Yakarta

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El único entrenador que yo tuve no se parece en nada al personaje de Javier Cámara en “Yakarta”. Son como la tesis y la antítesis en la dialéctica de Hegel. El doctor Jekyll y el señor Hyde de los pabellones deportivos. La serie de mi adolescencia se podría haber titulado “Oviedo” porque era allí donde se jugaban las fases finales de nuestros campeonatos de baloncesto. Y Oviedo no se hunde en el mar, sino que se eleva sobre el valle. 

El hermano Pedro dirigía la selección escolar y era un auténtico hijo de puta. Que le apodáramos “HP” tenía poco que ver con lo de hermano Pedro o con la fotocopiadora Hewlett-Packard de conserjería. El hermano Pedro no te animaba a mejorar. No confiaba en ti. No te enseñaba cosas útiles para derrotar al enemigo. Es verdad que no te robaba el dinero para jugárselo en el bingo ni se ponía a llorar por las esquinas recordando que una vez abusaron de su inocencia. Cuando le conocimos, HP ya era un carcamal destrempado y no creo que le interesaran demasiado nuestros cuerpos. Él era un devorador de almas y vivía de la energía que nos succionaba. Un vampiro de nuestro amor por el baloncesto. De nuestra fascinación adolescente por la NBA de los imperialistas.

Ninguno de nosotros iba a jugar jamás en la NBA, pero jolín: te lo tomabas en serio. Querías plantarte en Oviedo para derrotar a los prisioneros de los otros campos de concentración. Querías aprender movimientos de ataque y conceptos defensivos para luego jugar las pachangas con los amigos y dejarles en ridículo ante las chavalas que miraban, y que admiraban. Pero el hermano Pedro se dedicaba a pitar los partidillos y a reírse de ti con fina ironía si fallabas una canasta tonta o cometías una falta innecesaria. 

- El señor Rodríguez parece que está deseando irse con la chusma, a jugar al fútbol...

Porque el hermano Pedro también era un clasista y un franquista declarado. En la vida civil nos daba clase de literatura y allí aprovechaba para cargar contra el peligro socialista y el advenimiento de los maricones. De Javier Cámara, en la serie, si hablamos de lo sociopolítico, solo podemos decir que parece un poco meapilas y nada más. 




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Los girasoles

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Creo que es la mujer más guapa que he visto en mi vida. O al menos esta semana, en las innumerables ficciones donde encuentro mi refugio. Pero no estoy hablando de Sophia Loren -que a mí, la verdad, disidente de mi generación, siempre me ha provocado una inexplicable indiferencia. Una subjetividad gélida frente a la objetividad de sus encantos.

Yo estoy hablando de Lyudmila Savelyeva, la campesina en la que Marcelo Mastrioanni encuentra la paz de las nieves y el calor en la cabaña. Lyudmila es un ángel de la estepa; la aparición mariana de una tovarich comunista y pelirroja. El ideal político-sexual de este bolchevique encanecido... Hasta hace un par de horas, Lyudmila era una completa desconocida para mí; a partir de hoy, será la musa principal de mis añoranzas. La carne y el hueso de mis ideales enamorados. Ya no sabré si decantarme por ella o por Mary Kate Danaher cuando un reportero dicharachero me pregunte por la calle.

He buscado a Lyudmila en internet y apenas existen cuatro referencias -y todas en inglés- sobre su carrera profesional. Un puñado de películas soviéticas y un permiso del comisario político para rodar con Vittorio de Sica una película en Occidente. Podría buscarla en ruso, por supuesto, en ese idioma adorable que ella parlotea como un pajarillo y que ahora la tecnología ya traduce casi el instante al cristiano verdadero. O mejor aún: podría hacer como Sophia Loren en la película: coger el petate e irme directamente a Moscú, a buscar el amor perdido tras la guerra devastadora. Porque existen las guerras mundiales y las guerras particulares.

Lo que pasa es que ahora ir a Moscú está más difícil que en tiempos de la Guerra Fría. Se necesitan más permisos y además corres el peligro de que tu avión sea derribado por los ucranianos. O por los mismísimos rusos, para luego echarle la culpa al cha-cha-chá. 




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Milagro en Milán

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El último milagro en Milán tuvo lugar el 6 de mayo de este mismo año. La Iglesia Católica todavía no lo ha reconocido, pero somos muchos los que hemos firmado la petición en Miracolos.org. Y la hemos firmado, además, ateos y creyentes por igual, porque el fútbol es un terreno ecuménico donde nos juntamos los apóstatas con los católicos. El balón es el único dios que aún nos reúne bajo su imperio. 

El milagro del que hablo fue una aparición de la Virgen María en el estadio de San Siro. Pero no con su disfraz de los cuadros del Barroco, sino encarnada en Francesco Acerbi, el central del Inter de Milán, que fue quien marcó aquel gol en el tiempo de descuento contra el Barça. Yo ya lo daba todo por perdido cuando Acerbi apareció de la nada -o descendió de los cielos, según una toma lejana del VAR- para enviar el partido a la prórroga y evitar que los muchachos de Negreira se plantaran en la final de la Copa de Europa. He visto el gol cien veces repetido y yo creo que no lo firmaría ni el mismísimo Jesucristo.

Desde entonces, desayuno todos los días en una taza nerazurri que mi hijo trajo una vez de sus viajes por Italia. Esa taza es el copón sagrado donde yo celebro cada mañana el misterio y la alegría.

El milagro en Milán del que habla Vittorio de Sica no tuvo lugar en su campo de fútbol, sino en un descampado de las afueras. Allí pasaban el invierno de 1951 los pobretones de la ciudad, cobijados en unas chabolas todavía más precarias que las que construían los charnegos de “El 47”. Buscando agua potable bajo el suelo, los pobres de Milán descubrieron petróleo bajo sus pies y fueron desalojados sin contemplaciones por el dueño del terreno, ya todo símbolos del dólar -o de la lira-en sus pupilas de carroñero. 

En el milagro de la película ningún chabolista fue descalabrado ni encerrado en un calabozo. Todos lograron huir en unas escobas mágicas como aquellas de Harry Potter. La Iglesia, por cierto, tampoco ha reconocido esta fuga voladora como una intercesión del Altísimo. Las escobas son cosas de brujas, y los triunfos de los pobres, maquinaciones del Maligno. 




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Umberto D.

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La Democracia Cristiana, enemiga acérrima del socialismo redistributivo, le prometió al señor Umberto una pensión decente y el derecho a una vivienda. Son cosas que se ponen en la Constitución, ya se sabe, y que luego se cacarean en las campañas electorales con mucho brazo agitado y mucha garganta desgañitada. Forma parte del circo democrático. Son promesas tan falsas y mitológicas como el crédito fácil o la crema antiarrugas. Hay que ser un imbécil para creérselas. O un buen hombre como el señor Umberto, que confía en las promesas oficiales y en el buen corazón de los gobernantes.

Y luego, lo de toda la vida: en la primera crisis económica provocada por la burguesía, al señor Umberto le recortan la pensión y lo dejan sin poder pagar el alquiler. A la puta calle, él y su perro Flike, que no tiene culpa de nada el pobrecito. 

Las películas del neorrealismo italiano nunca pasan de moda porque sus circunstancias tampoco pasan de moda. Si aquellos italianos vivían en la posguerra y eran pobres de solemnidad, los españoles de ahora seguimos siendo pobres -pero sin solemnidad- y vivimos las consecuencias de una posguerra que nunca se termina. La única diferencia es que ahora, quienes no tienen futuro, quienes cobran una miseria y no pueden acceder a una vivienda respetuosa, son nuestros jóvenes, nuestros hijos, mientras que a los ancianos como el señor Umberto todavía les queda un resto de monetario para arrimar cebolleta en Benidorm. 

Los ancianos de hoy en día son muchos más que en la Italia de don Umberto, y además se organizan, y se hacen valer cuando llegan las elecciones. Los partidos les temen y les conceden unas migajas de riqueza. Pero los jóvenes... Los jóvenes que se jodan. La muchachada es como es, ya lo sabemos, pero luego nos extrañamos de su indiferencia electoral, o aún peor: de su voto retorcido a los nostálgicos de la violencia.




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Ladrón de bicicletas

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Los pobres, como los ricos, necesitamos comer todos los días. Es un imperativo biológico que algunos capitalistas consideran una manía o un capricho de consentidos. Nos querrían desnutridos, sí, con las energías justas para mover la maquinaria y nada más. Pero ahora, por culpa de ese rojo de Karl Marx, los gobiernos civilizados cuentan las calorías y montan un pitote si no se alcanzan unos mínimos humanitarios. 

(Cuando los economistas modernos afirman que ya no existen las clases sociales -o que, si existen, están superadas por la concordia nacional- se deben de referir a eso: a que ricos y pobres no comemos lo mismo pero sí almacenamos más o menos las mismas calorías, aunque las nuestras sigan siendo de mucha peor calidad).

Fue precisamente un discípulo de Marx el que dijo que la diferencia entre un pobre y un rico es que el pobre tiene que buscarse la vida y el rico se la encuentra por ahí. Un rico, por ejemplo, a excepción de los campeones del Tour de Francia, jamás ha tenido que ganarse el pan montado en una bicicleta. Los pobres, sin embargo, han vuelto a dar pedaladas como hacían hace ochenta años los italianos de la posguerra. Es el ciclo de la vida. El eterno retorno de las ruedas. Entre el Souleymane que reparte comida por las calles de París y el Antonio que pega carteles de Rita Hayworth por las calles de Roma no hay ninguna diferencia. Los dos necesitan la bicicleta como otros necesitan un marcapasos: un artículo esencial para sobrevivir. Un objeto de lujo. 

Ahora mismo hay cientos de Antonios como el de la película rodando por la ciudad, llevando paquetes urgentísimos y pizzas calentitas. Van a toda hostia por obligaciones del servicio y además andan temerosos de que les manguen la bici cuando aparcan. Porque la otra gran diferencia entre los ricos y los pobres es que los ricos se roban entre ellos pero se unen como legionarios cuando lo necesitan, mientras que los pobres -porque en cierto modo nos lo merecemos- siempre somos unos lobos para el pobre.






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Alien: Planeta Tierra

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La IA predice que el F. C. Barcelona será campeón de Liga en la temporada 2119/20 con 37 puntos de ventaja sobre el segundo clasificado. También predice que al principio nadie encontrara una explicación razonable porque el dopaje fue erradicado en el año 2094 y los árbitros del siglo XXII -tras la sentencia del caso Negreira- ya serán todos robots infalibles e incorruptibles. Los rivales del Barcelona no tendrán otro remedio que lamerse las heridas mientras los expertos del fútbol escriben mil artículos tratando de analizar y comprender. 

La IA asegura que un equipo de reporteros a sueldo de la caverna descubrirá poco después que los jugadores del Barcelona no eran en realidad seres humanos, sino una mezcla de cíborgs, humanoides sintéticos y extraterrestres secuestrados por la Weyland-Yutani Corporation. El escándalo, por supuesto, será mayúsculo. Arderán las redes y arreciarán los improperios. Al día siguiente, en rueda de prensa, el presidente del Barcelona, Ludwig Laporta, tataranieto de aquel otro famosísimo, acusará a los medios de Madrid de difundir bulos y de enturbiar la competición. No admitirá, por supuesto, preguntas de los periodistas.

Todos los clubs de la Liga -salvo el Atlético de Madrid- denunciarán los hechos ante los tribunales deportivos. Las pruebas llegarán a ser tan abrumadoras que al final, el Barcelona, acorralado, pedirá un recurso de amparo ante el Consejo Superior de Deportes. Allí, como ya es tradición, absolverán al equipo azulgrana para no joder la mayoría parlamentaria en el Congreso. Les impondrán un rezo de tres Padrenuestros y la declaración firmada de no volver a usar aliens ni humanos reforzados. Los dirigentes de la FIFA, mientras tanto, que venían a Barcelona con ganas de cortar cabezas y de dar ejemplo de fair play, serán acallados con bandejas de canapés y prostitutas de gran lujo. Algunas de ellas serán, también, extraterrestres.

(¿La serie?: una cosa ridícula, casi abyecta, pero con un par de capítulos muy entretenidos). 



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Weapons

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A mí me da más miedo la primera parte de “Weapons” que la segunda. La segunda es el susto de toda la vida, y el asco de la sangre. Es la música que chirría y las vísceras que sobresalen. Pero es solo eso: susto, asco, reacciones automáticas de la médula espinal. Un engañabobos muy entretenido. Ninguna de estas pirotecnias me quita el sueño cuando me meto en la camita.

A mí me quitan el sueño los banqueros, los  militares, los paramilitares, los árbitros de Primera... Los estafadores que se emparejan con presidentas de comunidades autónomas. Y las presidentas mismas. Y los presidentes... El terror verdadero no me lo provocan las brujas ni los fantasmas. Más que nada porque no existen. Tampoco existen los monstruos de Frankenstein ni los vampiros de Transilvania. 

Lo que también acojona de verdad, casi tanto como lo otro, es la gente normal, el vecino corriente y moliente que un día es amable contigo y al día siguiente te mataría por un litro de leche o de gasolina. La masa pacífica convertida de pronto en jauría de poseídos. Es la supervivencia, estúpido. “No salgas a la calle cuando hay gente”, cantaban los Golpes Bajos. 

“¿Y si no vuelves...? ¿ Y si te pierdes...?”

A mi me dan miedo esos padres de “Weapons” que acaban de perder a sus hijos y le echan la culpa a la pobre maestra que pasaba por allí. Serían capaces de descuartizarla si les dejara la policía. Es esa mezcla de rabia y de ignorancia lo que vuelve a la gente peligrosa. Y la gente, vaya por Dios, sí existe. Con ellos no nos queda el consuelo de lo ilusorio o de lo fantástico. Están hechos de carne y hueso como nosotros y son ciento y la madre si te pones a contarlos. Son tan parecidos a nosotros que se redobla la inquietud. De qué no serían capaces si la tomaran contigo por sospechoso, o por judío, o por llevar gafas fuera de la moda...

Cuando la bruja de “Weapons” se vaya, quedará la gente a la que ella embrujaba. Ya fueron hechizados una vez por un alma viscosa. Ya están preparados para seguir ciegamente al próximo manipulador.




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Vermiglio

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“Vermiglio” termina con el plano sostenido de una cama matrimonial. Una cama vacía, recién hecha, condenada a no ser ocupada hasta después de los dolores. Antes vendrán los del Centro Reto a retirarla que nuevos cónyuges a disfrutarla. O a padecerla, porque la cosa del amor está muy jodida en las montañas de los Alpes. Las camas son así: la fuente del placer pero también el grifo del desconsuelo. El amor comienza en una cama, boca con boca, y termina en otra distinta -o en la misma- culo con culo.

La razón de que esa cama esté vacía es el cogollo de la trama y no seré yo quien la desvele. Es lo bueno que tienen estos escritos: que al no diseccionar las películas, sino las pelusas de mi ombligo, rara vez cometen el pecado del spoiler. Antes los usuarios se quejaban de que yo no hablaba de las películas y no sabían si verlas o no atendiendo a mis (inexistentes) recomendaciones. Yo, como el Conde Draco en “Barrio Sésamo”, les animaba a contar las estrellitas que pongo encima y entonces se ofendían y ya nunca regresaban.

Sólo diré que el drama de “Vermiglio” gira en torno a lo que sucede en esa cama matrimonial. O a lo que no sucede... La cama, si lo pensamos bien, es el epicentro de la vida. Antes se nacía y se moría en la cama del hogar; ahora lo hacemos en la cama de un hospital y es más o menos parecido. Salvo los que son concebidos en el asiento trasero de un coche o en el retrete unisex de una discoteca -cosas, además, muy de películas- todos provenimos del goce más o menos intenso que tiene lugar sobre una cama. Para eso hay camas conyugales, y camas de hotel, y camas que vienen anunciadas en la web de Airbnb.

De niños y de mayores alimentamos nuestros sueños en una cama. En la cama descansamos de la jornada o nos cansamos más todavía según lo que soñemos. La cama puede ser el remanso o la tortura. Hay quienes comen en la cama, y leen, y escriben sus poesías. Los hay incluso que viven de venderlas. En la cama gozamos o nos gozan. O nos autogozamos. ¿Distinguen las almohadas las lágrimas de alegría y las de tristeza? Mi lavadora sí, desde luego. Las lágrimas de tristeza, no sé por qué, siempre necesitan un lavado extra para extinguirse.




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