The normal heart

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Hubo un tiempo, a principios de los años ochenta, cuando los primeros enfermos empezaron a morir en los hospitales, que el SIDA carecía hasta de nombre oficial. Era una enfermedad nueva, extrañísima, nunca vista en el occidente civilizado. Ni siquiera estaba muy claro su origen o su vector de transmisión. La expansión de la enfermedad cuadraba con la hipótesis de un virus contagioso, pero más allá de eso, todo eran hipótesis y tinieblas. Dentro del despiste generalizado, en Estados Unidos hizo fortuna el acrónimo GRID: Gay-related immune deficiency, una cosa de maricones, vamos, aunque los investigadores ya sospechaban que el virus podía transmitirse igualmente por vía heterosexual.

    Los médicos sabían que en África pululaba un virus similar que provocaba una muerte indistinta entre hombres y mujeres, pero tardaron varios meses en atar cabos. Unos meses fatales para la comunidad gay. El "cáncer rosa", anunciaba la prensa americana en sus titulares más truculentos. Porque además, para más inri, a los enfermos les salían unas manchas sonrosadas en la piel que eran como una burla y un estigma, y los homófobos, y los sacerdotes, y los telepredicadores, y las amas de casa que presidían los comités de buenas costumbres, aprovecharon la coyuntura para cargar contra el pecado nefando. Llevaban siglos esperando una oportunidad así, desde los tiempos de las plagas de Egipto, y no la iban a desaprovechar. Luego, para no parecer demasiado inhumanos, decían que se compadecían de los enfermos, que rezaban por ellos, que una cosa era el justo castigo y otra la caridad cristiana que ellos exudaban por cada poro. Pero no podían evitar un brillo maligno en los ojos que delataba su íntima satisfacción. Se les veía orondos y satisfechos. Ni un brote de verdadera humanidad crecía en sus discursos impostados. 


      The normal heart es la película, premiadísima, pero muy aburrida, que cuenta ese grito desesperado de la comunidad gay en los primeros meses de mortandad. Corre el año 1982 en Nueva York, y ya es muy raro el hombre homosexual que no tiene un amigo enfermo, o moribundo, o directamente muerto, con muchos kilos de menos y unas ronchas malignas en la piel que los especialistas llaman sarcoma de Kaposi. Los médicos no saben qué hacer con estos pacientes, más allá de administrarles aspirinas y cuidados paliativos. Unos opinan que hache y otros que be. Para aislar el virus y empezar a trabajar en una vacuna se necesitan muchos millones de dólares, que los políticos del momento no están dispuestos a soltar. Todos quieren ganar las próximas elecciones, en el ayuntamiento, en el condado, en el Estado, y saben que dedicar dinero a la enfermedad de los maricas les hundirá en las encuestas. Los americanos decentes, como los españoles decentes, son los que nunca faltan a votar. La chusma progresista siempre se queda en casa, quejándose de la lluvia, del frío, de la inoperancia de la democracia. En eso no hemos cambiado nada.

            Meses después, cuando los muertos ya se contaban por miles, y la epidemia acojonaba incluso a los cristianos más castos de la comunidad, fueron los científicos franceses del Instituto Pasteur los que dieron con el virus. Los franchutes devolvían a los americanos el favor de las playas de Normandía.



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Alabama Monroe

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En la guerra sin cuartel que desde hace siglos enfrenta a los pobres contra los ricos, nosotros, los desheredados, sólo hemos podido combatir con las armas de la revolución violenta. Los derechos que hemos adquirido con el tiempo, y que ahora tratan de arrebatarnos estos mamones que nos gobiernan, se lograron en el cuerpo a cuerpo de la huelga o de las barricadas. Ni una sola concesión importante fue arrancada en las conversaciones civilizadas o en los parlamentos de los burgueses.  Todo se logró asaltando palacios de invierno o tirándose al monte con las guerrillas. Como no disponemos de más medios que la cabezonería y la fuerza bruta, nosotros, el lumpen, hemos emprendido batallas que se diferencian muy poco de aquella de 2001, cuando los monos luchaban por el agua de la charca golpeándose el pecho y blandiendo el hueso.




            Los ricos, en cambio, son mucho más sofisticados a la hora de asesinarnos. Le quitan un tanto por ciento a los presupuestos de Sanidad y ya se cargan a unos cuantos de miles de revolucionarios en potencia. A ellos la sanidad pública les da lo mismo, porque tienen sus hospitales privados para los achaques cotidianos, y los hospitales de Estados Unidos para cuando las cosas vienen muy jodidas. Para darle continuidad a este holocausto silencioso, han emprendido una guerra paralela contra los avances científicos. Los tipos de las batas blancas, dejados a su libre albedrío, y dotados de fondos suficientes, acabarían con los malestares del proletariado en el plazo de unas pocas décadas. Y eso no lo pueden permitir. Pero tampoco quieren, claro está, perderse las ventajas de los nuevos tratamientos que van surgiendo. Son ricos, pero también son humanos, y más tarde o más temprano enfermarán de los mismos males. Es por eso que de puertas afuera berrean contra la ciencia, porque aseguran que va en contra de la voluntad de Dios, pero luego, entre bambalinas, incorporan las terapias a sus hospitales privados y pagan un huevo por ellas. Entre otros asuntos problemáticos está el de la terapia con células madre. Hablan de asesinato de embriones, de genocidio de nonatos, de crímenes horrendos cometidos en la cárcel de las probetas. Pero eso lo dicen cuando el enfermo es pobre. Cuando el afectado es rico y poderoso, apelan al derecho inalienable de la curación personal. Pro-vida de los demás, en el primer caso; pro-vida de uno mismo, en el segundo. Son, como ya dije, unos auténticos hijos de puta. 


            En Alabama Monroe, que es la película que nos ocupa, la hija de la pareja protagonista enferma de un cáncer precoz que sólo las células madre podrán curar.  Aunque es hija de dos desclasados, tiene la suerte de haber nacido en Bélgica, que es territorio europeo y civilizado, y podrá acceder a la terapia sin que las tablas de la Ley caigan sobre el tejado del hospital. Pero el tratamiento será costoso, incierto, problemático, porque los avances verdaderos se cuecen en Estados Unidos, y allí, amenazados por los legionarios de Dios, los científicos sufren una zancadilla tras otra. El destino de esta niña, y de otras miles como ella, está en manos de estos pirados que blanden la Biblia como si fuera una ametralladora. De hecho, asesina con la misma eficacia. 
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La vida inesperada

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Uno pensaba que La vida inesperada -porque la anunciaban como una película de españoles perdidos en Nueva York- iba a ser la versión moderna de La ciudad no es para mí, aquella de Paco Martínez Soria en la que el pueblerino desembarcaba en Madrid y se enredaba con los semáforos y con los pasos de cebra. Uno esperaba a tipos perdiéndose en el metro, chapurreando inglés ligando torpemente con las americanas del pelo rubísimo. Uno esperaba, para entendernos,  una segunda parte de La línea del cielo, aquella película de Antonio Resines buscándose la vida en Nueva York confundiendo a las churras con las churris. 

    Pero las cosas, finalmente, no han seguido esos derroteros de la comedia. Los españoles que ahora hacen las Américas ya no son como los de hace treinta años. Están mucho más allá del jauaryú y del aidón anderstán. El más tonto tiene un máster en empresas o una labia andaluza que te cagas. Ya no lucen los mostachos celtibéricos de Antonio Resines, ni ponen caras de panolis cuando se enfrentan al amor gélido de las anglosajonas. En La vida inesperada todo es muy serio y muy maduro: treintañeros y cuarentones que renuncian a sus sueños, que piensan en el matrimonio, que descubren las primeras canas y se plantean la seguridad financiera del futuro. Los españolitos de La vida inesperada son tipos que hablan un inglés perfecto, que conocen las costumbres locales, que se desenvuelven por la Quinta Avenida como me desenvuelvo yo por la plaza de mi pueblo. La comedia de equívocos y chascos apenas dura cinco minutos, lo que tarda el personaje de Raúl Arévalo en comprender cuatro idiosincrasias de manual. A partir de ahí ya da lo mismo que la película transcurra en Nueva York o en Vladivostok. Hombres y mujeres se buscan durante el día para follar por la noche y luego mentirse al despertar. Todo transcurre en el interior de los apartamentos o de las cafeterías. Los rascacielos de Nueva York podría haber sido londineses, o ucranianos.  Es una película de Woody Allen sin demasiada gracia ni mordacidad.


 





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Freaks and Geeks reloaded

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Uno pensaba que A., mi hijo, cuando se perdiera en el mundo de sus colegas, reservaría tiempos compartidos para seguir viendo películas. Pero no me ha dejado ni las migajas del segundero. La semilla del cine, que uno creía arraigada en él, está desecada, o hibernada, o yo que sé. Unos días por esto y otros días por lo otro, A. se escaquea del sofá para refugiarse en su habitación, a meter goles con el Ronaldo del FIFA, a matar soldados en paisajes desolados, a contar por WhatsApp que se está rascando el huevo izquierdo y ha dejado tranquilo el otro derecho. 

    Lo cuento con un poco de acritud porque llevo encima la decepción del cine solitario, pero en el fondo lo comprendo. Que tire la primera piedra el que no renegó tres veces de sus padres antes de que cantara el gallo, y comenzara la edad del pavo. Son las putas hormonas, que parecen una pandilla de motoristas drogados recorriendo las carreteras del sistema circulatorio. Allí donde entran todo es músculo y bronca, machoterío y poca sesera. Luego hay chavales que se recuperan de la tontería y vuelven a ser reconocibles y cercanos; otros, en cambio, que ya venían tarados de serie, se quedan para siempre en el mundo de los descerebrados, y nunca vuelven a hablar como personas normales, ni a razonar como miembros de la especie. Uno, mientras tanto, en la tensa espera de los años, cruza los dedos y reza salmos en noruego a los dioses de los nórdicos.




            Hoy, sin embargo, por causas que todavía no me han sido reveladas, A. ha solicitado permiso para sentarse en el sofá de los cinéfilos. Quería ver los primeros episodios de Freaks and Geeks, que tantas veces le ponderé en los buenos tiempos. Algo le ha sucedido en sus convivencias del instituto que quiere verlas reflejadas en la serie de los chavales americanos. Me dio como un subidón, como una alegría, pero tuve que confesarle, antes de tenerlo atado en corto, que Freaks and Geeks, en la República de España, sólo existe en versión subtitulada. Y que él, que no ha leído un subtítulo en su vida,  podía renunciar libremente a la serie. Para mi sorpresa, se encogió de hombros y dijo que bueno, que vale, que así practicaba el inglés de sus estancias en la pérfida Albión. Está irreconocible de nuevo, pero esta vez para bien, o al menos para mi bien. 

   Con la serie ya en marcha le he visto enchufado, atento, sonriente cuando tocaba y pensativo cuando era menester. En los planos más cortos de Linda Cardellini se podía cortar la tensión sexual en el ambiente, ambos enamorados de esta chica majísima y con cara de ángel. Le han gustado las andanzas inocentonas de los freaks y de los geeks, pero flota en el aire la incógnita del retorno. Habrá un tercer episodio, pero no sé dónde, ni cuándo. Quizá mañana mismo, quizá dentro de unos meses. Para él, atrapado en el tiempo  de la juventud, serán como años; para mí, embalado en el descenso hacia la nada, serán como segundos. 


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Antes del atardecer

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Nueve años más tarde, en el atardecer romántico de París, Julie Delpy sigue siendo la francesa más hermosa que pasea junto al Sena. Está más delgada que en el amanecer apasionado de Viena, más mujer, más contenida. Cuando sonríe, o cuando finge que se enfada, le salen unas arrugas en el entrecejo que delatan sus treinta y tantos veranos sobre la Tierra. Temo que en la tercera película, la del anochecer en la costa griega, Julie ya no sea la mujer que siempre amé. Quisiera equivocarme, pero esas arrugas anuncian los tiempos venideros....


     Mientras yo me solazo en la belleza de Julie Delpy, los dos amantes siguen parloteando, incansables y verborreicos, sobre los avatares de la vida. Ahora tienen treinta y tantos años, viven con parejas estables, han sufrido las primeras decepciones que no tienen solución. Han conocido mundo, y se han conocido a sí mismos. Pero siguen siendo, en el fondo, los mismos triunfadores de la vida. Se mantienen guapos, en forma, optimistas. No conocen las canas, las lorzas, las primeras averías del quirófano. Se han llevado los batacazos inevitables, pero ni uno más. Ni han parado de follar ni han dejado de viajar por el ancho mundo, él promocionando sus novelas, ella fomentando el desarrollo sostenible. Son esbeltos y guays, atractivos y resolutos. No sueltan ningún taco cuando hablan, ni un triste córcholis, ni un inocente cáspita, y eso sólo se consigue desde la paz interior que produce envidia. 

    Uno, derrumbado en el sofá, entiende sus problemas y sus inquietudes: el tiempo que se acelera, el matrimonio que se fosiliza,  la batería que se agota. Pero no siento empatía por ellos. Jesse y Celine son demasiado ajenos a mi mundo, a mi experiencia. Yo soy plebe, y vivo con la plebe. Aquí, en la provincia, vemos fútbol, trasegamos cañas, cultivamos la barriga, decimos "hostia" y "mecagüen la puta" a todas horas. Nuestras mujeres no se parecen a Julie Delpy. Ningún hombre se parece a Ethan Hawke ni en la rabadilla. Jesse y Celine, vistos desde la penumbra de mi salón, parecen extraterrestres, seres humanos de otro planeta, de otra existencia.




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Antes del amanecer

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La primera vez que vi Antes de amanecer yo tenía la misma edad que sus protagonistas, y atendía sus diálogos como quien está compartiendo un café interesante con los amigos. Me sentía partícipe de una película escrita para la gente de mi generación, aunque Ethan Hawke y Julie Delpy fueran guapos, cosmopolitas, plurilingües, viajaran por el mundo en trenes que pagaban sus papás millonarios. Yo, mientras tanto, en la sala de cine de Invernalia, seguía siendo feo, provinciano, y sólo hablaba castellano, y nunca había viajado más allá de Barcelona.


     Mientras duró la proyección mantuve los ojos bien abiertos, y las orejas bien estiradas. Quería aprender los secretos de estos triunfadores que estudiaban en universidades cojonudísimas, tenían examores de altos vuelos, y eran capaces de superar cualquier contratiempo con una sonrisa en la cara y un morreo a orillas del Danubio. Hawke y Delpy, en su recorrido nocturno de la Viena enamorada,  filosofaban sobre el compromiso, sobre el arte, sobre el tránsito de la vida, y yo apuntaba mentalmente algunos diálogos para luego soltarlos en mis círculos ibéricos, mucho menos sofisticados. De lo que contaba el personaje de Hawke me iba enterando más o menos, pero de lo que decía ella, Julie Delpy, no entendía realmente ni papa, porque Julie era la mujer más hermosa que yo había visto jamás, la traducción exacta de mis sueños, y yo sólo tenía sentidos para su belleza sin par.

       Hoy, casi veinte años después, he vuelto a ver Antes de amanecer. Hawke y Delpy siguen teniendo veintitrés años y toda la vida de la gente guapa por delante. Uno, en cambio, atrapado en la corriente nauseabunda de la realidad, ha superado ya los cuarenta años y sigue siendo feo, y provinciano, e incapaz de entender dos frases seguidas en inglés. Esta incapacidad auditiva, o quizá mental, de comprender cualquier idioma que no sea el castellano, me impide aventurarme más allá de los Pirineos, o más allá del río Miño, por temor a hacer el ridículo, o a morirme de hambre a las puertas de los restaurantes. Podría viajar a México, o a Sudamérica, a parlotear con mis primos lejanos de la lengua cervantina, pero son países donde siempre hace calor, y sobrevuelan los mosquitos, y procesionan las vírgenes y los cristos, y sólo tal vez en la Patagonia se sentiría uno como en casa, abrigado por el frío y solitario en la sociedad. 





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Shutter Island

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Uno, de adolescente, en los viajes más disparatados de la imaginación, a veces pensaba que la vida era un teatrillo montado por mis conocidos, Como aquel show televisivo que inventaron para el bueno de Truman, o como este sainete de psicópatas que le montan a Leonardo DiCaprio en Shutter Island. En mis largos períodos de aburrimiento, derrotado sobre los libros de textos gordísimos del bachillerato, yo salía flotando del mundo real e imaginaba otro, también verosímil, en el que un actor hacía de mi padre, una actriz de mi madre, y una niña que era actriz prodigio, de mi hermana. Imaginaba que alguien les pagaba por interpretar sus papeles cuando yo estaba presente, y que cuando desaparecía en el colegio, o en los partidos de fútbol, ellos regresaban a sus vidas reales para gastarse el sueldo y mantener a sus parientes verdaderos. Lo mismo pensaba yo de mis compañeros o de mis profesores: que eran actores que fingían estar allí haciendo exámenes, y explicando temarios, y proporcionándome enseñanzas y experiencias, pero que luego, cuando yo regresaba a casa, asistían a una escuela de verdad con notas verdaderas y castigos no fingidos. 



            Mi fantasía, que es anterior a las películas que luego me la recordaron,  no era ser protagonista de un programa televisivo con cámara oculta, ni estar encerrado de remate en el psiquiátrico perdido. Yo era un caso muy especial, muy secreto: un proyecto del gobierno, un experimento científico, un expediente X de los adolescentes de mi tiempo. Un bicho raro al que habían construido un entorno normal, con familia de suburbio, colegio de aluvión y amiguetes de andar por casa. Científicos camuflados entre el profesorado y el vecindario -tal vez el kiosquero de la esquina, o el viejo cascarrabias que se quejaba de los balonazos- hacían periódicos informes de mi comportamiento que luego enviaban a Madrid, o a Houston, para que los psicólogos de bata blanca evaluaran mis progresos adaptativos. Mi excepcionalidad, según el humor con el que yo urdiera la ensoñación, podía ser una tara genética, una procedencia alienígena, una configuración aberrante de la estructura cerebral. Un muchacho único sobre el que la ciencia terrícola había posado sus ojos curiosos, y sus instrumentos de medición más precisos. Así era como yo, el adolescente más gris de Invernalia, el más tímido con las chicas, el más apagado de las fiestas, el más  insustancial de las anécdotas, le daba de comer a su raquítica megalomanía.




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Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!

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Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! es una extravagancia francesa imposible de definir en estas páginas. Guillaume Gallienne, que es el creador y director de esta función, cuenta, en lo que supongo que es un relato autobiográfico (y digo supongo porque no sé leer la Wikipedia en francés) su tránsito tragicómico por una homosexualidad adolescente que él creía incuestionable, con burlas en los internados, y humillaciones sangrantes en los vestuarios, hasta que se enamoró perdidamente de una  mujer y sus esquemas sexuales se vinieron abajo. 


            Pero ojo: Guillaume y los chicos no es la parábola de un sodomita arrepentido que un buen día, cabalgando sobre su amante, vio a Jesucristo proyectado sobre la pared y se cayó de la cama con el gusto ya virado hacia las mujeres que procrean. No es la fábula moral de un julandrón que se salvó por los pelos del pubis de caer en las llamas del infierno. Les aseguro que Guillaume y los chicos nunca será proyectada en 13 TV, o en el canal ultracentrista que lo suceda en la batalla por el poder. Guillaume Gallienne, en su película,  juguetea con su homosexualidad sin ningún tipo de rubor. Lo que ocurre es que él mismo no tiene muy claro si se trata de una preferencia libremente desarrollada, o si finge ser gay por agradar a su madre, que es una mujer muy dominante que no quisiera compartir a su chiquitín con ninguna otra rival. La película es una mezcla muy particular de excéntrica mariconada con tratamiento psiquiátrico del complejo de Edipo. Podría haber sido un drama de aúpa, si Gallienne hubiese enfocado el asunto como un relato amargo, como una denuncia dramática de la homofobia y la incomprensión. Pero este tío, al parecer, es un cachondo mental, y ha preferido reírse de quienes no le entendían al mismo tiempo que se reía de sí mismo. La película es demasiado extraña y particular para resultar redonda, pero él, Guillaume, el personaje, y él, Guillaume, el autor, bien merecen el ratito.



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