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Con su epilepsia, sus arrebatos de éxtasis y su lenguaje florido, Ian Curtis, el vocalista y líder de Joy Division, estaba llamado a fundar una nueva religión. Ian no
era carpintero, sino funcionario de la Oficina de Empleo, pero también mataba
las tardes hablando del amor y de los misterios interiores. Las gentes de
Manchester, arrastradas por su aura de chico extraño, escuchaban arrobadas sus
poesías enrevesadas. Ian iba camino de ser el Pablo Coelho de las Islas Británicas
cuando en 1976, en el mítico concierto de los Sex Pistols que retratara Michael
Winterbottom en 24 Hour Party People,
tuvo la revelación que marcaría su destino: no predicaría a orillas de los
lagos, ni en las bodas de los ricos, sino que agarraría un micrófono, se
rodearía de músicos próximos al punk y se dejaría llevar por el ritmo hipnótico
de las notas.
La película que
nos cuenta su vida se titula Control,
porque el gran miedo de Ian Curtis era perder el control sobre su enfermedad,
que lo asaltaba incluso sobre los escenarios, o sobre su vida amorosa, marido
infiel que sentía remordimientos cuando se acostaba con la bella Annick. La película
es solvente, fría, a ratos hipnótica, como la música misma de Joy Division. Uno lamenta que se
hable tan poco de la movida musical, y de los conciertos legendarios. Que el
personaje de Tony Wilson, que en 24 Hour
Party People era protagonista principal, aquí sea el secundario encargado
de poner los chistes y las tontacas. Anton Corbjin prefiere irse por los cerros
del amor y los celos, de los flirteos y las coyundas, y en estos dislates del
corazón, Ian Curtis, el poeta, el maldito, pierde todo su carisma. Cuando se baja del escenario y
se toma unas cervezas en el pub de la esquina, Ian es uno más entre nosotros,
sus admiradores, o sus curiosos, con su matrimonio rutinario, su piso humilde,
su esposa inapetente. Un Mariano más de los chistes de Forges.