La música de John Williams

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John Williams ha ido componiendo durante 52 años la banda sonora de mi vida. Ya no hará falta componer otras músicas cuando rueden una película basada en mis peripecias provinciales. Bastará con ir intercalando las piezas del maestro para dar a entender mis edades y mis estados de ánimo. A cada etapa de mi viaje le corresponderá una música inolvidable del maestro: una que resalte el amor o el desamor, el remanso de paz o el ajetreo en la alegría. Lo sorprendente o lo previsible. Las epopeyas o los ridículos espantosos.

John Williams siempre ha estado ahí, en mis pantallas, poniéndole música a los extraterrestres y a Darth Vader, a Supermán y a los dinosaurios, a los tiburones y a los magos, y a los muggles. A los judíos asesinados en el Holocausto y al indómito Indiana Jones que luchaba contra sus verdugos.

Yo siempre cuento que nací dos veces: una en el hospital de León y otra en el cine Pasaje, en las navidades de 1977. Yo tenía entonces cinco años y es mi primer recuerdo fosilizado. El que sé que no es inducido por los demás o recompuesto por mi memoria. Recuerdo a los mil espectadores que se iban sentando en las butacas y que de pronto se vieron sorprendidos por la penumbra galáctica; recuerdo el sottovoce de los últimos chismorreos, y en la pantalla, sobre el espacio infinito, unas letras amarillas que decían “Star Wars” en un inglés todavía venusiano; y de pronto, como surgida de una nave espacial, la fanfarria que anunciaba que estábamos a punto a ver muchas aventuras y romances con princesas.

Aquella fanfarria también anunciaba -pero eso sólo lo supe yo - que allí mismo, en una butaca gratuita, porque mi padre trabajaba en la empresa y teníamos ese chollo, había un niño que nacía para el cine y al mismo tiempo para la segunda parte de su vida, ya la consciente, la autodocumentada, pero también la más alejada del propio vivir, convencida de que hay más verdad y más belleza en las películas que en la vida misma. Porque en el cine transcurren los sueños y las fantasías, las vidas más plenas y divertidas de los demás, y suele haber una música maravillosa que las acompaña.  





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Simple Minds: cuando todo es posible

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De niño ya me gustaban los “Simple Minds”. De hecho, fue una especie de milagro precognitivo y musical, porque me gustaban incluso antes de saber que existían y que provenían de la clase más guerrillera del puerto de Glasgow. 

Cuando mi padre volvía del trabajo encendía el transistor de la cocina para cenar y justo entonces sonaba la sintonía de “Supergarcía en la hora cero”, aquel programa donde el Butano impartía justicia divina como un profeta salido del Antiguo Testamento. Mi padre se cagaba en él a todas horas pero nunca dejaba de escucharle. A mí me pasó lo mismo cuando entré en la adolescencia y luego tuve que iniciar un tratamiento para desintoxicarme.

Tardé muchos años en saber que aquella sintonía era el “Love song” de “Simple Minds”: una música tecno-pop y pegadiza que todavía hoy, cuarenta años después, aunque jamás suene en las radio-fórmulas de la nostalgia, puedo tararear sin temor a equivocarme.

Años más tarde, cuando por fin supe que los “Simple Minds” habían formado parte de la banda sonora de mi infancia junto a las canciones de Miliki y “La vuelta al mundo de Willy Fog” de Mocedades, ya me gustaban otras canciones del grupo. “Waterfront” o “Alive & kicking”, por ejemplo, eran dos maravillas de las que yo no entendía ni papa de la letra pero que me erizaban el vello musical cuando sonaban en “Los 40 principales” a  lo largo de la semana y luego en el “American top 40” que daban los sábados por la tarde para que fuéramos anticipando los éxitos trasatlánticos que estaban por llegar.

Mis compañeros de los Maristas confundían todo el rato a los “Simple Minds” con los “Simply Red” y a mí aquello me parecía un pecado mortal que habría que confesar al padre Ángel cuando nos llevaban a la capilla como a presos de conciencia. Los más fachas me decían que yo era tan "simply" y tan "red" que no tenía escapatoria musical. Que estaba condenado de natura a mis gustos sin refinamiento. Eran unos hijos de puta -y seguramente lo seguirán siendo- pero al menos tenían cierta gracia cuando malmetían.





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Friedkin sin censuras

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Desde que llegó la fibra óptica a La Pedanía -hará cosa de un año- tengo acceso a un montón de documentales cinéfilos que antes, pagando el mismo dineral pero castigado por la tecnología achelense de la parabólica, no podía disfrutar. 

Es por eso que ahora, cuando me pongo a comer y no tengo deportes en Movistar + que echarme al coleto, me entretengo buceando en la filmografía de mis estrellas predilectas. Haría cualquier cosa con tal de no poner los telediarios compinchandos con el gran capital. Incluso el telediario de La 1 -redactado al parecer desde Caracas- abjura del socialismo como remedio para los males que nos aquejan: los alquileres, y el precio de la luz, y la fuga de capitales, y el aceite de oliva tan caro como el oro. 

Estos días, mientras nutría mi cuerpo, alimentaba mi espíritu con “Friedkin sin censuras”, un documental estrenado hace ya 6 años en el resto del mundo. Es decir: cuando yo aún vivía en el Paleolítico Superior.  Por entonces don William aún estaba vivo y se paseaba por los festivales europeos para recibir los últimos homenajes. 

Yo pensaba que después de haber rodado “The Devil and Father Amorth” -aquel documental sobre el exorcista del Vaticano que imitaba al padre Merrin- William Friedkin se había vuelto majareta perdido y había entrado en un período nebuloso de la razón, todo ángeles y demonios que le visitaban. Pero no. Estaba equivocado. O don William lo disimula de puta madre... Friedkin, a sus 83 años de entonces, responde con suma lucidez a las preguntas que le formulan. Y no sólo eso: destila mala leche cuando toca, y humor socarrón, y todavía tiene vigor para soltar un par de bofetones dialécticos -y muy bien traídos- a la peña de Hollywood que no le caía demasiado bien. 

Mejor así, porque los chalados, al final, siempre cometen un pecado mortal que les cierra las puertas del Cielo. Yahvé es, en eso, un dios implacable. Y William Friedkin se tenía bien ganado el cielo desde que rodó “French Connection” y “El exorcista”. Dos clásicos instantáneos. Dos películas que nunca pasarán de moda y que merecen un altar preferente en la iglesia de nuestras videotecas.




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La diplomática. Temporada 2

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En un salto dramático digno de Ramón Tamames, Keri Russell ha pasado de ser comunista en “The Americans” a detentar el cargo de embajadora de Estados Unidos en el Reino Unido. Su papel de diplomática al servicio del Imperio no es sólo un reto actoral, sino también atlético, al borde del deporte extremo, porque Keri se pasa la serie peregrinando de salón en salón y de reunión en reunión, cambiándose mil veces de peinado y de indumentaria -me chifla cuando va tan desastrada como yo- para acudir a la cena de gala o a consultar cosas alegales con los chicos de la CIA. 

Keri va siempre a pijo sacao, o a coño sacao, siempre desbordada en el último momento por un cliffhanger que anuncia el regreso vengativo del comunismo.

Max, mi antropoide interior, bebe los vientos por Keri Russell. Nos ha jodido... Ella es la mujer ideal que él desearía para mí. Max, por supuesto, es el Ello freudiano al que le cuesta aceptar la realidad. El niño antojadizo. El rijoso caprichoso. Yo trato de explicarle que mujeres como Keri, en las redes del amor, sólo las encuentras a 200 kilómetros de distancia y a varios pársecs de indiferencia. Pero Max, por su propia naturaleza psíquica, anclada en el antropoide más bien mastuerzo y soñador, se tapa sus orejotas y saca su lengua sonrosada para emitir un sonido gutural que me silencia y me desespera. 

Como yo -valga la redundancia- ejerzo de Yo freudiano en esta relación, tengo que explicarle que ahora está muy mal visto decir que tal actriz es muy guapa o que sale muy favorecida en las ficciones. Que eso, lejos de halagarla, la ofende y la cosifica. Pero como no me hace ni puto caso, tengo que asumir la responsabilidad de escribir que Keri Russell es una actriz soberbia que clava ese personaje que lo mismo riñe a su marido metomentodo que aguanta la bronca de C. J. Cregg, ahora ascendida a vicepresidenta del Gobierno. 

(En un momento de máxima tensión geoestratégica, el Primer Ministro de Gran Bretaña llamó a nuestra Keri “maldita esmirriada” y Max y yo saltamos al unísono del sofá muy ofendidos e  indignados. Él como paladín de su belleza y yo como don Quijote de su virtud).





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El último golpe

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Siempre he admirado a los hombres que saben hacer de todo. Los manitas de toda la vida. Si yo fuera una mujer heterosexual y torpe les preferiría por encima de cualquier otro. Para qué quieres la poesía, el bíceps, el sentido del humor... el dinero incluso, cuando necesitas la resolución ipsofáctica de un desarreglo cotidiano. Ni los retretes se desatascan con versos ni las hormigas se repelen a puñetazos. El sentido del humor no puede hacer nada cuando se inunda la cocina o aparece una gotera en el tejado. Amenizar la llegada del fontanero y poco más. El ideal sería casarse con un fontanero que bordase los chistes y clavase las imitaciones. 

Quizá admiro tanto a los manitas porque vivo -o malvivo- en el extremo opuesto de la campana de Gauss, incapaz de solucionar cualquier problema relacionado con la ingeniería. Woody Allen contaba que nunca supo cambiar la cinta de su máquina de escribir -yo apenas estoy dos percentiles por encima de su inutilidad-, y siempre tenía que recurrir a los amigos que pasaban por el apartamento, invitándoles a cenar a cambio del favor. 

Yo milito en ese mismo ejército de inútiles integrales, de hombres sin manos, de enredados neuronales, de pichas que se hacen un lío de continuo. El otro día se atascó el fregadero de mi cocina -estableciendo un círculo vicioso con el bombo de la lavadora- y así sigo, irresoluto, contemplativo, esperando que mi casero resuelva con la compañía de seguros mientras yo friego los cacharros en la ducha y acumulo ropa sucia en el cesto maloliente. Elegí un mal día para apuntarme a lo de Tinder...

En “El último golpe”, Gene Hackman interpreta a un hombre capacitado para sobrevivir a una explosión nuclear. David Mamet nunca rodó una secuela, pero me imagino a don Gene sobreviviendo en el universo de Mad Max como rey de alguna tribu majadera sólo porque es capaz de hacer de todo: fundir metales, barnizar maderas, pilotar barcos, armar explosivos, hacer torniquetes, butronear cajas fuertes... Es un decatleta de la mañosidad. La imbécil de su novia no sabe lo que se pierde al traicionarle. Hay mujeres muy desnortadas por ahí. 




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La trama

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Se puede ser inteligente y un completo gilipollas al mismo tiempo. No tiene nada que ver. Hay un superventas de la divulgación científica que se titula "Por qué las personas inteligentes pueden ser tan estúpidas". No es broma.

También es verdad que depende mucho de la definición de inteligencia que tomemos. Joe Ross, por ejemplo, en “La trama”, parece un hombre brillante porque acaba de desarrollar un invento prodigioso que le hará multimillonario. No sabemos de qué se trata porque David Mamet, en esto, aplica estrictamente la norma del macguffin establecida por don Alfredo. Podría ser el coche que funciona con agua, el mando a distancia que nunca se extravía o la espada láser de los Jedis que llevamos esperando toda la vida... Da igual. La trama de “La trama” no se resiente por ello.

Forrado con su patente, suponemos que Joe se comprará un cochazo deportivo, se tirará dos meses en las playas de Miami y allí conocerá a una bella señorita que se pirrará por su alma de poeta y por su sentido del humor. Joe Ross parece la definición misma de la inteligencia: un tipo que sabe hacer ecuaciones, que llena cuadernos enteros con signos algebraicos, y que gracias a esos cálculos niquelados triunfa en la vida y conquista a los pibonazos. Pero Joe Ross, ay, tiene cara de pardillo, y según san Andrés, quien tiene cara de idiota lo es. Está claro que lo suyo no puede llegar a buen puerto. Yo mismo, ay, podría impartir clases doctorales sobre el asunto. 

Joe Ross, vamos a decirlo ya, no es inteligente. Sabe hacer cálculos complejos pero nada más. Tambén los podría hacer un autista de alta capacidad que luego no sabe interpretar una sonrisa. La inteligencia es otra cosa: es una sabiduría más sutil y más práctica, Más instintiva. A Joe Ross le engaña todo dios a lo largo de la película y no se entera de nada. Siempre va diez pasos por detrás. Despojado de sus ecuaciones, es el tonto soñado por cualquier estafador. Basta una mujer guapa para desactivarle el cortafuegos. A mí también me pasó una vez y por eso entiendo y compadezco a Joe Ross. Como si le hubiera parido, vamos.  





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State and Main

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Mis sueños nocturnos: 


Me pierdo por las calles de París y no encuentro la torre Eiffel aunque la veo todo el rato sobre los tejados.


Me pierdo por las calles de Oviedo y termino dando vueltas como un tonto al entorno de la Catedral. Hay muchos bares, y gente, y callejuelas sin sentido.


Estoy perdido en algún pueblo del sur y de pronto encuentro una estación de autobuses para comprar un billete y regresar a León, pero las taquillas no están abiertas, o no hay autobuses ese día, o me hago un lío con las máquinas expendedoras... Finalmente subo al autobús y resulta que va en sentido contrario, más al sur todavía, y el conductor no escucha mis ruegos de detenerse.


Me encuentro con X por la calle y me muero de celos porque su maromo luce esa cara inconfundible de los hombres satisfechos sexualmente y yo no acabo de entender cómo él es capaz de soportar su locura, su insania, su maldad de alimaña.


Camino por las calles de León a gatas, haciendo el ridículo, porque las dos piernas no son capaces de sostenerme. Llego tarde al colegio o al trabajo. 


Bajo las escaleras de mi infancia sin tocar los peldaños, flotando sobre ellos, en un alarde angelical que deja flipados a los vecinos.


Mis sueños diurnos:


Estoy leyendo en la terraza de una cafetería. Una mujer de mirada chispeante y cuerpo sostenible según los cánones de la agenda 2030 se sienta a mi lado y me interroga sobre la lectura como primer paso de su estrategia.


Recibo el mensaje de un editor de Anagrama que ha leído estos escritos a escondidas y me ofrece una oportunidad para alcanzar la gloria de los canapés y los hoteles pagados. 


Una coproducción internacional -que es a lo que viene lo de "State and Main- llega a La Pedanía para rodar unas escenas: algo relacionado con las boinas y el cultivo ancestral de los viñedos. Natalie Portman, que es la estrella principal de la película, se fija en mí y sólo en mí entre el gentío que atiende curioso. Justo antes de que baje la claqueta me hace un gesto inequívoco con las manos: “No te vayas. Espera a que termine de rodar...".




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El caso Winslow

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Jamás podría enamorarme de una pepera, y menos de una votante falangista. ¿Qué comunión espiritual íbamos a compartir después de una cana al aire arrebatada y contracultural? 

Por poner un ejemplo: la concejala de VOX en este ayuntamiento es una mujer muy mujer, de bandera española, como casi todas las concejalas de VOX repartidas por la geografía. Si un día nos juntase la casualidad, el conjuro, la tontería... ¿de  qué íbamos a hablar mientras vemos los telediarios poscoitales y reprimimos el exabrupto para no romper el hechizo de una pompa de jabón?

Mi amigo de La Pedanía dice que no: que soy un rijoso lamentable que vendería sus principios por una sonrisa de gata y dos halagos en el orgullo, y que si me tentara una macizorra de pulserita rojigualda yo traicionaría mis votos de castidad ideológica para lanzarme a un romanticismo que acabaría como todos las demás: con whatsapps llenos de reproches a las tantas de la madrugada.

Ambientada en la época de Sherlock Holmes, “El caso Winslow” cuenta la historia de una sufragista británica que se enamora de un parlamentario conservador que se ríe del feminismo y que preferiría que las mujeres no acudieran a votar. Pero es tan guapo, ay, el hijo de puta.. Posee nueve de los diez atributos que vuelven locas a las mujeres. Sobre todo ese mentón cuadrado y esa seguridad pasmosa que le vuelve magnético e invulnerable. Qué son los ideales -se pregunta nuestra sufragista derretida- sino pura palabrería, dust in the wind, comparados con la rotundidad de un torso poderoso y de una sonrisa Profidén que es la antesala carnal de los orgasmos. Catherine Winslow no lo expresa así, pero lo dice todo con la mirada. Y sufre por dentro como no está en los escritos. Ella ha sido atrapada por la funesta contradicción...

(Para que estos dos antagonistas llegaran a conocerse fue necesario que el caso Winslow copara las portadas de los periódicos británicos. Nunca un delito tan nimio -el robo de apenas 5 chelines- causó tanto revuelo en la agenda del Parlamento. Imagínate si el chaval de los Winslow hubiera robado 5 millones de libras como suele hacer el partido de esas mujeres que yo rehúyo y que -por fortuna- también rehúyen de mí).





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