Sesión continua

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Reconozco que a Luis José Garci le he dado mucha caña en este blog. Y más que le daré como siga por estos derroteros, morreando el bigote del Aznar, o la barba de Rajoy, que parece un fetichista de los vellos peperiles. 

    A quien yo tenía en mucha estima era a su hermano gemelo, el otro José Luis, el que en sus años mozos rodó varias películas que todavía aguantan el tirón -las mejores- o son un documento de la época -las menos afortunadas. Luego, por desgracia, a José Luis le dio un ictus, o se fue de misionero al Amazonas, y sus películas, aunque venían firmadas con su nombre, ya estaba claro que no le pertenecían: cursis, relamidas, aburridas a más no poder. Ahora sabemos que fue su hermano Luis José el que perpetró tales desmanes, un tipo ramplón, almibarado, que se hizo habitual en las tertulias de la radio, y en las fiestorras de la Moncloa, bailando chotis con la Botella.

    Pero hace unas semanas, cuando todo el mundo rellenaba su quiniela para los Óscar, regresó José Luis del exilio, o de la enfermedad, y proclamó que Mad Max: Fury Road era su película favorita. José Luis, el cineasta con criterio, había vuelto de las sombras... Y yo, para darle la bienvenida, decidí poner en el reproductor Sesión continua, una película suya de los viejos tiempos. Una rareza que con sus imperfecciones sigue siendo un canto de amor por el cine. Adolfo Marsillach y Jesús Puente hablan de sus vidas, de su amistad, de su fracaso como padres y de su nulidad como maridos. De sus sueños casi amortizados. Me deprimo despacio, que es la película dentro de la película, sólo es el mcguffin que utilizan para dar rienda suelta a sus cinefilias. La vida misma es para ellos un mcguffin, una excusa cojonuda para hablar de cine hasta la madrugada. José Manuel Varela y Federico Alcántara son dos alineados que me resultan muy familiares. Dos desertores de la realidad que encontraron la vida lejos de sí, en las pantallas.



Marsillach [borracho, pero lúcido]: ¿Tú sabes por qué nos hemos hecho mayores sin darnos cuenta?
Puente [más borracho aún]: No me acuerdo
Marsillach: Pues por una cosa muy sencilla. Porque nosotros no hemos vivido.
Puente: ¿Ah, no?
Marsillach: No. Nos han vivido. Siempre hemos vivido vidas que no eran nuestras vidas, porque en nuestras vidas sólo hay historias...
Puente: ¿Tú estás seguro... tú estás seguro de eso?
Marsillach: Completamente, Federico. Somos irreales. Vivimos en estado de película.



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Los sueños de Akira Kurosawa

🌟🌟🌟🌟

A otras personas el sueño se les va en un suspiro, en un fundido negro que enlaza con el día siguiente. A mí, en cambio, los sueños me cunden como vigilias. Me canso, literalmente, de soñar. Me duermo y me lanzo a los caminos hasta que suena el despertador. Hace años que no tengo un sueño reparador. Todas las mañanas me levanto exhausto porque en los sueños no paro de caminar. Mi cansancio es físico, no mental, porque en los sueños no sufro gozos ni pesadillas. Las mías son aventuras tontas, baladíes, como de comedia de enredos. Lo que me fatiga es el ejercicio de perseguirme por los escenarios, que son mucho y distantes. Un ejercicio literal, y no metafórico. Lo primero que me duele al despertar son las piernas, endurecidas y cargadas. Envejezco muy deprisa porque en el soñar no encuentro la paz de espíritu. No reparo una sola célula, ni ordeno un solo pensamiento. No descanso. Ni me olvido.


    Los sueños de Akira Kurosawa es una película que veo con mucha frecuencia porque es bellísima, y porque me reconozco en las imágenes. Me aburro mucho con otros cineastas que exponen sus onirismos porque sueñan de un modo diferente. Kurosawa, en cambio, soñaba como sueño yo: en largas caminatas que lo llevaban de aquí para allá. El personaje de Los sueños es un caminante de gorra y mochila que lo mismo aparece en el Fujiyama, hablando con un demonio, que en Auvers-sur-Oise, departiendo con Van Gogh. Un turista que sube montañas, desciende valles, recorre campos de trigo... Sólo en el último sueño, en La Aldea de los Molinos de Agua, él encontrará el descanso junto al arroyo. Quién no querría vivir en un pueblo así, con esas gentes sencillas que encaran la vida con humildad, y la muerte con alegría, si uno ha vivido bien y lo suficiente. Quién pudiera quedarse allí para siempre, para no soñar más. Para no vivir más, en la realidad que aguarda al despertar. 



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Calvary

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Llevo ya media hora de calvario, viendo Calvary, cuando empiezo a creer que me he confundido de película. Sí, el actor es Brendan Gleeson, y sí, sale disfrazado de cura, pero ésta no parece la obra maestra de la que hablaban por ahí. ¿Cuántas probabilidades hay de que exista otra película con Brendan Gleeson repartiendo hostias consagradas, y que también se titule Calvary, o algo parecido, Calgary, o Albany?
    Así que mientras en la pantalla se siguen sucediendo los despropósitos, cojo la tablet para repasar las referencias y confirmo que ésta es, en efecto, la película que tanto elogiaban en los foros, y tanto piropeaban en la prensa especializada. Se ve que es un problema mío, por tanto, y no una disfunción del universo entero. Que soy yo el que no pillo la gracia, el que no aprecio los méritos. En fin. Apecharé.


    El padre James, al que interpreta el bueno de Gleeson, es un cura de vocación tardía que escuchó muy tarde la llamada de Dios. Quizá por eso, porque su fe es sospechosa, y sobrevenida, el obispo le ha enviado a este pueblecito irlandés donde el director de la película, el pedante e insufrible John Michael McDonagh, ha querido embutir Sodoma y Gomorra en un pub rodeado de cuatro casas y cuatro prados. En este Innisfree vuelto del revés tenemos adúlteros, viciosas, renegados, fornicadores, ladrones, asesinos en serie, ricos asquerosos que jamás pasarán por el ojo de una aguja. Sodomitas también, propiamente dichos, que le hablan sin tapujos al señor cura sobre el semen que les cae chorreando por el culo (sic). En fin... Este es el nivel de los diálogos, que quieren escandalizarnos, y llevarnos las manos a la cabeza, a nosotros, los chicos del barrio de León, que con estas provocaciones no teníamos ni para desayunar...



    Y sin embargo no me levanto. Ni pulso el mando a distancia para buscar un ratico de fútbol, o de risas, en otro canal, antes de dar el día por perdido. Me quedó en el sofá, desmadejado, atraído por la incongruencia, por la grandilocuencia, por la supina gilipollez.  Es la fascinación por lo mal hecho, que a veces es más poderosa que el enfado, y que la decepción. Hay tanta pedantería boba, tanto exceso gratuito, tanta filosofía barata en Calvary, que yo quería dar testimonio ante los cuatro gatos del callejón. Para advertirles, o para animarles, que ya no sé.  



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¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después

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Hace cinco años que dejamos a Jorge Sanz con la pierna rota en Guatemala y las cosas no parecen haber cambiado gran cosa. Ni en la vida real -donde Sanz sigue protagonizando películas olvidables, culebrones para marujas y un único papel reseñable en Vivir es fácil con los ojos cerrados- ni tampoco, por lo que se ve, en la ficción atribulada de ¿Qué fue de Jorge Sanz?, donde nuestro héroe sigue buscando una oportunidad en los proyectos de directores modernos y molones, olvidado y repudiado a partes iguales.


    David Trueba ha decidido no rodar una segunda temporada de la serie, sino retomar el personaje cada cinco años, en largometrajes que sean como reencuentros fugaces. Como esos que tenemos con el viejo amigo en el café, o con el olvidado familiar en el funeral. El experimento de ¿Qué fue de Jorge Sanz? ya lo probó François Truffaut con el personaje de Antoine Doinel, o, salvando los formatos, Richard Linklater con el muchacho Mason de Boyhood. Original o no, la ocurrencia de Trueba y Sanz nos sabe a poco a los seguidores de la serie original, que esperábamos otros seis capítulos llenos de coñas y tragicomedias, de ficciones y realidades que nos dejaran largo rato ante el ordenador, separando el grano de la paja. 

    ¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después se nos ha pasado en un suspiro, entre risotadas y reflexiones, y sólo de pensar que no habrá más desventuras de Jorgito hasta dentro de un lustro nos sumimos en un hondo pesar. Y no sólo porque ya echamos de menos a un personaje que se ha convertido en amiguete y referencia, sino porque vete tú a saber, dentro de cinco años, donde andaremos todos. Y si andaremos, siquiera, por este valle de las lágrimas. Trueba y Sanz han prometido llevar al personaje hasta el final, hasta el asilo de ancianos, recordando los viejos éxitos con una mantica sobre las piernas. Está por ver quién llegará el último al desenlace. Quién será el primer ausente en la reunión. Si alguno de ellos, o nosotros, que los contemplanos, y nos partimos la caja.




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¿Qué fue de Jorge Sanz?

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Cuando Canal + estrenó la comedia ¿Qué fue de Jorge Sanz?, fuimos muchos los que nos preguntamos: "¡Hostia, es verdad! ¿Qué fue de Jorge Sanz?" Para los que no vemos series españolas, ni seguimos la serie Z de nuestro cine, el actor llevaba años desaparecido de la cinefilia, desde que interpretara al falangista recalcitrante de La niña de tus ojos

    El otrora niño prodigio y adolescente picarón, mancebo follador de Amantes o de Belle Époque, seguía viviendo en los DVDs de nuestras estanterías. Pero el adulto treintañero moraba en las catacumbas de los proyectos, en los márgenes abismales de la industria. Nunca le tuvimos por un actor excelso, la verdad, con ese porte que siempre le delataba como Jorge Sanz; con esa dicción que a veces era difícil de entender. Pero era un tipo al que le teníamos simpatía, con esa sonrisa de pícaro que volvía locas a las mujeres, y a nosotros nos despertaba una envidia muy sana, de tío que se lo montaba dabuten en los famoseos de Madrid.

    Corría el rumor -no confirmado en ninguna fuente de internet- de que Jorge Sanz era un falangista verdadero, uno que el 20-N peregrinaba a la tumba de José Antonio a corear consignas y jurar amor por España. Y eso, la verdad, nos distanciaba un poco del personaje. "Si es así, que le den", pensábamos con maldad. Pero la serie de Canal + tenía muy buena pinta, con David Trueba en el guión y en la dirección, y con Jorge Sanz arrastrándose por los escenarios, y por la vida, en una farsa autobiográfica que bebía directamente de nuestras comedias preferidas: Larry David, la pionera, y Louie, la dignísima sucesora. 

    Si la serie española iba a ser la mitad de buena, ya merecía la pena el esfuerzo de sentarse. Y pardiez que fue la mitad de buena, y más aún: ¿Qué fue de Jorge Sanz? es la perfecta descojonación de un personaje. Sanz se ríe de sí mismo a mandíbula batiente, vulnerable y jeta, venido a menos y echado p'alante. Polígamo y padrazo, ingenioso y bobalicón, intuitivo y metepatas. La contradicción perfecta que después de seis episodios nos dejó con la duda de dónde empezaba un Jorge Sanz y dónde terminaba el otro.  Del falangista joseantoniano, por cierto, nada se supo, a pesar de la bronca -¿real, inventada?- de Juan Diego Botto en el AVE a Barcelona.
  




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Star Wars: el imperio de los sueños

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Existen dos modos de interpretar El imperio de los sueños -este making off extendido de la primera trilogía- como existen dos maneras, por lo menos, de leer Rayuela, la novela de Cortázar. Si hacemos caso del documental, el empeño de George Lucas fue una cosa de visionario, de quijote norteamericano que se enfrentó a los molinos de viento para defender su aventura de héroes y villanos, de humanos y robots. De bichos peludos de dos metros de altura y enanos verdes que hablaban con la sintaxis extraviada.

    Los malos, en El imperio de los sueños, son los ejecutivos de la 20th Century Fox, que al parecer nunca confiaron en el éxito de la misión. Entre que el rodaje se pasaba de presupuesto, los copiones del rodaje eran lamentables, y que el propio Lucas parecía renegar de sus avances –tan alejados de su visión artística-, los ejecutivos enviaron varios ultimátums a los estudios Elstree, en Inglaterra, donde se filmaba el grueso de la trama, y donde al parecer los propios actores se descojonaban a escondidas de los diálogos y los disfraces. Sólo hubo un hombre, además de George Lucas, que confió en la lluvia de dólares que iba a caer sobre todos ellos: Alan Ladd Jr., el CEO de la compañía, que resistió las presiones airadas de directivos y accionistas. Al final, como todos sabemos, Lucas salió triunfador de sus desafíos, montó un emporio comercial que llega hasta nuestros días y cambio la historia del cine para siempre.

    Pero existe, como digo, otra manera de ver las cosas: una que en el documental nunca se desliza ni se sugiere. La de que George Lucas tuvo la suerte de cara, por no decir la potra, o la flor en el culo. La suerte es necesaria para emprender cualquier proyecto en la vida, desde construir una trilogía galáctica a no partirte la crisma camino del supermercado, montado en la bicicleta. Pero tengo la sensación, el presentimiento, la pequeña maldad también, de que el resultado final de Star Wars está muy lejos de la idea originaria de Lucas. Uno ve esos bocetos iniciales, esos personajes embrionarios, esas líneas de guión deficitarias, y sospecha que cualquier parecido con lo que se vio años más tarde en los cines es pura coincidencia. 

    En la segunda lectura de El imperio de los sueños, Lucas tuvo la tremenda suerte –o el tremendo acierto- de contar con profesionales que fueron moldeando lo que iba camino de ser una película para niños: Ralph McQuarrie, en los diseños artísticos; John Dykstra, en los efectos especiales; y los propios actores, en contubernio, que le iban añadiendo y quitando cosas a los diálogos para hacerlos más digeribles e incisivos. Sea como sea, entre todos parieron la película que marcó a mi generación. No la mejor, pero sí la que nos quedó grabada a fuego. La que nos sigue llevando a los cines, y a los merchandising, y a los documentales como éste, para saber más cosas, y cotillear en los bares y en los foros. Frikis forever.



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El exorcista

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En el momento de máximo pesar por la transformación de su hija en un demonio, Chris MacNeil trata de convencer al padre Karras para que practique un exorcismo en la gélida habitación.
- Le digo que esa cosa que está ahí arriba no es mi hija.

    Y es ahí, justo en ese momento, en la sexta o séptima vez que veo El exorcista desde aquella tarde aterradora de mi adolescencia, cuando comprendo que la película no va en realidad de la lucha del Bien contra el Mal. Del duelo personal entre el demonio Pazuzu y el padre Merrin, que se retaron como dos machotes en las excavaciones arqueológicas de Nínive. El exorcista, despojada de vómitos verdes y de crucifijos ensangrentados, sólo es una película sobre el tenebroso paso a la adolescencia: el retrato de cómo una niña angelical se transforma en un bicho malhablado y malencarado. Aquí dicen que es por culpa del demonio para convertirla en película de terror, pero todos sabemos que en realidad es por culpa de las hormonas, y que a esta niña, por alguna razón, le sientan mucho peor que a sus compañeras del instituto.

    El lamento de Chris MacNeil lo he pronunciado yo muchas veces en los últimos tiempos, cuando escucho a mi hijo adolescente trasteando en su habitación, también escaleras arriba, como en la película. A veces le oigo los tacos, y percibo las convulsiones, cuando escucha música sobre la cama con los auriculares puestos. El retoño no está poseído por ningún demonio -al menos eso espero- pero no es, desde luego, el mismo niño que era antes de la invasión hormonal. Es el Pitufo, sin duda, pero es otro ser. Ni mejor ni peor, pero distinto. 

    Mi hijo, al que quiero mucho, faltaría más, no habla castellano al revés, como hacía la niña Regan, pero sí tararea letras de rap a todas horas, que a mí me suenan a arameo, o a babilonio, alguna lengua muerta cuyo dominio entraría en los justificantes para practicar un exorcismo. No me gustan los curas en mi casa, pero puede que así lo arreglemos un poco, al chaval, que de tanto negar con la cabeza un día se va a dislocar las vértebras, y se va a quedar con la cabeza del revés, mirando la pared, en vez de la pantalla del móvil, o los muñequitos de la Play.




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La habitación

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Ya he confesado varias veces en este blog que en la intimidad de mi habitación, a resguardo de la gente, soy un llorón de mucho cuidado cuando la película me pilla por los lagrimales. Al principio, cuando siento el palpitar, un ejército de castores construye un dique para contener las lágrimas, con troncos y ramitas, hasta que al final, impepinablemente, todo se desborda y me pongo perdidas las mejillas, y los cristales de las gafas, que da mucha grima verlas, y ver a través de ellas. Qué tendrán las lágrimas que al secarse dejan en el vidrio esos churretones como de semen.

     Las mujeres, porque son una especie muy rara, y todavía están sin explicar por los científicos, a veces se sientan en el sofá con la intención de poner una película "para llorar", y se acomodan con los kleenex a mano, y las piernas recogidas en un abrazo. Ellas son así: sufridoras de vocación. Los hombres, en cambio, siempre lloramos por sorpresa, en películas que al principio podemos intuir tristes, o difíciles de encarar, pero que confiamos en superar con nuestra masculinidad velluda y musculosa. Quizá por eso nos ponemos así de perdidos, porque nunca tomamos medidas preventivas, y luego nos restregamos las lágrimas y el moco, y la misma vergüenza de haber llorado, mientras que ellas, solventada la suciedad, se ponen tan guapas con los gimoteos, tan tiernas y sonrosadas.


    La habitación, que es la película que hoy me ocupa, es una película hecha con la mala intención de hacernos llorar, a hombres y mujeres por igual. La historia de esta madre secuesrtrada no debería dejar un ojo seco en butacas y sofás. Y sin embargo, yo he resistido. Y no por vergüenza, sino porque me molesta, sobremanera, que quieran hacerme llorar. Yo sólo lloro desprevenido, con la guardia baja, en debilidades muy particulares. La habitación, vaya por delante, es una bonita película, emotiva, primorosa, con una actriz de tronío, Brie Larson, que en este blog ya quedó como santa de obligada devoción tras su papel en Las vidas de Grace. Pero La habitación tiene músicas tramposas, y trucos sucios, y a veces -perdónenme la indecencia- uno siente la mano del director metiéndose por mi culo, queriendo manejar mis reacciones como un ventrílocuo con su muñeco. Una colonoscopia que me incomoda y que me predispone a la rebeldía. 

    Y aún así, al final,  una lagrimita furtiva se me escapa de la voluntad y resbala suave por la mejilla, sin tocar cristal de gafa, eso sí. Menos mal.




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