigo de la clase obrera. Él ha nacido para ser rico y no puede renunciar a tener un Mercedes último modelo, vivir en el mejor casoplón de La Moraleja y veranear en las playas del Caribe al lado de una suecorra que no le ame por su belleza interior, sino lisa y llanamente por su dinero.

Los compañeros de Galíndez, en cambio, se suman al plan para tapar los agujeros por los que poco a poco se les van escurriendo los sueños. Los dos milloncejos que les van a tocar en el reparto no les van a cambiar la vida; ni ellos, además, quieren cambiarla. Son pobres hasta para soñar. Ellos solo quieren hacerse clase media y sobrellevar las penurias con más alegría y desahogo: cenar fuera los sábados por la noche, poner un televisor de 1962 en el salón y comprar un coche barato para viajar a la sierra los domingos, a respirar el aire puro y escuchar los partidos del fútbol al mismo tiempo que el trinar de los pájaros.

“Atraco a las 3” es una película cojonuda, un clásico de la casposidad, pero además ha recobrado una vigencia inesperada. Hay algo en las caras de los actores, algo de la necesidad que esas gentes pasaron en la posguerra, que está regresando a los rostros de los trabajadores, y sobre todo no-trabajadores, que ahora son mayoría por aquí. Aún no pasamos hambre, pero ya estamos empezando a comer mierda muy barata.  En un viaje de ida y vuelta que ha durado sesenta años, estamos otra vez como al principio, viendo pasar los billetes que otros desfalcan o directamente utilizan para limpiarse al culo. En esto se quedó la Transición, y la estúpida Monarquía, y los primeros de Mayo de banderas rojas y tricolores.





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Mad Men. Temporada 6

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1. Mientras Megan Draper -también conocida como La Cornuda II- se quema la piel en la inconsciencia cancerígena de los años 60, Don Draper, a su lado, tumbado a la bartola tras lograr un nuevo éxito profesional y echar un nuevo polvazo con la vecina, lee en la playa estos versos incisivos de Dante:

"En mitad del viaje de nuestra vida me descarrié del camino correcto, y al despertar me encontré solo en un bosque oscuro".

Don Draper, nuestro Hombre Ideal, el macho alfa al que todos querríamos parecernos, se detiene en los versos de Dante con cara de haber sido aludido. En realidad, cualquier espectador que no sea un imbécil integral tiene que sentirse aludido: “...me descarrié del camino correcto”. Y da igual que seas el macho alfa o la última mierda del Credo. Porque además, que yo sepa, ningún imbécil integral ha conseguido llegar hasta la sexta temporada de “Mad Men”. 

2. De unos recortes que tenía por ahí he rescatado estas explicaciones de Matthew Weiner sobre el espíritu de la serie:

“El tema es que la gente hará lo que sea para aliviar esa ansiedad que proviene del espacio que existe entre un individuo y el resto de la humanidad. La forma en la que nos perciben y cómo somos en realidad. Ese aislamiento es una de las características humanas contra las que luchamos, y la mayoría de nuestras emociones negativas provienen  de alguna perturbación a ese nivel".

Sobre “Mad Men” se ha hablado mucho de lo secundario: de la nostalgia de los años sesenta, de la disección del alma americana, de la guerra entre los sexos ambientada en la burguesía pre-pija de Manhattan. De las mujeres hermosísimas y de los fuckers trajeados. Pero al final, por debajo de todo eso, como una corriente subterránea que regaba las tramas y los amores, los ascensos profesionales y los descensos al infierno, estaba la maldita soledad. La compañía incesante de uno mismo. El ojo muy poco clínico de los semejantes.





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Vida y muertes de Christopher Lee

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Repasar la filmografía de Christopher Lee es como leer el genoma completo de una cebolla o de un “Homo sapiens”: la mayor parte es ADN basura y no codifica nada sustancial. 

La web de Filmaffinity eleva la cifra de sus películas -o lo que sean- a 228. Es inabarcable. Y casi todo, ya digo, es olvidable, o deleznable, o carne de cutreteca. El mismo Cristopher Lee se sentía avergonzado en las entrevistas y quizá por eso nunca dejó de buscar un papel estelar y un reconocimiento dentro del gremio. O quizá, simplemente, es que se aburría en casa, o que sufría un trastorno muy japonésico por trabajar. O que, como les sucede a algunos entrenadores de fútbol que tornan y retornan a los banquillos, acumulaba deudas con una periodicidad fatídica y preocupante. 

Y así, por pura insistencia, en la lista interminable de bases nitrogenadas puestas por el ayuntamiento (casi todo terror cutre y experimentos de fantasía bochornosa), a veces aparecía un codón que codificaba una proteína luminosa o un papel maravilloso. 

El sueño de Cristopher Lee siempre fue participar en una adaptación de “El señor de los anillos”, del que era devoto lector y casi un erudito universitario, y lo logró con ochenta años muy bien llevados en el macuto. Ahí es cuando mi hijo, por poner un ejemplo, conoció a Christopher Lee, que gracias a Saruman ya es un mito del cine transgeneracional. Mi hijo no tiene ni puta idea de quién es Cary Grant o John Wayne, pero del mago malvado te podría contar hasta los pelos de las cejas.

Pero antes de Saruman estuvo Drácula, y Sherlock Holmes, y el hombre de la pistola de oro, que no es una película porno sino una aventura de James Bond. Y después de Saruman, ya en la cresta de la ola, vino el conde Dooku, ahí es nada, para asaltar los cielos definitivos con una espada láser en la mano. Qué hijo de puta, el Christopher Lee, qué suerte después de todo, porque aparecer en la saga galáctica sí que te garantiza la inmortalidad y una hornacina en la catedral. De hecho, ése es justamente el sueño de mi vida: aparecer de extra o de actor terciario en el universo expandido de George Lucas, formando parte de esa familia tan galáctica como entrañable.  




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Werner Herzog: un soñador radical

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Viendo el documental me dieron ganas de repasar la filmografía completa de Werner Herzog: sus imágenes son tan bellas, tan sugerentes, tan impregnadas de bendita locura o de locura desatada... Me dieron ganas de repasar, al menos, los hitos cinematográficos que aquí se subrayan, por artísticos o por singulares, porque después acudí a las páginas de la cinefilia y entre películas, documentales y proyectos muy personales hay como cien obras de don Werner para elegir. Y no hay vida para tanto. O sí la hay, pero con muchas cabras para ordeñar.

Tras las abluciones me fui a la cama, soñé algo relacionado con “Fitzcarraldo” y a la mañana siguiente, mientras hacía el café, una vaharada de cafeína me sacó del sueño y del ensueño. Recordé, estupefacto ante mi propio olvido, que una vez, en la juventud, me dio por acercarme a las películas de Werner Herzog y salí escaldado de la tentativa, como si hubiera asomado la jeta al cráter de un volcán tan fascinante como calenturiento. Recordé que von Werner, en efecto, es un creador de imágenes sin igual, muchas de ellas imborrables y ya patrimonio cultural de nuestra memoria, pero que luego, las películas, tiran más bien a infumables, atrapadas todas en un exceso mental o perdidas en una deriva de mareos. No hay nada redondo en ellas porque puede que a Werner Herzog, en realidad, le importen tres pimientos las redondeces.

Aún así, me dio por buscar “Fitzcarraldo” en las alforjas de la mula, y “Aguirre, la cólera de Dios”, y también “Nosferatu”, que aunque no salga en el documental yo sí la recuerdo con mucho cariño gracias al escote níveo y ubérrimo de Isabelle Adjani. Las encontré y las puse a cocer, pero no sé, la verdad, cuando las voy a revisar. De repente me ha entrado una pereza infinita, un arrepentimiento muy tonto. Caerán, pero no sé cuándo. Existen las compras compulsivas y también las descargas compulsivas. Casi estoy por hacerle el homenaje a Werner Herzog repasando la primera temporada de “The Mandalorian”. Solo por eso, por interpretar a un personaje de la galaxia muy lejana, Herzog ya tiene ganado el cielo y el soporte de la Fuerza. 




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Taylor Swift: La voz de una generación

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Juro, ante cualquiera que quiera creerme, que hace tres meses yo no sabía quién era Taylor Swift. Una cantante, sí, de las modernas que llenan estadios, pero nada más. Si me hubieran dicho que era una estrella británica surgida del Got Talent me lo hubiera creído sin dudar. Hace muchos años que no pongo las televisiones generalistas. Es un apagón informativo como de monje en Katmandú. Sólo sintonizo La 1 cuando comienza una guerra de las importantes o se celebra algún acontecimiento deportivo. Para algunas cosas es como si viviera en la caverna de Platón: sólo veo sombras, siluetas, nombres sueltos sin cuerpo.

Cuando supe que Taylor Swift iba a llenar dos estadios Bernabéus consecutivos -y que por tanto nos iba a dejar una pasta gansa para pagar las facturas del estadio y emprender más fichajes de relumbrón- me pudo la curiosidad y la busqué en internet. Y casi me caigo para atrás... Taylor es la anglosajona ideal, el fenotipo soñado. Es el maíz, y el yogur desnatado, y la hamburguesa, y la Coca-Cola, y el pavo trinchado, y el puré de patatas servido con los guisantes, todo ello desmenuzado en aminoácidos esenciales y vuelto a reconstruir como en un milagro de la carne. No voy a hacer anatomía chacinera con Mrs. Taylor porque estoy perdidamente enamorado. Pero soy uno más en la cola, ay, y con escasas posibilidades. Taylor es la chica que siempre se acuesta con el quarterback del equipo universitario, y en eso, cachis la mar, la realidad se parecía dos huevos y medio a la ficción. 

Lo siguiente que hice -el segundo paso en nuestra platónica relación- fue buscar sus grijís en Spotify. Apenas me sonaba una canción: algo de los haters o no sé qué. Ya digo que vivo en la caverna de Platón. Un día, de paseo por el monte, me puse sus grijís en cadena y todos me sonaban igual. ¿Las letras?: incomprensibles. Como de ciencia-ficción. Es imposible que esta mujer llore por los hombres que la dejaron. ¿Qué puto majadero iba a dejar a una mujer como ésta? Porque además, según nos cuentan en el documental, Taylor es compositora, letrista, se lo guisa y se lo come. No es ningún producto artificial. Esa es mi niña.




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Bill Burr: Paper Tiger

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Hace años, cuando el señor Facebook todavía no había entrado en coma profundo, el amigo de una amiga me preguntó allí por la razón de que yo escribiera con tanto ahínco y obcecación, casi un post a diario. Antes de responderle me abrió su corazón y me confesó que él escribía para aportarle belleza al mundo y para hacer terapia del espíritu con sus palabras. El rollo habitual, vamos. El discurso canónico. El clásico autoengaño. Si al menos me hubiera dicho que escribía porque soñaba con la gloria y con los dineros... Porque yo eso lo entiendo.

Juro que iba a contarle una mentira que estuviese a la altura de su impostura –“escribo para entenderme mejor”, “para crear arte  con el pensamiento”, “para aportarle al mundo mi visión particular de las cosas”- pero decidí soltarle la cruda y la pura verdad: que yo sólo escribo para llamar la atención de las mujeres. Que al no ser guapo, ni rico, ni especialmente gracioso ni ocurrente, la escritura es mi último recurso para distinguirme un poco entre la multitud. Mi clavo ardiendo. Mi escritura -le expliqué- es el anzuelo que yo lanzo al río para que pique algún pez despistado. Le recalqué que si yo hubiera nacido con los ojos azules no habría escrito una puñetera palabra en mi vida. ¿Qué sentido tendría entonces este esfuerzo, esta desazón, esta comedura de tarro, si solo con entrar en el bareto las tías ya posarían en mí su mirada?

(El tipo, por supuesto, jamás me respondió. Al día siguiente me retiró su amistad y se disolvió para siempre en el mar de la literatura. Debió de pensar que yo le vacilaba. Ay, criatura mía...).

Cuento esto para explicar que he visto “Tiger Paper” y que no quiero meterme en demasiadas profundidades. Conocía a este cómico llamado Bill Burr por referencias impecables y me picaba mucho la curiosidad. Ahora ya me he rascado a gusto. Y joder, con el gachó... Y decíamos que Ricky Gervais se pasaba tres pueblos... Solo voy a decir que... no, mejor no digo nada. No quiero que los peces se asusten o me malinterpreten. Sólo una cosa: Bill Burr no ha votado a Irene Montero en las elecciones europeas de la semana pasada. Además no podría, porque él es norteamericano.





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Altsasu

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Me jode, y mucho, tener que simpatizar con los Indar Gorri mientras veo la serie “Altsasu”. Porque los Indar Gorri son esos desalmados que le tiraban botellas a Michel cuando lanzaba los corners en el viejo campo del Sadar. Ahora el Sadar se llama Reino de Navarra y los Indar Gorri, la verdad, se han vuelto un poco más civilizados. Se limitan a exhibir sus pancartas, sus ikurriñas, a cagarse en el Real Madrid y a cantar el “así, así...” y otros himnos que ellos creen muy antifascistas. Pues bueno: mientras la fuerza se les vaya por la boca vamos todos de puta madre. En los tiempos modernos, con la multicámara en los estadios y la abolición de la impunidad, ya ni al bestiajo más abertxale se le ocurre lanzar un mechero para romper la crisma de un stormtrooper vestido de blanco y reclutado en algún planeta lejano de la galaxia.

Pero mientras veo "Altsasu" no me queda otra. Puesto a elegir una de las dos versiones que aquí se confrontan*, yo me quedo con lo que cuentan los Indar Gorri ante el tribunal: que se toparon con los menetéricos -que iban fuera de servicio- en un bar nocturno, que empezaron a lanzarse las puyas consabidas y que alguien, con el acaloramiento, soltó un empujón para romper la barrera del sonido y dar lugar a una pelea trifulca que terminó con un tobillo roto de la autoridad. ¿Un acto terrorista? Vamos, anda... Yo entiendo que en ese momento, siendo un menetérico destinado en Nafarroa, se te pase de todo por la cabeza. ¿Pero un acto terrorista...? Corrían los tiempos de M. Rajoy en el gobierno y había que seguir dándole leña al mono. Los votantes así lo demandaban. Hoy en día, con el Perro en el gobierno, este abuso legal de los fiscales filofascistas seguramente no hubiera llegado a tanto. O sí...

* Confrontar, lo que se dice confrontar, tampoco... Los responsables de “Altasu” tienen muy clara cuál es su verdad y apuestan hasta la camisa por ella. Editorializan con la banda sonora y con los jetos de los actores, entrañables los euskaldunes y medio nazis los meseteños. Tampoco se me escapa que al final tuvo que haber una mala bestia que le partiera el tobillo al guardia civil. Fuenteovejuna, y tal, aunque sea literatura del invasor.




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Un día de juerga

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Mientras Chaplin rodaba “El chico” y se enredaba con sus perfeccionismos obsesivo-compulsivos, los jefazos de la “First National”, que era la compañía que distribuía sus películas, se impacientaban porque no tenían más mercancía que llevar a las pantallas. Chaplin era un negocio redondo y todo el mundo quería comprarse su chalet con piscina en Beverly Hills o en barrios aledaños. 

(Todo esto, por supuesto, acabo de leerlo en internet).

Chaplin, para cumplir los contratos firmados, rodó este cortometraje que apenas dura 20 minutos y que despachó en apenas una semana usando el mismo elenco de “El chico”: Edna Purviance para interpretar a la esposa y Jackie Coogan para hacer de uno de los chiquillos. Porque “Día de juerga” es un título equívoco que remite a un Charlot borracho o a un Charlot empalmado, la típica comedia del vagabundo rijoso que siembra el caos por California, cuando en realidad se trata de una historieta en la que no aparece ni el personaje Charlot. “Día de juerga” es puro mainstream familiar que podría estrenar perfectamente el Disney Channel si allí le dieran una oportunidad al blanco y negro y a sus mil grises intermedios.

Mientras veía a la familia Chaplin pasar su día de fiesta entre atascos de tráfico y mareos en el mar, yo pensaba en esas mujeres que tienen más o menos mi edad y que también buscan el amor en las redes sociales de Cupido y Asociados. Divorciadas que tuvieron sus críos cuando cumplieron 40 años, o incluso después, y que ahora, ya superados los 50, todavía los sacan a los parques y les aguantan las jatas y los caprichos de preadolescentes. Me admiran, pero al mismo tiempo las veo algo superadas. Me fatigo ante el espectáculo. Ya estoy más para abuelo que para padre. Mis “días de juerga” familiares quedan tan lejos que ya pertenecen a otra vida. Mi hijo es un adulto que ve conmigo los partidos del Madrid y analiza las circunstancias del juego como los comentaristas de la tele. Ya son, desde luego, unas juergas muy distintas a las de este cortometraje.





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