Dos tontos muy tontos

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Los dos tontos de la versión original no parecen tan tontos como en la versión doblada al castellano. Aquí, no sé por qué, les han redoblado una tontuna que ya demostraban de sobra por las pintas y por el comportamiento inadaptado. Es un recurso gracioso, sí, pero fallido, que además no se corresponde con la intención inicial de los hermanos Farrelly, que más bien se reían -o se reían “con”- de un par de gilipollas estrafalarios.

La misma palabra “tonto” ya ha quedado proscrita y arrumbada. Si alguien, ya adentrados en el siglo XXI, se atreviera a rodar un remake de “Dos tontos muy tontos” tendría, para empezar, que titularlo “Dos personas con capacidades diferentes en entornos poco inclusivos muy personas con capacidades diferentes en entornos poco inclusivos”. Puro veneno para la taquilla... 

Además, a Jim Carrey y a Jeff Daniels habría que ponerles a jugar al baloncesto, y proponerles un objetivo de superación personal que no fuera dilapidar billetes de cien ni cepillarse a las pelirrojas del lugar. Y obligarles, en la aventura, en la road movie por las Américas o por las Españas, a ser buenas personas que nunca hacen gamberradas ni tienen pensamientos que mancillen el Sexto Mandamiento. Así los quería el Señor y así los quiere ahora la sociedad evolucionada: ángeles del alma inmaculada siempre risueños y predispuestos. Un melodrama de Netflix conservador y afeitado, pero ya nunca jamás una cafrada divertidísima rodada por los hermanos Farrelly.

Por lo demás, “Dos tontos muy tontos” nos deja el recordatorio de que todos los hombres, tontos o listos, nos convertimos en imbéciles cuando se trata de obtener el favor de una mujer. La berrea nos iguala a todos. Nos vuelve ridículos y exagerados; exhibicionistas y ruidosos. Mentirosos compulsivos, también, que era otra película de Jim Carrey.




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Algo pasa con Mary

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Los hombres guapos no necesitan hacer el ridículo para conquistar a las mujeres. No corren el peligro de tartamudear como bobos o de pegarse un barrigazo saltando desde el trampolín. Les basta con hacer acto de presencia y sonreír con esa confianza que dan los éxitos anteriores. En eso gozan del mismo privilegio que ellas, las mujeres hermosas, que sólo tienen que exponerse para que los hombres se vuelvan turulatos y las tiñosas se mueran de la envidia. 

Fuera de esa casta privilegiada hay que buscarse las habichuelas corriendo serio peligro de caer en la estupidez. Cuando una mujer como Mary -qué digo, remotamente parecida a Mary- nos roba el corazón y nos perturba el pensamiento, nuestros cuerpos alejados del canon, y nuestros jetos alejados de Hollywood, nos obligan a tirar de la poesía y del sentido del humor. Del rollo intelectual... De la escritura en Instagram. De todo eso que llaman la “belleza interior”. La sapiosexualidad y el deslumbramiento del espíritu. Todas esas gilipolleces...

Hay hombres, sin embargo, que para no sufrir estas humillaciones están dispuestos a comprar cualquier filosofía que considere la belleza física como un valor superficial. Son como aquel zorro de la fábula que despreciaba las uvas que no podía alcanzar. Pero así es como se sienten especiales y únicos, superiores incluso a los guapos, y nunca les alcanza el desaliento ni la depresión. Cada uno se salva como puede.

Las mujeres como Mary gozan de la ventaja evolutiva de poder elegir compañero de apareamiento. O compañera. Les basta con mover el pulgar hacia arriba o hacia abajo. Pero por otro lado -porque no hay especie que no tenga su rémora o su parásito- tienen que armarse de paciencia para rechazar a esos mentecatos que se creen dignos de su atención y de su desnudo. En “Algo pasa con Mary” estos tipos no dejan de ser unos merluzos entrañables. Pero apenas les separa un exceso para ser unos perturbados peligrosos. Los cavernícolas nos reímos mucho con la película pero somos conscientes de este equilibrio tan delicado. 




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Green Book

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Los orientales dicen que el camino más largo siempre empieza con un primer paso. La amistad, por ejemplo, es un largo recorrido que suele comenzar con una charla trivial sobre el fútbol del domingo o sobre el último estreno en las plataformas. También sirve una conversación sobre la música de Little Richard o sobre el pollo frito al estilo Kentucky, dos temas tan bobos como cualquiera que en “Greenbook” sirven para romper los prejuicios raciales entre Tony Lip y el Dr. Shirley. 

El amor eterno, sin embargo, ya viene prefabricado. Se compra al contado y no en cómodos plazos. El amor es un instinto animal que está visto para sentencia mucho antes de que los amantes pronuncien la primera palabra, a no ser que uno de ellos, deshecho el misterio de su voz, se declare terraplanista o negacionista del Holocausto, o diga que la Quironesa es una heroína de la libertad perseguida por los rojos. Hay cosas, digan lo que digan, destrempan a cualquiera. 

La cháchara, en el amor verdadero, sólo es rito antropológico y costumbre cultural. Los amores se construyen con la mirada y con las tripas, y nada más. El lenguaje sólo es necesario para concertar la próxima cita o pedir pan en el restaurante. En el amor ideal, el lenguaje seria un elemento prescindible e incluso dañino. Mal vamos si tenemos que tirar de la poesía o de la oratoria. A donde no llega el puro deseo o el entendimiento sin palabras, el lenguaje sólo puede aportar enredo y confusión.

Es por eso que las películas sobre la amistad, como “Green Book”, necesitan ser habladas para ser entendidas. Porque en lo que se dice, y en cómo se dice, está la madre del cordero. Las películas románticas, en cambio, podrían haberse quedado en el cine mudo y las entenderíamos de igual modo, y a veces, incluso, mejor.






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Life's too short

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La vida es demasiado corta. Nos faltan años y nos sobran expectativas Y aún podría ser más corta si además nos faltaran centímetros de estatura, que es lo que le pasa, por ejemplo, a Warwick Davis, el acondroplásico más famoso de las pantallas hasta que Peter Dinklage encarnó al hijo decente de los Lannister en “Juego de Tronos”.

En la vida real, Warwick Davis es un tipo felizmente casado que nunca ha dejado de trabajar en las grandes producciones. Empezó de chaval, en “El retorno del Jedi”, embutido en aquel felpudo con patas llamado Wicket que hizo las delicias de los niños más tontos de mi clase. Desde la distancia, Warwick parece instalado en el lado luminoso de la vida, famoso y bien pagado, y quizá por eso, en “Life's too short”, seducido por las artes irónicas de Ricky Gervais y Stephen Merchant, ese pequeño gran hombre se presta al juego de mostrar el lado oscuro de la Fuerza, interpretando a un artista infiel y arruinado, mezquino y arrogante. El otro Warwick, que se parece mucho al otro Nosotros.

En "Life's too short", el alter ego de Warwick Davis ya no recibe llamadas de teléfono. El mundo se ha olvidado de que él también trabajó en la saga de Harry Potter. Mientras tanto, para hacer un poco de dinero, Warwick regenta una agencia de colocación para actores enanos (con perdón) que lo mismo hacen de duendes en películas de pacotilla que se alquilan como balas humanas para fiestas de borrachos. Es el show business de la Tercera División.

Como sucede con todas las ocurrencias paridas por Ricky Gervais y Stephen Merchant, “Life's too short” resulta ser una comedia muy poco generosa con el género humano. Los personajes ficticios son deleznables, o tontos, o directamente gilipollas, y los personajes reales se ríen de sí mismos mostrando una caricatura muy poco mediática de sus bajos instintos. “Life’s too short” es un juego entre amiguetes, y una fiesta de la risa.



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La juventud

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Mis chistes de pre-viejo, de pre-jubilado del amor y del trabajo, tienen, por supuesto, mucho de exageración, de afán de comediante de stand-up. Pero también poseen una almendra de verdad. A mi edad, que aún no es provecta del todo, todavía estoy medio sano y medio lúcido. Me informo de lo que pasa a mi alrededor y aún no voy derrengado por las aceras, más pendiente de las obras municipales que de las otras bellezas que depara la naturaleza. 

Pero hace tiempo, desde luego, que coroné el puerto de la plenitud, y ahora mismo, con más o menos garbo, voy sorteando las curvas del descenso. Allí, en la cima de la montaña -que en mi caso nunca pasó de ser una tachuela de tercera categoría- tuve un hijo que no se parece a mí, escribí un par de libros que nadie leyó y planté varios pinos descomunales y fibrosos, muy bonitos algunos. Ahora que ya no fabrico nada de utilidad -salvo estas líneas tontas de cada día- me dejo llevar por la pendiente hasta que un día pise una enfermedad o se me cruce un infortunio y me pegue una gran hostia en la revuelta.

Paolo Sorrentino sólo tiene dos años más que yo -aunque cien vidas más en experiencias- y gracias a esa proximidad generacional he ido encontrando en sus películas motivos para reflexionar sobre la edad y el paso del tiempo. Todas sus películas, además, mejores o peores, poseen una belleza hipnótica,ocurrencias muy personales en las que yo extrañamente me reconozco sin comprenderlas del todo, como quien vive un sueño propio rodado por otro fulano.

En “La juventud”, por ejemplo, los personajes son  ancianos de verdad, no poéticos ni fingidos, pero encuentro en ellos una rara afinidad que empieza a preocuparme. 

Este par de amigos que conviven en el balneario de “La juventud” son unos septuagenarios a lo que ya les puede el cinismo y la melancolía, la pasión inútil por las cosas perdidas e irrecuperables. Yo vivo a  dos décadas de distancia y siento, sin embargo, que estos desgarros del ánimo empiezan a serme familiares. Como si la vida se hubiera terminado de sopetón y sólo quedara el paso de los días, y la simple curiosidad por los acontecimientos. 




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Muy lejos

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Mi problema para irme lejos, muy lejos, a ganarme la vida donde no alcancen los sirocos africanos, siempre ha sido mi escasa competencia curricular. Porque no sé escribir, ni dibujar, ni diseñar edificios con un ordenador. El teletrabajo sería mi única salvación en el extranjero y yo no tengo nada que ofrecerle al teletrabajo.

No me he ido de aquí porque carezco de talentos, no porque ame a mi patria o me sienta identificado con mis vecinos. La cigüeña que me trajo iba camino de Utrecht, o de Estocolmo, y me dejó caer en León porque un señorito la estaba acosando con su escopeta. Yo iba para sueco, sí, o al menos para holandés, y me quedé en africano del norte, o en europeo del sur, que es un natalicio muy digno pero no va acorde con mi personalidad. Existen los hombres que se sienten mujeres, las mujeres que se sienten hombres y los españoles que se sienten nórdicos, de Francia para arriba. La ley debería reconocernos también. De aquel destino truncado sólo me ha quedado el 1’85 de estatura y la costumbre de moverme en bicicleta por La Pedanía. 

Del mismo modo que Boris Grushenko sólo podría ser prisionero en una guerra, yo sólo podría ser lo que soy en la selva capitalista: un funcionario del Estado, y además un funcionario español, con todos los vicios adquiridos. Fuera de ahí no saldría desenvolverme y acabaría pidiendo monedas bajo un puente. Lo que cuenta ahí afuera, en el mundo no funcionarial, es la viveza, la calle, el instinto de supervivencia, y yo, puesto a competir con los demás, duraría menos que un conejito saltando por la sabana. 

Para irme lejos, muy lejos, yo también tendría que manejarme con el inglés. Qué menos que el inglés... Pero es inútil. Llevo cuarenta años viendo las películas en versión original y no se me ha quedado nada en la mollera. Cuando viajo por Europa, los europeos, atentísimos, me hablan un inglés macarrónico para que yo pueda entenderles, pero yo sólo acierto a decirles: “Slowly, please, slowly...”. Y da igual. Es como si me faltara el hueso martillo, que es el hammer, o el área de Broca, o la de Wernicke.




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Los aitas

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En las películas está de moda reírse de nosotros. De los hombres, digo. Pero es mejor esto que lo otro: tratarnos como violadores en acto o en potencia. Pam dixit y las cineastas más desatadas enarbolaron la bandera.

Borja Cobeaga también se ha subido al tren de la bruja para atizarnos con su escoba. Ahora mismo es lo que vende y hay que alimentar a las familias. Sobre todo si te presta apoyo financiero Movistar +, que es esa plataforma esquizofrénica a la que yo vivo abonado desde tiempos inmemoriales: por un lado miman al hombre con su oferta de fútbol y por otro lado le ponen a parir -precisamente por ver fútbol- en las series más vistas por las mujeres. Es lo que mi abuela llamaba estar con Dios y con el Diablo. 

Cobeaga, al menos, nos atiza un poco de mentira, un poco en plan cachete admonitorio, y no como aquellas brujas de la feria de León que te daban unas hostias de campeonato. El truco de “Los aitas” -el recurso que la convierte en una comedia amable de hombres inútiles pero con buen corazón - consiste en retrotraer nuestra inutilidad y nuestra escasa competencia emocional al año del Señor de 1989. Es decir: recordar la charca primordial de la que venimos. 

En el año 2025 estos hombres de "Los aitas" estarían perseguidos por la ley, pero en 1989 eran el pan nuestro de cada día: viejas masculinidades que nunca bajaban la tapa del váter, no sabían preparar un bocadillo, jamás veían una  competición de gimnasia rítmica y pensaban que si su hijo no jugaba al fútbol es que les había salido maricón perdido. Hombres que hablaban mal de las mujeres que bebían alcohol cuando ellos mismos se pasaban media vida en la tasca y la otra media planeando cómo llegar hasta ella.

De esos hombres venimos y está bien que lo recordemos así, de un modo crítico, pero benigno, porque así eran muchos de nuestros padres y la mayoría no hemos salido traumatizados ni nada que se le parezca.



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Cuando cae el otoño

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El final de la vida, digo yo, si nos ponemos poéticos, se producirá en el invierno, y no en el transcurso del otoño. Es como si los poetas vivieran con un calendario de solo nueve meses. Una vida nuevemesina. 

En sus versos se comen casi todo lo mejor. ¿Qué hay de las nieves, del frío reconfortante, del vaho juguetón saliendo por nuestras bocas? Cuando llega el otoño aún quedan tres meses antes de palmarla. Y quizá sean los más sabios y placenteros. Pero ellos, los poetas, no sé por qué, insisten en que el otoño es la estación última de nuestro viaje, y se ponen muy pesaditos con la caída de las hojas y las noches que se extienden: las ciento y una metáforas sobre la decadencia. En realidad, una tosca poesía sobre la pitopausia y la pérdida del deseo. 

Yo, en cambio, asocio el otoño al renacimiento de la vida. Con el otoño se acaba el calor y empieza el fútbol en la tele. Dos hitos celebrados con champán. Vuelven las viejas rutinas y hay uvas y peras por los caminos. El otoño es jovial y fecundo. El otoño es lluvia y mantita. Es la muerte del mosquito y el silencio del chumba-chumba. Es el sofá orejero al lado de la ventana cerrada y empañada. El verano, sin embargo, es la muerte y la molicie, la agresión continua de la naturaleza. El verano es un sacacuartos pernicioso inventado por los hosteleros. Y el verano de la vida un poco igual: un engaño masivo. Una juventud exprimida y desperdiciada.

Digo todo esto porque ahora mismo estoy viviendo el otoño de la edad y aún me encuentro fuerte y entusiasta. Hay caídas, sí, y recaídas, pero si tengo suerte aún quedan años para llegar a la edad provecta de estas abuelas de la película. Y qué abuelas, además, sanotas y joviales. Es lo que tiene vivir en esas casas de campo de los franceses, siempre apartadas del ruido y de la gente, con su huerta y su piedra, su bosque y su arroyo... Son las mismas casas que sacaba Eric Rohmer en sus películas de burgueses, pero aquí parece que se las regalan a cualquiera que se jubile y haya cotizado lo suficiente. Un poco como hacían los romanos con los legionarios retirados. 




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