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El gabinete de curiosidades: El murmullo

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- No existen los fantasmas. El que los ve es que quiere verlos, nada más. 

Eso es lo que le dice el amable casero a la ornitóloga obnubilada. Por no llamarle chalada le dice que bueno, que todo está en la mirada y en el deseo. Que del mismo modo que ella adivina figuras en las formaciones de los pájaros, así confunde también las sombras y los chirridos con los seres del pasado. 

Y es que los fantasmas son como los sueños: representaciones de un deseo profundo. O eso enseñaba el abuelo Sigmund en sus conferencias de Viena. La existencia de los fantasmas garantizaría que hay una vida -o al menos una existencia- después de la muerte. Y esa alucinación es demasiado golosa para que algunas mentes perturbadas o muy necesitadas la pasen por alto.

Los fantasmas solo son proyecciones de la mente. A veces no son más que la persistencia de un recuerdo. Como un olor que nos persigue o una canción que no nos abandona. Después de morir mi padre, yo regresaba a León de vez en cuando y a veces le “sorprendía” en su sillón habitual navegando en el teletexto de TVE, que era su conexión con el mundo antes de los tiempos de internet. Cuando se murió mi perrete, hace años, yo también le “veía” saludándome al volver del trabajo o enredando entre mis piernas a la hora de comer. Estas cosas son habituales y no hay de qué preocuparse. Las procesas y ya está. Pero en un estado alterado de la mente -una psicosis, una depresión, una melopea galopante- yo también los podría haber confundido con fantasmas, y haber montado todo un circo de aparatos para grabar psicofonías y celebrar sesiones de ouija a ver si algún espíritu se manifestaba.

De chaval, yo creía en los fantasmas como creía en la virginidad de María o en la divinidad de Butragueño. Puestos a enredar con los misterios ya no hay una tontería más grande que la otra. Pero cuando dejas de creer en la metafísica y te agarras a las moléculas con espíritu científico, los fantasmas se desvanecen como evaporados por el sol.


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Babadook

🌟🌟🌟

Entre los episodios más divertidos de Los Simpson están esos en los que Homer, al borde ya del infarto o de la psicosis, y aconsejado por el socarrón doctor Hibbert, decide contener la ira que le provocan las trastadas de Bart. Éste, que es un hijoputa de mucho cuidado, viendo que su padre ya no puede reaccionar agarrándole del cuello ni soltándole amenazas, redobla sus travesuras hasta que la ira acumulada estalla en formas muy cómicas. 

    Llevado al límite de su paciencia, hemos visto a Homer convertido en La Masa, en La Cosa, en el Jack Torrance de El resplandor. Dentro de unos años, cuando le hagan un guiño cinéfilo a esta película titulada The Babadook, veremos no a Homer, sino a Marge Simpson, transformada en una madre demenciada que ya no aguanta ni un minuto más a su retoño.


            The Babadook, que es el último grito de terror venido de Australia, cuenta la historia de una madre que trajina con un hijo aún más insoportable que Bart Simpson, un auténtico demente de siete años que pega a sus compañeros, escupe a su profesores, fabrica ballestas en el sótano de su casa y dice ver fantasmas horripilantes por todos los sitios. El actor -este niño llamado Noah Wiseman- o es un genio precoz, o en su vida real es igual de ahostiable que en la vida ficticia. Tan inquietante y oscuro como el niño Damien de La Profecía. La madre de Samuel, que además es viuda prematura, y tiene un trabajo de mierda, se pasará media película conteniendo las ganas de ahogarlo en la bañera o despeñarlo por la Roca Tarpeya de Adelaida, hablando consigo misma en tono conciliador y respirando muy despacio y muy profundo. Hasta que una mala noche, sin que nadie lo haya robado o comprado, aparece en la estantería el cuento de Mister Babadook, donde un fantasma peludo con sombrero de copa anuncia su pronta llegada a la casa, con presagios funestos de infanticidios sangrientos, y suicidios arrepentidos. La sombra de la depresión es alargada. Y hasta aquí, queridos amigos y amigas, puedo leer...



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