Los años nuevos (2019-2020)

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Nochevieja de 2019

Jana ya no está en mi vida. O sí, pero de otra manera. Sale en algunos sueños y en muchas pesadillas.

Esa Nochevieja, al otro lado del teléfono, y también al otro lado de la frontera provincial, hay una mujer llamada X. que me quiere. A su extraño modo, pero me quiere. Yo también la quiero, a mi manera. Nunca hay dos quereres iguales ni canónicos. O sí, pero solo en las películas de Hollywood. A veces das una cosa y te corresponden con otra. A veces te entregas y ellas te fallan; a veces tú fallas y ellas se entregan. A veces la comunión de los cuerpos enmascara la descomunión de los espíritus. Y al revés. Supongo que la Gran Sintonía es eso que llamamos el Gran Amor. Pero el Gran Amor -empiezo a sospecharlo ya por esa época- sólo es un argumento ideado por Don Draper para vender cocacolas.

Paso esa Nochevieja en León, con mi madre. Mi hijo ya no recuerdo si estaba porque desde que se hizo mayor de edad elige trinchera cada año. Estoy seguro de que en los whatsapps de aquella noche alguien comentó la última noticia sobre un virus raro que se expandía rápidamente por China. Cosas de chinos, dijimos... Tres meses después, justo antes de mi cumpleaños, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado tomaron posiciones en las fronteras interiores.


Nochevieja de 2020

No recuerdo nada especial: León, mi madre, quizá mi hijo, las campanadas con la Pedroche, el programa de Cachitos en La 2... Aún eran tiempos de pandemia. Somos muchos los que hemos desarrollado una amnesia peculiar -yo diría que freudiana- sobre aquellos días vacíos y desperdiciados. Esa Nochevieja no hubo viajes ni experiencias. Nada de fiestas ni de polvos del siglo. Sólo la calma chicha del tiempo en reclusión. 

Esa noche, los reinos de taifas seguíamos separados por fronteras de alambre y espino. X. no solo vivía al otro lado de la raya provincial, sino también al otro lado de la raya autonómica, lo que en aquella época era como vivir más allá del Muro de Berlín, con tipos armados y cabreados pidiendo pasaportes y salvoconductos. Fueron malos tiempos para la lírica. Internet mantuvo muchas relaciones distantes al calorcillo de las brasas.




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Los años nuevos (2017-2018)

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Nochevieja de 2017

Ceno en casa de Jana. De hecho, ya vivo allí. En realidad es nuestro segundo intento de convivencia, porque el primero fue -por decirlo de algún modo- tragicómico, falto de sustancia y de convencimiento. Yo echo de menos mi casa -tan aislada de ruidos, tan tranquila, tan fácil de calentar- pero el amor requiere sacrificios y yo, por Jana, a pesar de todo, estoy dispuesto a perpetrarlos.

Mi madre pasa la noche con nosotros. Es la primera Nochevieja que pasa fuera de su casa en casi cincuenta años. En un momento dado, paso por la cocina a recoger algo y la sorprendo llorando en un rincón, un poco por todo: por la desubicación, porque falta mi hijo -que está con su madre-, porque el amor que yo creo floreciente visto desde fuera no tiene remedio ni perdón. Le digo que no se preocupe, que las cosas van bien, pero en verdad no me lo creo del todo.


Nochevieja de 2018

He regresado a mi casa de antes. Estaba de nuevo disponible en el mercado. Los dioses suelen darte por un lado lo que te quitan por el otro. Pero esa Nochevieja no la paso en La Pedanía, sino en León, en casa de mi madre. Jana se ha quedado en la suya, con sus responsabilidades y sus turnos de trabajo. En realidad seguimos juntos, pero no estamos. O puede que sea al revés... Es todo muy raro. Hemos roto y vuelto tantas veces que en ocasiones, cuando me preguntan, me quedo dudando y la gente me mira sin comprender. Deben de pensar que soy imbécil. Que somos imbéciles.

La explicación más simple es que ninguno de los dos se atreve a dejarlo para siempre. Estamos muy hartos, pero también muy solos. Hay desencuentros inconsolables, pero también conexiones mágicas, momentos de comunión casi como de película romántica. La vida nos da un miedo terrible. Harían falta varios psicólogos para explicarnos. O quizá no: luego te enteras de que hay mucha gente así, viviendo historias incluso más grotescas que la nuestra.

Recuerdo que el día 2 de enero nos fuimos a La Coruña, al piso que mi hijo nos dejó. Allí, frente al mar donde encallan y arden los petroleros, intentamos reflotar nuestro velero de papel. Qué cursilada, por Dios... “Alondra”, la que buscaba poetas, se hubiese emocionado.





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Los años nuevos (2015-2016)

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Nochevieja de 2015. 

Es la primera Nochevieja que paso oficialmente como “separado”. La buena noticia es que ya no tengo que comer las uvas en casa de mis suegros. Estoy a salvo, al menos, de un envenenamiento. Los últimos años,  como ya nadie me miraba, le cambiaba el plato al cuñado más cercano. 

Esa Nochevieja, en casa de mi madre, hay una mujer de nick “Alondra” al otro lado de los mensajes. He contactado con ella hace un par de semanas, en las aplicaciones del amor. Vivimos apenas a un kilómetro de distancia pero ella dilata y dilata el primer encuentro con café. Como soy un pardillo primerizo, tomo por timidez lo que sin duda es un juego de veterana. 

Con el año ya iniciado llegaremos a vernos un par de veces. Seré como uno de esos actores que obtienen el papel de rebote. En la primera cita habrá eso, café, y nada más. En la segunda me dirá que no le gusta nada de lo que escribo. Que ella busca soñadores y poetas que la hagan “sentir”... Que es una pena y tal.


Nochevieja de 2016

Ella se llama -vamos a decir- Jana. La he conocido hace un par de meses y ya me ha dejado dos o tres veces para luego retomarlo. Hay algo raro en ella. Más tarde me contará que también estuvo jugando con varios candidatos. Yo tengo mis dudas lacerantes, pero en esa montaña rusa de abandonos inexplicables y de retornos entusiastas he tenido el mejor sexo de mi vida. Llegó muy tarde, tardísimo, pero llegó. Y yo apenas soy un antropoide con un barniz de sofisticación.

Esa Nochevieja la paso con mi madre y con mi hijo. Jana se compromete a recogerme después de las uvas para irnos de parranda. A las tantas de la mañana, harto ya de esperarla, empiezo a quitarme la ropa de gala cuando ella por fin aparece. Tiene coartada, o yo al menos me la creo. Su vestido ayuda mucho a convencerme.

Para ser justos con Jana, esa Nochevieja que dio paso al 2017 fue la noche más tonta de mi vida. Yo ni si quiera me reconocía por los garitos, de pronto atrevido y ocurrente. Al amanecer, antes del penúltimo combate, tomamos los churros en la primera cafetería abierta que encontramos. Yo ya lo iba confundiendo con el amor.

(Continuará)





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The Bear. Temporada 3

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Yo vine a la tercera temporada de “The Bear” empujado por el amor. Lo otro, lo del "Diverxo" de Illinois, me importaba más bien poco.

Yo sólo quería saber si el berzotas de Berzatto había recompuesto su relación con ese ángel del Señor llamado Claire. Porque los ángeles del Cielo, en contra de lo que sostenían los teólogos de Constantinopla, sí tienen sexo y a veces pasan largas temporadas en nuestro planeta. Claire, por ejemplo, bajó de las nubes y se disfrazó de chica de barrio en la segunda temporada de la serie, justo cuando ya estábamos hartos de los fogones y de los perejiles sobre el tartar. Claire fue un puñetero milagro y un remanso de paz en nuestro espíritu. 

Siempre he pensado que a esta serie le falta una raspadura de humor y un gratinado de romanticismo para merecerse todos los premios que le dan.  Hasta que Claire conquistó nuestros corazones -que son de casquería barata pero muy dados a la belleza- “The Bear” era un documental sobre cómo llevar un restaurante que fabricaba michelines y luego se refinó para conseguir una estrella Michelin. 

Claire, tan guapa ella, nos trajo la trama amorosa que es el verdadero leitmotiv de nuestras vidas. Y de nuestras ficciones.

Yo venía a ver un beso de reconciliación en el invierno de Chicago, pero me han vuelto a calcar diez episodios de alta cocina que no me interesaban en absoluto. Hace poco publicaron en el periódico las nuevas estrellas Michelin de los restaurantes españoles y no hice ninguna intención de conocerlas. Nunca pondré el pie en un sitio de esos; pero si algún día voy -arrastrado únicamente por el amor- me pasaré la vida arrepintiéndome del estipendio. De la tontería aburguesada. Donde esté una fabada asturiana como Dios manda que se quiten las colas de langostino con puré de anacardos y raspaduras de cojón de mico por encima. 

No digo que no esté rico: sólo digo que no es más que una demostración de estatus. Un medirse las pollas con las papilas gustativas. No es mi rollo. Claire sí que era mi rollo y me la han escondido todo el rato en la despensa. Malditos sean, los seres sofisticados. 





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El cielo rojo

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Leon es un escritor incomprendido con escasas habilidades sociales. El tipo es majo, pero a veces se olvida de sonreír con la boca cuando sonríe con las entrañas. Sin embargo, cuando rabia con los intestinos, sí que se le nota el fastidio en la cara. Es un problemón, desde luego. No es autismo ni nada parecido: es una dificultad fisiológica -que no neurológica- para traducir la alegría en gestos reconocibles. Para Leon es como si la risa fuera una vergüenza o una debilidad. Una puerta de entrada a los estafadores: los del dinero y los del alma. 

Leon ha escrito una novela en la que tiene depositadas muchas esperanzas. Con suerte dará el salto a la fama, a los viajes pagados por toda Alemania para hacer promoción de sus novelas y alimentarse de canapés. Una oportunidad pintiparada para conocer chicas que de otro modo no le hubieran hecho ni puto caso. Porque Leon, además, con tanto escribir, con tanto centrarse en las fuerzas del intelecto, ha descuidado un poco las tablas de gimnasia y se presenta algo foferas ante los amores imposibles. Leon tampoco es alguien especialmente agraciado con la lotería de los genes faciales: ni feo ni guapo, el suyo es un rostro anónimo entre la multitud. 

Leon, sin embargo -porque esas cosas las sabemos todos los escritores provinciales- sabe que su novela es una puta mierda y que el editor va a decirle que pruebe con otra cosa, mariposa. Es por eso que Leon, en esas vacaciones en la playa que son el marco argumental de “El cielo rojo”, está especialmente mohíno e irritable. Mientras su amigo trisca  por los montes y se liga al socorrista más mazado de las playas del Báltico, él se amarga retocando mil veces su texto ya moribundo antes de nacer.

Su mayor amargura, sin embargo, es haberse enamorado a primera vista de Nadja, la chica con la que él y su amigo comparten retiro espiritual en la cabaña. Nadja es guapísima y misteriosa, como un hada viviente del bosque. O como una aparición ya muy desvirgada de la Virgen. Leon es un tonto enamorado de un amor imposible. Un incauto. Leon tiene la hostia de defectos. Leon me irrita. Leon es un poco -un poco- como yo. 





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Hit Man. Asesino por casualidad

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- ¿Quieres impresionar a la gente con mentiras?

- ¿De qué otra forma se impresiona?

Así respondía Larry David en su serie a una mujer que cuestionaba su moralidad cuando se trataba de hacerse el interesante. Me acordé de este diálogo viendo “Hit Man” porque la película de Linklater va justamente sobre eso: sobre mentir como estrategia de apareamiento. Funcional a corto plazo, pero problemática cuando el amor empieza a abrir los cajones de la cómoda. 

Todo el mundo miente cuando se trata de mezclar los genomas o de fingir que se mezclan. Sólo hay que distinguir las mentiras civilizadas de las mentiras criminales. Las redes del amor están llenas de patrañas y todos los usuarios lo sabemos. Lo que pasa es que hay mentiras que saltan a la vista y mentiras que uno comprende necesarias. También hay mentirijillas, y pequeñas exageraciones, y retoques convenientes de la personalidad. Mienten las fotos y mienten los textos. Sólo los muy guapos y las muy guapas se muestran tal como son y pueden confesar pequeños defectillos. Pero los muy guapos y las muy guapas apenas rondan por ahí. O sí, pero se trata de una broma.

En la película, Gary Johnson es un profesor apocado en la universidad que trabaja en secreto para la policía, pero finge que es un hombre peligroso -nada menos que un asesino a sueldo- para llevarse a la chavala más guapa del ecosistema. Es un error de casting morrocotudo, porque este tío no necesita fingir nada para epatar a las señoritas como Adria Arjona. Somos los demás, los del infortunio genético, los que tenemos que inventarnos personalidades y sensibilidades para medrar.

Adria Arjona, por su parte, también es un sujeto muy interesante para la antropología. Las mujeres de su especie, desde que toman conciencia de su belleza, siempre se van con los tipos más guapos -lógicamente- o con los tipos más canallas del instituto: los chuletas, los macarras, los futuros delincuentes... Es un comportamiento contraintuitivo, pero profundamente biológico. Un instinto de refugio, supongo, tras el salvaje despiadado de la cachiporra. 



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Blondi

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Dolores Fonzi es una actriz cojonuda y una mujer de bandera. Lo digo en este orden porque a pesar de las apariencias -oigan lo que oigan, lean lo que lean- yo soy todo un caballero. 

Gracias a esos dones naturales, Dolores Fonzi,  en “Blondi”, es capaz de darnos el pego y de fingir que apenas tiene 33 años cuando en realidad ya cuenta 46. Blondi es una tía juvenil y marchosa que se pone gorros juguetones, fuma canutos en cantidades industriales y luego se desmelena en los conciertos de rock junto a su hijo de 18 años. 

En su despliegue de emociones y de virtudes, Dolores Fonzi se ha quitado trece años de encima como hacían nuestras viejas folclóricas en las galas de Nochevieja, que tenían 65, aparentaban 78 y decían tener 52.  La diferencia es que a Dolores nos la creemos y a las otras no.

Blondi tuvo a su hijo de adolescente, tiró para delante como pudo y ahora disfruta de una relación madre-hijo que también es de hermana mayor y hermano pequeño. Porque además -y eso ya es suerte, pura chiripa de los caracteres- hay buen rollo entre ellos, sintonía de vivir, un agradecimiento mutuo por existir y comparecer cuando se necesita. 

En estos tiempos de padres que ya son abuelos cuando procrean por primera vez, tener un hijo del que apenas te separa una generación es un bendición de los calendarios. A mí, de mi propio hijo, me separan 27 años muy escasos hoy en día y sin embargo, comparados con Blondi y Mirko, ya parecemos un poco Geppetto y Pinocho. 

Sin embargo, cuando regreso a la vida real y me comparo con la gente de mi generación -que no pudo, o no quiso, o apuró demasiado el tiempo de descuento- siento que soy un afortunado que tuvo a su hijo cuando correspondía: ni un hermano menor ni un nieto con la cuarta parte de mis genes. A veces me le quedo mirando y pienso -un poco orgulloso- que nos separa la medida justa, el tiempo exacto, el abismo generacional que se puede saltar con un poco de impulso y una migaja de voluntad.





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Alien: Romulus

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Cualquier película que empiece con una nave espacial ya tiene ganada mi atención. Y mi infinita paciencia. En eso soy tan simple como cualquier vecino de La Pedanía. Ellos, a la hora de la siesta, encuentran un vaquero con pistola y un indio descabalgado en 13 TV, y ya se creen ante una obra maestra de la cinematografía universal, mientras que yo, a las diez de la noche, me quedo turulato si enciendo la tele y descubro destructores del Imperio o lanzaderas exploratorias de la corporación Weyland-Yutani.

(En realidad, tras mi postureo cinéfilo y mis críticas a veces cáusticas e incluso vengativas, se esconde un espectador infantil muy fácil de contentar. Uno más en el mainstream. Y lo mismo digo cuando ejerzo de amante, de comensal en la mesa o de aficionado impenitente del Real Madrid: con que me den un poco de intención y de cariño ya me basta para sonreír, dar las gracias y tirar para adelante hasta la próxima aventura).  

“Alien: Romulus” comienza con una sonda espacial de la corporación Weyland-Yutani que se reactiva tras un largo viaje por la galaxia, y yo, más feliz que un pirulí, de pronto optimista cuando ya daba el día por perdido, aparté con desdén el teléfono móvil convencido de que en las próximas dos horas nada más entretenido que la película iba a surgir de sus entrañas. Por mala que fuera la aventura  -y había leído auténticas barbaridades sobre esta enésima resurrección de los xenoformos- la nave en misión sospechosa me garantizaba volver a ser un niño sonriente con pantalones cortos y palomitas en el regazo

Luego la película tiene sus pros y sus contras; sus hallazgos meritorios y sus gilipolleces estelares. Es, por resumirlo mucho, el remake posmoderno de “Alien: el octavo pasajero”, que es la reina extraterrestre que puso todos estos huevos eclosionados. En “Alien: Romulus” hay jóvenes explotados que buscan alquileres más baratos en otro planeta, y también mucho prota racializado, e incluso un proletario replicante al que de pronto le meten un chip con discursos de Díaz Ayuso para convertirlo en un quintacolumnista de los empresarios. 





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