La Profecía

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Entre nosotros habitan los creyentes (la mayoría), los ateos (la minoría) y los satánicos (lo mejor de cada casa). Pero esta división no abarca todas las opciones doctrinales. También hay personas que sostienen extraños híbridos en materia de fe, como una tía que yo tenía, que creía en la Virgen María sin creer en Dios, cosa que en la Edad Media hubiera movilizado a todo un concilio de obispos y teólogos. También tengo un primo, no muy centrado el pobre, que se caga en Dios y en los curas durante todo el año, clamando porque algún valiente vuelva a quemarles las iglesias y los envíe al destierro como hizo Carlos III con los jesuitas, y luego, cuando llega la Semana Santa, se viste de papón para desfilar orgulloso por las calles de la capital porque dice que los ropajes le sientan muy bien, y que él está con el folklore y con las fiestas populares.

    Y luego estábamos nosotros, los adolescentes rebeldes del colegio, que hartos de tanta monserga inconcebible, de tanta fábula de milagos, dejamos de creer en Dios mucho antes de desengañarnos del Diablo, lo que nos dejó durante años en una tierra filosófica harto confusa. Y terrorífica. No es que fuéramos satánicos ni nada por el estilo: nosotros no íbamos a los cementerios de León a sacrificar gallos, ni volteábamos los crucifijos de la capilla cuando ningún profesor nos vigilaba. Más bien nos cagábamos de miedo con estas cosas cuando las veíamos en las películas, y nos cagábamos, además, más que nadie, porque al no creer en el reverso luminoso de la Fuerza, no teníamos un antídoto espiritual que oponer a tanta maldad.

    Fue por aquella época de sinsentido teológico cuando descubrimos, en el videoclub de la esquina, La Profecía. No sé cuántas veces llegamos a alquilarla, fascinados y morbosos, porque allí, en las andanzas paternales de Gregory Peck, se afirmaban los dogmas de nuestra extraña religión: que el diablo campaba a sus anchas por los laberintos del mundo, invulnerable y puñetero, y que tarde o temprano aparecería sobre un monte para declarar el fin de los tiempos, y el inicio de su Reich.  De haber visto La profecía en una pantalla de cine no sé cómo la hubiéramos superado, pero como la alquilábamos los cuatro amigos, y la veíamos en el salón de casa despatarrados por los sofás, nos echábamos unas risas que eran muy liberadoras. Luego poníamos la porno que alquilábamos sin tener la edad legal, y pensábamos que si los curas eran los encargados de condenar todo aquello, tal vez un reinado de las Tinieblas no estaría tan mal después de todo. Si el Anticristo iba a permitir, y hasta fomentar, la participación de los muchachos en aquellas orgías tan excitantes, bienvenido fuera. Las sonrisa diabólica de Damien, al final de la película, también encerraba hermosas promesas.



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¿Qué invadimos ahora?

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Michael Moore, nuestro gordito favorito, en un extraño proceso biológico que quizá tiene que ver con su dieta, o con que los agentes de la CIA lo andan envenenando, ha terminado por convertirse en su abuela de Michigan. Se le ha puesto una pinta rara, con andares bamboleantes, y mucha piel sobrante por la cara, y eso hace que en ¿Qué invadimos ahora? sus advertencias suenen a reprimenda de grandmother americana: que mira qué bien viven los italianos y nosotros con tanto trabajo, o hay que joderse con las escuelas que tienen en Finlandia y nuestros nietos aquí, en el cuchitril, con profesoras que cobran tres dólares y hamburguesas grasientas todos los días en el  menú.

    Los críticos de Michael Moore -que son, para mi indignación, mayoría entre la prensa acreditada- lo tienen muy fácil para zaherirle en esta ocasión: "Moore, el abuelo Cebolleta", y cosas así. Yo entiendo que hay que comer, que la cosa está muy jodida, y que incluso en la prensa progresista nadie habla bien de él por no llevarse una reprimenda del redactor jefe, al que le pagan por predicar las bienaventuranzas del capitalismo. Con Michael Moore, los paniaguados ya ni se molestan en escribir nada nuevo: simplemente cambian el título del documento anterior y firman la crítica como si fuera de ayer mismo. Da grima tener que releerles cada cinco o seis años: que si Moore es un maniqueo, un manipulador, un observador parcial de la realidad... Nos ha jodido. Pues claro. El gordo entrañable tiene una visión ideológica del mundo, y a predicarla dedica su profesión de cineasta; como ellos mismos, al escribir, defienden su ideología conservadora, o fingen defenderla para no terminar en el paro. Aquí cada uno va a lo suyo.

    En ¿Qué invadimos ahora?, Michael Moore se rinde a los encantos del bienestar europeo. O a lo poco que nos queda de él. Ahora que nos parecemos cada vez más a su odiado y amado Estados Unidos, Michael, como un don Quijote con gorrita de béisbol, recorre bandera en ristre los campos de Europa para asombrarse de nuestra calidad de vida, de nuestro espíritu cívico, y en cada nueva aventura vota a bríos que él habrá de llevar tamañas maravillas al otro lado del mar. Moore, por supuesto, no ha puesto el pie en nuestro país, porque de aquí no hay gran cosa que llevarse, y hasta tiene el atrevimiento de dar una gran zancada desde Francia para posarse en Portugal, a estudiar la política nacional contra las drogas, y ningunearnos con sus santos cojones que nos tapan el sol. El sol, el sagrado sol, que es nuestra única gran aportación a la humanidad. Y la paella, y la sangría...


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Mustang

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Para un turco cejijunto de las serranías de Anatolia, no hay mayor desgracia que hacer un pleno de cinco hijas en cinco disparos seminales, y que las cinco, además, por esos designios insondables de Alá, sean de una belleza excepcional, o estén en la promesa de serlo.

    Mientras eran niñas, y en sus cuerpos no habían crecido las tentaciones, las cinco hermanas jugaban alegremente en las playas, en los campos, en la finca familiar, y lo hacían, incluso, con los otros niños del lugar, como si la Turquía profunda formara parte jovial de la Unión Europea. Pero una mala mañana de verano, ay, para celebrar el inicio de las vacaciones, las cinco hermanas se dan un chapuzón en la playa junto a sus compañeros de instituto, y aunque lo hacen vestidas con el uniforme escolar, y eluden cualquier contacto equívoco de las pieles o de los sexos, no pueden impedir que el agua traidora pegue sus camisas a los cuerpos, transparentándolos. Ni que una vecina ociosa, un carcamal de esos que aparecen en cualquier sitio para denunciar los usos de la juventud, lo mismo en Anatolia que en Palencia, le vaya al padre con el cuento de la ignominia. A partir de ahí, Mustang se transformará en un cuento de terror medieval, con damiselas encerradas en la torre que son ofrecidas en matrimonio al mejor postor de los contornos. Una trata de blancas en toda regla. O aún peor, de ganado.

    Uno pensaba, en su ignorancia antropológica, que esta práctica de los matrimonios forzosos ya sólo tenía lugar en la India, en el Asia profunda, o en las islas perdidas del Pacífico, y no aquí al lado, en el vecindario, al otro lado del Bósforo, donde juegan afamados futbolistas y se pasean turistas occidentales con cámaras al cuello, buscando las ruinas griegas, o las cimitarras de Solimán. Pero se ve que no, que en las montañas turcas las mujeres siguen valiendo lo mismo que las cabras o que las vacas, y que aún les queda mucho camino por recorrer, y por reivindicar. 

    Mustang, que como arte tiene un pase entretenido, y como documento un valor incalculable, continúa la larga tradición de películas que te quitan las ganas de viajar a Turquía. A Lawrence de Arabia le daban por el culo en la prisión; al estudiante americano de El expreso de medianoche lo torturaban; a los personajes de Nuri Bilge Ceylan les pueden las melancolías y los fracasos. A Ana Belén, en La pasión turca, también la daban por el culo, y por otros sitios, con tanta fuerza que terminaron desgarrándole el alma. Es ver una película ambientada en Turquía y prepararse uno para lo peor.



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Dos buenos tipos

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En las buddy movies tradicionales, que son esas películas donde una pareja dispareja de detectives resuelve sus casos a tiroteos y a cacharrazos, uno de los policías hace de atildado, de eficiente, de respetuoso con el marco legal, mientras que el otro va a su puta bola y se caga en las normas del régimen interno, y del régimen exterior. El primero suele ir vestido de manera sobria, con traje y corbata, y lustrosos zapatos, mientras que el segundo lleva cualquier camiseta barata y luce barba de varios días de resaca. El detective ejemplar está casado, tiene hijos, vive en una casa que es la envidia del vecindario; el detective conflictivo, por el contrario, para equilibrar el ying con el yang, es un caradura que folla a diestro y siniestro pero malvive en un apartamento de mala muerte, a veces en el mismo barrio donde compran el pan y trafican la marihuana los malotes que habrá de perseguir a continuación.

    Casi treinta años después de Arma letal, Shane Black vuelve a retomar el género de la buddy movie con Dos buenos tipos, pero esta vez, agotada ya la fórmula del contraste, ha decidido que los dos detectives sean igual de tolilis y de desastrados. Las risas que perdemos en el juego de las diferencias las ganamos en el descojone absoluto, en la chapuza laboral, en la ineficacia casi ibérica de las pesquisas. El inconcebible Gosling y el autoparódico Crowe se ven envueltos en un caso de espionaje industrial que está mucho más allá de sus menguadas capacidades, y se pasan la película metiendo la pata y poniendo cara de merluzos ante la adversidad. De hecho, se parecen mucho más a Mortadelo y Filemón que a Mel Gibson y a Danny Glover. Crowe, que es el cerebro menos disfuncional de la pareja, ejerce de Filemón adusto y mandón, mientras que Gosling, que va todo el día fumado o apijotado, es el Mortadelo que repite a todas horas "sí, jefe" y lo va embrollando todo cada vez más. 

    Dos buenos tipos es un cómic muy loco de Ibáñez en el que actúa, de estrella invitada, Sophie, la hija listísima del inspector Gadget, para hacer el trabajo profesional que su padre y el otro colega no son capaces de sobrellevar.



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American Crime. Temporada 1

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Aquí, en la tranquila pedanía del noroeste, no existen los problemas raciales que describe American Crime al otro lado del océano, y de la civilización. Aquí están los bobos del campo de fútbol, eso sí, que hacen uh, uh cuando un jugador de raza negra se apropia del balón, y los chinos del bazar, que te miran con recelo cuando sales de su tienda sin haber comprado nada. Y los nativos con ocho apellidos oriundos, claro, que si has nacido al otro lado del puerto, en las tierras llanas de la estepa, suelen recordarte con recochineo que las condiciones climatológicas del secano nos han privado de algún oligoelemento esencial, de alguna proteína insustituible. Son asuntos feos, innobles, de una cierta mezquindad intelectual, pero que no se resuelven en asaltos a mano armada, ni en manifestaciones reprimidas por la policía. Ni mucho menos en estos pifostios existenciales, prácticamente hamletianos, que traen a mal traer a todos los personajes de American Crime.


    La violencia racial que describe la serie, y que enzarza a caucásicos con negros, y a chicanos legales con espaldas mojadas, es una realidad muy alejada de nuestra experiencia cotidiana. Y sin embargo, las tramas nos interesan, y los personajes nos conmueven, porque hemos crecido con estas mandangas desde que tenemos uso razón, e incluso antes, cuando éramos espectadores inconscientes de lo que veíamos. Tal es así, que cuando aterrizamos en un municipio tan exótico como Modesto, en California, nos sentimos partícipes de la situación. Años y años de ficción norteamericana taladrando nuestros televisores nos han convertido, en cierto modo, en yanquis honoríficos con gorra de béisbol y Budweiser en la mano. El himno de nuestro inconsciente, por muy rojos y muy antiimperialistas que nos pongamos, es el Star-Spangled Banner

    Uno se sienta a ver Cuéntame y a los diez minutos piensa: "Sí: es mi gente, es mi historia, es mi contexto cercano, pero todos estos tipos me importan un comino". Uno, en cambio, se sienta a ver American Crime y piensa: "No es mi gente, no es mi historia, no es un contexto que yo haya vivido, ni que seguramente vaya a vivir, pero no puedo despegarme de la pantalla". Es la fuerza, simplemente, de las cosas bien hechas: de las facturas impecables, de los actores convincentes, de las actrices certeras, de los diálogos bien escritos. Atrapados por la estética, los cinéfilos de este país hemos renunciado al consumo del producto nacional, como sería menester en cualquier patriota bien nacido. 




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Vientos de agua

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Hoy quiero confesar, como cantaba la tonadillera, que he abandonado Vientos de agua en su episodio número seis, como un pecador cualquier de la pradera. Me impele a ello la vergüenza, la baja autoestima del telespectador que quiere ser refinado y termina naufragando en estos productos tan serios y respetables. 

    Vientos de agua es una serie que Tele 5 primero financió, luego maltrató, y finalmente suspendió de su programación, hará cosa de diez años. Hubo muchas protestas, muchas cartas airadas que no conmovieron a los directivos de la cadena. La serie, con el tiempo, tuvo gran éxito en las catacumbas de internet, y en el mercado legal del DVD, y se convirtió en un lugar de culto donde sus feligreses se refocilaban y se vengaban complacidos. Vientos de agua, obviamente, no era una serie para el prime time de la telebasura. Campanella y sus acólitos ofrecían una serie densa, currada, de cinema qualité, que tenía incluso subtítulos en los primeros episodios, cuando los mineros asturianos bableaban entre ellos para picar sus carbones y planear sus revoluciones. Y la audiencia media de la cadena, claro, al primer subtítulo, se piró a Antena 3 para ver un programa basura sin aspiraciones intelectuales.   




    Yo vine a Vientos de agua engañado por un mal razonamiento. Que el espectador medio de Tele 5 rechazara la serie, y que yo, al mismo tiempo, rechazara al espectador medio de Tele 5, no implicaba en absoluto que Vientos de agua y yo fuéramos a congeniar. La historia que vamos a llamar A, la del argentino que deja Buenos Aires para encontrar trabajo en nuestro país, después del corralito, todavía tiene un pase, y un entretenimiento, porque este actor, Eduardo Blanco, con su cara de perrete apaleado por las circunstancias, hace creíble cualquier aventura loca de las que le suceden en Madrid, y mira que son locas, y hasta absurdas algunas. Pero la historia que vamos a llamar B, la de su padre emigrando a Buenos Aires en los tiempos de la Revolución de Asturias, se me hace chicle en la atención, y yo la masco, y la masco, tratando de digerirla, y nunca termino de deglutirla. No sé si es el color sepia de la fotografía, si la pedantería impostada de los diálogos, si el aire permanente de una versión argentina de Amar en tiempos revueltos... Pero al llegar a esa parte de la historia se me desvía la atención, y casa episodio se convierte en una cuesta interminable y fatigosa como las del Tour de Francia. Al sexto repecho, avergonzado de mí mismo, hermanado, sin querer, con la audiencia estándar de Tele 5, he decidido abandonar y que me recoja el camión escoba para que haga conmigo lo que quiera. Yo lo entenderé. 


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Madrid 1987

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Entre que María Valverde es una actriz de belleza sin par, y que tiene cierta propensión a mostrar su cuerpo desnudo, cuando sale en una película, la tensión sexual se instala en el patio de butacas, o en el salón de nuestra casa. Ella, por supuesto, no se da por aludida, porque su holograma ni siente ni padece las emociones. Pero nosotros, óseos y carnales, todavía jóvenes y sanos en el deseo, sentimos que la sangre se nos enturbia, y que la mirada se nos ensucia. Que el espíritu cinéfilo no va encontrar reposo hasta que ella se despelote por exigencias del guión. Y los guiones, con tal de desnudar a María Valverde, son capaces de inventarse cualquier excusa, que menudos son estos tunantes de escritores, y de directores, cuando se ponen a imaginar.



    En Madrid 1987, María Valverde interpreta a una estudiante de periodismo que quiere sonsacar sus secretos a Miguel Batalla, un viejo articulista que ya tiene el culo pelado de tanto escribir contra Franco y de tanto luchar por la Transición. Y Miguel, claro está, no está dispuesto a regalar sus arcanos así como así, a la primera chiquina que se acerque por la cafetería. Él ya está en la pitopausia, en la colgadura de las carnes, en la recta final de los placeres, y oportunidades así le quedan muy pocas a los gajes de su oficio.

    Así que en Madrid 1987, a los veinte minutos de metraje, ya tenemos a María Valverde despelotada en el apartamento, para solaz de nuestra mirada, y para remanso de nuestro espíritu, que libre de la tensión sexual centra sus atención en los soliloquios de José Sacristán. Su personaje, más propio de los viejos tiempos de José Luis Garci, suelta una verborrea post coitum que se lleva más de una hora de metraje, disertando sobre la escritura, sobre las canas, sobre la vida en general, y la única diferencia con las asignaturas pendientes es que Fiorella Faltoyano o Emma Cohen le escuchaban arrobadas en la cama con las sábanas destapando los pechos, mientras que aquí, en Madrid 1987, María Valverde le soporta el rollo sentada en un retrete. Es tan rebuscada la disertación, tan reflorida la sabiduría del personaje de Sacristán, que la tensión sexual vuelve a cogernos de los huevos cuando ya estábamos desprevenidos, en el quinto o sexto bostezo, y a partir de ahí ya sólo nos fijamos en la dichosa toalla, a ver si se escurre, o se cae, o regresa a su colgadero.




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Zootrópolis

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Yo, que nunca fui un niño demasiado espabilado, tuve que hacerme mayor -vergonzosamente mayor- para comprender que detrás de las películas de dibujos animados había tipos con barba en la cara y pelos en los huevos que aprovechaban la fábula y el jolgorio para endilgarte un poco de su ideología particular, o de su empresa pagadora. Con esta nueva luz, hasta la más inocente película de Walt Disney -porque cuando yo era niño todas las animaciones eran de Walt Disney- escondía una enseñanza secreta, moralizante, siempre ajustada al modo de pensar norteamericano, con la retórica de los ganadores y los perdedores, el my way y el american way of life.

    Poco después de este descubrimiento, empecé a ver las películas animadas en compañía de mi retoño, allá en los cines atestados de mocosos, o en el más tranquilo salón de nuestro alquiler. Mientras él, pobrecico, se quedaba con la fachada de los colorines, yo, con mis pocas luces de adulto, me adentraba en la estructura de la tramoya, y aplaudía o me indignaba como si asistiera a una clase de filosofía o de política, y no a una película de bichos que se enzarzaban y se perseguían. Luego el retoño se hizo mayor, perdió el gusto por las películas, y yo dejé estos ejercicios para otra paternidad que fue indefinidamente pospuesta. Alguna vez, sin embargo, cuando la película viene muy alabada por la crítica, todavía me entretengo en diseccionar estos asuntos.

    Zootrópolis es una película de factura perfecta, asombrosa, tecnológicamente impecable. Te ríes mucho con las ocurrencias y las tontunas, y en las escenas más intimistas hasta sientes que alguna lágrima trata de escapar para avergonzarte.  Pero Zootrópolis, más allá de sus formas, es una película de moraleja muy cuestionable. Su mensaje es que los instintos no importan, que los genes no mandan, que la naturaleza no pinta nada en el modo de ser de cada uno. Que los antropomorfos de la película -y por ende, los humanos que la vemos- somos una tábula rasa donde la educación y la concordia pueden escribirnos desde cero, diseñarnos desde abajo, para hacernos ciudadanos ejemplares y devotos de las leyes. Zootrópolis quiere ser una advertencia contra el sexismo, contra el racismo, contra el prejuicio en general, y en eso ha de ser aplaudida y bienvenida. Pero de ahí, a hacernos creer que los lobos y las ovejas pueden viajar en el mismo tranvía sin que nada suceda, sólo porque la educación y la civilización son herramientas todopoderosas, media un abismo muy difícil de saltar. 

    La ciudad de Zootrópolis pretende ser la capital del buen rollo y yo no dejo de mirarla con ojos más bien aterrados. Más distópica que utópica, más inquietante que modélica. 



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Las ibéricas F.C.

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El otro día, en la terraza del bar, a la altura de la cuarta o quinta cerveza, mi amigo y yo concluimos que cualquier película española de los tiempos pretéritos, por mala que fuese, ya tenía el valor incuestionable de lo documental. Las mayores mierdas del franquismo, o del destape, ya habían adquirido la dignidad de lo antiguo, la respetabilidad de las viejas señoras. Concluimos que si poníamos el canal de cine español a cualquier hora nos quedaríamos pegados a la pantalla con cualquier película que pasaran. 

    La otra tarde anunciaban el pase inminente de Las ibéricas F.C., una película del año 71 en la que, para mi sorpresa, aparecían nombres como José Sacristán, o Antonio Ferrandis, o el mismísimo Fernando Fernán-Gómez, que le otorgaban una pátina de respetabilidad al asunto. Lo que finalmente ocurrió con Las ibéricas F.C. todavía es objeto de debate en la universidad. Porque la película, en efecto, tiene un valor documental inestimable, casi de museo antropológico: una sandez indescriptible sobre once gachís -todas ellas saladísimas menos una- que se empecinan en jugar el fútbol a pesar de que sus maridos y sus novios les niegan el permiso con grandes voces y anatemas, y hasta amenazan con soltarles un buen par de hostias falangistas si persisten en el empeño. 

    Pero ellas, liberadas del tardofranquismo, inspiradas en las mujeres europeas que ya tomaban las playas del Levante como los americanos Normandía, persiguen su sueño con el ahínco terco de las soñadoras, y salen al campo con todo el muslamen al aire, y las tetas rebotando, y las poses calculadas, mientras en la grada los espectadores masculinos desorbitan los ojos y silban piropos y sueltan chistes muy sofisticados del tipo "¡Vaya delantera que tienen las ibéricas", o "Esas piernas no las tiene ni Di Stéfano", y cosas así, que eran de hacer mucho reír por la época. En el banquillo, haciendo de fisioterapeuta, José Sacristán babea como un tonto mientras masajea los muslos de las señoritas y musita todo el rato: "Me estoy poniendo las botas, las botas...". En fin... Ya digo que Las ibéricas F.C. es el retrato casposo de toda una mentalidad, de toda una sociedad incluso. Un 10 como una casa, en ese aspecto. El problema, para validar nuestra teoría cinematográfica, es que dudo mucho que esta mierda sin parangón -inefable para quien no la haya visto, tres pisos por debajo de lo pésimo o de lo vergonzoso- llegue a la categoría de película. 




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Volver

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Que nosotros sepamos, fuera de los locos del manicomio y de los feligreses de la iglesia, la facultad de hablar con los muertos sólo la tienen los personajes del realismo mágico, en las novelas sudamericanas, y los personajes de las películas peculiares, que aprovechan la ficción para pedir explicaciones al muerto que se fue, o para darlas ellos mismos, que se habían quedado sin tiempo o sin ganas. 

    La resurrección de la carne -o la carnificación del espíritu - es un recurso dramático que en las manos de un guionista sensibloide, o de un director golosinero, termina invariablemente en el ridículo, o en el bochorno. La presencia del muerto, para ser creída, tiene que ser espontánea, cotidiana, como si fuera un asunto que en la realidad sucede todos los días, y no necesitara explicación para los personajes ni para los espectadores. Así les sucedía, por ejemplo, a los miembros de la familia Fisher en A dos metros bajo tierra, cuando el padre Nathaniel hacía acto de presencia para aportar la dosis de cinismo que confiere la ultraterrenidad. No había que rezar al santo, ni que jugar a la ouija, para convocarlo: él simplemente estaba allí, en las esquinas, tan muerto que se aparecía cuando le daba la gana.


    Almodóvar, en Volver, ha construido su historia de fantasmas de un modo parecido, y nos creemos al ectoplasma de Carmen Maura desde el primer momento, como nos creemos a sus hijas patidifusas, cuando la descubren sin apenas estupor. Aquí el único espectro inverosímil, el único fenómeno extrasensorial que merecería una explicación razonada, y quizá hasta un programa completo de Iker Jiménez, es la presencia de una mujer como Raimunda en un arrabal como ése, perdida entre las chonis más simpáticas pero más cutres de Madrid. Por mucho culo artificial que Almodóvar le ponga, no cuela que una mujer así viva tan arrastrada, tan necesitada, tan rodeada de tipos mediocres, cuando sólo necesitaría chascar los dedos -o silbar como Lauren Bacall en Tener o no tener - para que un hombre lustroso le sacara de la barriada y le pusiera no sólo un piso, sino un chalet con piscina, en el paraíso más cercano que ella señalase. Qué hace una chica como tú en un sitio como éste, quiero decir, que no era de Almodóvar, sino de Fernando Colomo.





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La oveja Shaun

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"En casa, como en ningún sitio". Dentro de nada, pronunciar esta frase en voz alta, o en las redes sociales, será un acto subversivo, revolucionario, sancionado con multas ejemplares. Decir que en casa se está de puta madre, sin viajar a ningún sitio, con la tele para uno solo, el wifi sin incidencias y la comida más barata que en el restaurante, será un anatema tan gordo como decir que treinta grados es un calor insoportable, o que las playas son una tortura de granos de arena que se cuelan hasta la uretra. Películas como La oveja Shaun, que disfrazadas de fábulas infantiles predican la felicidad segura de la granja, y la aventura incierta de los parajes desconocidos, serán incluidas en el Índice de Películas Prohibidas, y quemadas en la gran pira de DVD que animará las fiestas patronales de San Pancracio del Mondogal.

    La industria del turismo será dentro de nada La Industria, la única, y acallará cualquier crítica sobre el éxodo veraniego con mano de hierro y porra de goma. Como en una versión retorcida y cañí de 1984, el Ministerio del Movimiento Vacacional será el único que quedará en pie junto al del Ahostiamiento Callejero, una vez que desaparezcan el de Sanidad, el de Educación y el de Obras Públicas. España será un ejército de camareros que no necesitarán más enseñanza que la de su oficio; más atención médica que la propia de sus accidentes; más vía pública que la que les llevará del hotel a casa, y de casa al hotel. Eso si el esclavo, o la esclava, no vive ya en el mismo complejo laboral. El turismo será nuestra única fuente de riqueza, y cualquier afirmación que socave sus cimientos será duramente perseguida. Se prohibirán los felpudos con el lema "Hogar, dulce, hogar", y se impondrán, por Decreto Ley, aquellos que recen "Hotel, añorado hotel". 

    Pasar el verano entre las cuatro paredes habituales ahora es una cosa de pobres, de desgraciados, de neuróticos que no soportan la idea de dormir en una cama extraña, con ruidos ajenos y gentes psicotizadas al otro lado de los tabiques. Dentro de poco, lo que ahora solo es una rareza se convertirá en un crimen contra el Estado, un robo a la economía nacional, un comportamiento de mal ciudadano y de mala persona. 





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Capote

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De niño, sin haberla leído siquiera, me atraía irresistiblemente la novela de Truman Capote, que estuvo durante años encima del televisor. El libro era una edición muy cuidada del Círculo de Lectores, con tapa dura y ribetes dorados en el lomo. Había algo perturbador en aquellas palabras, sangre y fría, casi un oxímoron de siniestras contradicciones.... En la portada del libro había dos ojos que lloraban como lágrimas negras hacia arriba, o como sangre coagulada, y yo me estremecía cada vez que sopesaba el tomo para leerlo, o para hacer el amago de leerlo, antes de devolverlo a su lugar. Yo no conocía por entonces a su afamado autor, que también tenía algo contradictorio en el nombre, como de inglés y de torero al mismo tiempo. Quién sería aquel tipo, me preguntaba yo, del que tantas alabanzas se escribían en la solapa. Y qué demonios querrían expresar aquellos dos ojos sanguinolentos del dibujo, como de muerto recién asesinado, o de diosa vengativa.


     Una tarde de verano, o de vacaciones de Navidad, allá por los doce o trece años, vencí el miedo y empecé a leer A sangre fría. Creo que nunca he leído algo tan gélido y emotivo al mismo tiempo. Es una prosa exacta, milimétrica, que narra unos acontecimientos terribles y violentos. No sólo el asesinato de la familia Clutter fue perpetrado a sangre fría: la misma novela estaba escrita así, gélida y candente a la vez, como si Capote narrara unos hechos acaecidos hace mucho tiempo, o muy lejanos en el espacio, y él no hubiera estado efectivamente allí, al pie del cañón, en el mismísimo Holcomb, mangoneando voluntades y engrasando maquinarias judiciales. 

    Muchos años después, frente a la pantalla de cine donde ponían Capote, el cinéfilo Álvaro Rodríguez habría de recordar aquella tarde remota en que su padre le puso A sangre fría en las manos y le dijo: te va a encantar. Veinte años tuvieron que pasar para conocer, al fin, los entresijos de aquel libro que de vez en cuando aparecía en mis pesadillas de niño iletrado.




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Matar a un ruiseñor

🌟🌟🌟🌟

Atticus Finch, en el imaginario común, ha quedado como el padre que todos desearíamos haber tenido cuando éramos hijos, y el padre que todos aspirábamos a ser, cuando los hijos ya eran los nuestros y ejercíamos el oficio. Nos sigue maravillando su rectitud moral, su severidad razonada, su capacidad de encarar las circunstancias con el gesto de un estoico y la paciencia de un sabio. Pero qué tarde, ay, ahora que ya hemos colgado las botas y los hijos campan a su aire, con lo poco que hemos sabido transmitirles. Comparados con Atticus Finch, que todo lo explica con verbo certero y flema británica, sin descomponer nunca el rostro ni la voz, nosotros, los padres de mi ecosistema, que hemos nacido en una época más vehemente y más atropellada, nos hemos comportado como auténticos verduleros de la pedagogía, como verdaderos exaltados del magisterio. Todo lo hemos enseñado a voces, a gritos, a tacos, con amplios gestos de regocijo o de lamento, como italianos exagerados en una comedia de Alberto Sordi. Las comparaciones son odiosas, sí, y en ésta con el gran Atticus - o con lo que hizo de él el gran Gregory Peck- salimos la mayoría trasquilados.



    Y eso que Atticus Finch, para los estándares modernos, contaminados ya para siempre del caso Madeleine, es un padre bastante dejado, incluso irresponsable según algunos talibanes. Es cierto que los chavales de Atticus, cuando él ha de trabajar en el juzgado, quedan a cargo de la criada Calpurnia. Pero Calpurnia, aunque tiene nombre de patricia romana, es una mucama que se pasa el día haciendo comidas sin olla exprés, y poniendo coladas sin lavadora automática, y no tiene tiempo para patrullar a la vivaracha Scout y a su hermano Jem, que libres del Gran Hermano ocupan los días enteros en la calle, yendo de acá para allá con sus fantasías. Eran otros tiempos, por supuesto, los años treinta, pero no muy distintos de los que yo mismo viví. Nosotros, en el arrabal de León, también nos criamos libres en las calles . Nosotros también teníamos nuestras casas malditas, nuestros tontos del barrio, nuestros hombres del saco. Nuestros lugares secretos y nuestros atávicos temores. Quinquis y gitanos incluso, de los que huíamos de lunes a jueves y con los que jugábamos las pachangas de viernes a domingo. La infancia de Harper Lee no fue muy distinta de la nuestra, y quizá por eso entendemos y justificamos la pachorra sólo teórica de Atticus Finch. Nuestros padres, para nada irresponsables, eran un poco como él, y nada en su labor nos sorprende ni nos escandaliza. 



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Julieta

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A mí me gustaba mucho el Almodóvar de las primeras películas, con aquellos personajes libérrimos que hablaban con la espontaneidad de las barriadas, y el vocabulario de los suburbios. Y aunque sus desventuras casi siempre sexuales u homosexuales eran una exageración de folletín, o de carnaval, yo me los creía como a un vecino de toda la vida, como a un colegui del instituto que se hubiera metido en parecidos berenjenales.

    En los últimos tiempos, sin embargo, con la única excepción de Volver, las películas de Almodóvar son una sucesión de altas damas de nuestro teatro, o de nuestro cine, que se ponen muy intensas para recitar textos literarios que nadie en su sano juicio utilizaría para expresarse. Todas ellas tienen un algo de Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses, afectado y aberarnte. Es muy posible que los relatos de Alice Munro sean cojonudos, pero su efecto literario en boca de las chicas Almodóvar suele ser ridículo, lamentable, como de mal culebrón de la sobremesa, y la película en cuestión se convierte en motivo de burla para los enemigos ancestrales de don Pedro. 

    Otras veces, como en Julieta, esta incongruencia teatral no molesta especialmente, quizá porque las actrices se curran el esperpento, y salen airosas del compromiso, pero el efecto dramático se pierde por completo, y el drama que tenía que conmovernos y arrancarnos la lágrima se queda en la piel sin traspasarla, como si los personajes nos lanzaran miguitas de pan, y no flechas puntiagudas, ni lanzas oxidadas. Sólo la canción final de Chavela Vargas suena auténtica y sincera, y redime, en parte, la decepción repetida de los noventa minutos anteriores.



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Todo es mentira

🌟🌟🌟

Todo es mentira, en efecto. Las relaciones entre hombres y mujeres son una gran mentira. Necesaria, porque hay que reproducirse, e incluso recomendable, porque hace mucho frío por el invierno. Y porque la soledad, para qué vamos a engañarnos, es una cosa muy jodida que sólo aguantan los espíritus fuertes y desapegados. El superhombre que anunciara Nietzsche y cuatro supertíos más. Los demás, que somos carne mortal, mortales y rosas, necesitamos del otro sexo -o del mismo, pero ésa no es ahora la cuestión- para sentirnos completos, satisfechos, reconciliados con la vida. "Tú me completas", que decía Jerry Maguire en su película...


    Pero insisto: todo es mentira. No sé si mi tocayo Fernández Armero tenía la intención de denunciar este equívoco biológico, este enredo genético que divinizaron los bardos para confundirnos. En Todo es mentira, desde luego, el tema central que trae de cabeza a sus personajes es el amor, o más bien la imposibilidad de mantenerlo, más allá del flechazo primero que altera las hormonas como un big bang de la bioquímica, y del ardor guerrero de los orgasmos. La pareja de jovenzuelos que conforman Coque Malla y Penélope Cruz es en eso arquetípica: jamás sentirán un amor más sincero que el primero, cuando cruzan la mirada por primera vez y se reconocen interesados y cómplices. A partir de ahí, con las primeras palabras de saludo, con los primeros chistes de coqueteo, empezará el disimulo de las intenciones, la ocultación de los pasados, la reserva de los asuntos clasificados. La cuesta abajo del culo y sin frenos. Porque todo es mentira entre los amantes, impostura, desencuentro... Más allá de los gametos, todo es literatura y cinematógrafo.

    Pero también es cierto que gracias a los poetas, y a los cineastas, que nos han engatusado toda la vida y han creado en nosotros el acto reflejo de la fe, perseveramos en la mentira, y en el desencuentro, y en la vida real, como en la película de Armero, podemos alcanzar esta alta sabiduría para convivir con ella y superarla. No voy a decir que alegremente, pero casi. 





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La conversación

🌟🌟🌟🌟

Hay oficios, como el mío, allá en el colegio de educación especial, que viven de la desgracia ajena. En el mundo del futuro, cuando las ciencias hayan adelantado que es una barbaridad, ya no existirán niños con deficiencias a los que atender, y mi trabajo, como otros parecidos, se perderán en el tiempo como recuerdos de un tiempo prehistórico. 

    Echo la vista a mi alrededor, en esta pedanía perdida del noroeste, y son muchos, yo diría que legión, los que también llenan el frigorífico aprovechando que el mundo es imperfecto o doloroso. Al otro lado del cristal, en el hospital comarcal, cientos de personas cobran sus sueldos gracias a que la gente enferma, y tiene accidentes, y ronda la muerte. Un vecino mío vive de arreglar coches todos los días, que es una desgracia menor, comparada con las otras, pero muy molesta y demasiado frecuente. Allá vive un cantinero que hace su negocio a costa del hígado de sus parroquianos, que cuanto más beben más lo enriquecen. Incluso mi otro vecino, el pintor, se aprovecha de que las casas están mal hechas, o desfallecen con la edad, y en ellas se descascarilla la pintura y se enmohecen las paredes. Y qué decir del empleado de la funeraria, del agente de seguros, del humorista que hace chistes a costa de la clase política...


 Y tambièn están, por supuesto, como en una raza aparte, los detectives privados como éste que protagoniza La conversación, la película perdida de Coppola entre los dos Padrinos, tan rara como hipnótica, tan sugestiva como gélida. Los trabajadores antes citados no creamos la desgracia de la que vivimos, como hacían Charlot y Jackie Coogan destrozando los cristales que luego reponían, y hasta firmaríamos un manifiesto para que fueran erradicadas y pudiéramos vivir de algo más noble y elevado. Pero Harry Caul, en La conversación, cuando descubre a los amantes dándose el lote, o a los empleados robando el material de oficina, no sólo no restaña el mal del mundo, que en su caso suele ser un pecadillo sin importancia, sino que los amplifica, y los magnifica, pues el cliente que ha pagado por sus servicios luego descarga la furia vengativa sobre los pillados in fraganti, a veces incluso con criminales consecuencias. Y Harry Caul, el pobre, que vive atrapado en su oficio como la mayoría de nosotros, incapaz ya de dedicarse a otra cosa, siente remordimientos que lo atormentan y lo convierten en un hombre amargado y triste. 

    Sólo en el saxofón, que es un instrumento muy propio de las gentes solitarias, encuentra Harry el consuelo a la paradoja maldita de su trabajo.


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Las altas presiones

🌟🌟🌟

En Las altas presiones, Miguel es un treintañero largo que regresa a su Pontevedra natal buscando exteriores para una película que él no dirije, aunque si la pontevedresa es guapa, e impresionable, y se siente atraída por el tipo que "hizo carrera en Madrid", él dice que sí, que la dirije, nos ha jodido, para no malograr la conquista. Porque Miguel ha venido a Pontevedra a trabajar, sí, pero también a recordar los viejos tiempos, y a cobrarse alguna pieza en la semana de safari que le paga la productora.


    En Pontevedra, por lo que se ve, los treintañeros que apuran su edad dorada se conservan estupendamente, lo mismo ellas que ello. Supongo que es por los aires benéficos del Atlántico, o por las bajas presiones que curiosamente, contradiciendo el título de la película, suelen rondar amablemente sus cabezas. Pues nada: habrá que irse a vivir allí, de balnearios, o de turismos rurales. Si no fuera por las canas que se entrevén en las barbas de ellos, y por las arruguillas -por otro lado muy atractivas- que se adivinan en los ojos de ellas, uno casi pensaría que Las altas presiones va de unos veinteañeros que juegan a tener añoranzas de adultos, y no de unos pre-maduritos que juegan al flirteo de cuando eran más jóvenes y relucían.

El paisaje industrial, en cambio, que es el motivo artístico que Miguel persigue con su tomavistas, está mucho peor conservado. Las fábricas derruidas y los negocios abandonados delatan una Galicia que se corrompe a un ritmo mayor que el de sus habitantes. Allí, como en todos los sitios, ya sólo queda el sector primario, el batallón de funcionarios y el ejército interminable de camareros que sirven los mariscos y los vinos de la tierra. Y los políticos que lo jodieron todo, claro.


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Cien años de perdón

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Me siento a ver Cien años de perdón convencido de que los ladrones que son robados por otros ladrones son los mafiosos que esquilmaron las arcas públicas de Valencia, y que lo hicieron, además, con el beneplácito de los votantes, de los telediarios, del mismísimo papa Benedicto, que con esa manía que tienen los papas de bendecir al aire, al tuntún, sin ningún objetivo en concreto, lo mismo santifican a las gentes honradas que a los chorizos que los reciben al pie del avión. 

    Que el ficticio banco atracado por Luis Tosar y su pandilla de uruguayo-argentinos se llame Banco Mediterráneo me había llevado, seguramente, a la confusión. Pero no. El terrible secreto que se esconde en las cajas de seguridad no son los fajos de binladens, ni podían serlo, además, gilipollas que es uno, porque los billetes de 500 -salvo algún despiste del concejal más imbécil de los contubernios, que los guarda bajo el colchón o bajo el parquet- están todos en Suiza, o allende los mares, porque estos esquilmadores son unos auténticos profesionales, gente fina y preparada que no se iba a dejar los billetes en un banco, como los pobretones de la plebe, a la intemperie de un atraco cualquiera, para que años y años de esforzada dedicación, de sólido compromiso con los votantes más merluzos, terminen con Butch Cassidy y Sundance Kid lanzando los billetes al aire entre risotadas y compadreos. 




    No. Lo que se esconde en la caja 314 es un disco duro con documentos que comprometen a La Jefa, supuesta Presidenta del Gobierno que en sus tiempos del ascenso político se sirvió de un voto tránsfuga para ejercer el poder que se le escurría entre los dedos. Sólo los adictos a ciertos telediarios y a ciertas tertulias niegan con la cabeza los que los demás asumimos como cierto: que Calparsoro y su guionista están hablando, con muchos años de retraso, de cierto golpe de estado que tuvo lugar en cierta comunidad autónoma carente de mar. En Cien años de perdón hay atracadores, rehenes, picoletos, expertos del CNI, y entre todos ellos, paseándose como un fantasma, o como un holograma de los que vende Tom Hanks en Arabia Saudí, una señora muy rubia y muy pija que es la mar de resalada y de campechana. Se agradece, la intención de los cineastas, que además tienen que hilar muy fino para no caer en la injuria, porque de aquellos polvos no quedaron ni los lodos ni los rastros. Menudos son, los perpetradores, cuando se ponen. Se agradece, digo, el guiño, y el recochineo, pero a buenas horas, los mangas verdes, que eran unos policías de los Reyes Católicos que tenían fama de llegar siempre tarde a los puntos calientes: a los atracos, y a las fechorías, en general.


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Charly

🌟🌟🌟

Iba a decir que Charly Gordon, en la película Charly, es un retrasado mental que vive feliz en su buhardilla con los cuatro chavos que le pagan en la panadería. Pero de pronto he recordado que ya no estamos en los años sesenta, y que a los hombres y mujeres así desfavorecidos ya no se les puede llamar así. Ahora hay que usar terminologías más suaves, más respetuosas, que recorren caminos verbales a veces fatigosos y poco claros. De hecho, ahora mismo, enfrentado a la descripción de Charly Gordon, no soy capaz de articular una definición exacta, académica incluso, que no deje resquicios para la queja, para la corrección, para la indignación, incluso, de algún lector muy sensibilizado. Dejémoslo, pues, estar.

    En la película,  un grupo de científicos muy sesenteros que llevan bata blanca y manejan grandes superordenadores, le ofrecen a Charly Gordon la posibilidad de aumentar su inteligencia con una operación en el cerebro. Él sería el primer humano en probar tal terapia, tras los éxitos alcanzados con ratones. Charly no es infeliz con su vida de simplón, pero barrunta que sus prójimos disfrutan de placeres y experiencias que él tiene vedadas por naturaleza. Así que no duda en someterse a la operación, y aunque los frutos intelectuales tardan en llegar, cuando llegan son espectaculares, ubérrimos, imprevistos en los cálculos preliminares de los sabios. De tal modo que Charly -ahora el señor Gordon- ya no es un humano más con el CI estándar, sino un hombre superdotado que de todo aprende y de todo hace una reflexión única y provechosa.

   Pero ay: Charly se ha vuelto más inteligente, pero no más feliz. La clarividencia que da la sabiduría le ha hecho comprender el mal del mundo, el destino aciago de los hombres. Y además, para más inri, gracias a sus nuevos "superpoderes", Charly ha descubierto la jodienda que siempre viene pegada con el amor: el dolor de la incertidumbre, la agonía del rechazo, el acero punzante de los celos, cuando él antes vivía tan feliz con sus instintos del kit básico, como cualquier animalico del Señor. Saber que el mundo está condenado al holocausto nuclear, al efecto invernadero, a la superpoblación sin coto, es un asunto doloroso. Pero tener que lidiar con el corazón dodecafónico de las mujeres -comprenderlo, rondarlo, agasajarlo, conquistarlo, conservarlo, recuperarlo- es una tarea hercúlea que pide a gritos un poco menos de inteligencia, y de discernimiento.






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La ley del mercado

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Le tengo mucha estima, y mucho cariño, al tatarabuelo Karl, que allá en su exilio de Londres alumbró la llama que todavía guía al proletariado. Es cierto que ahora las cosas pintan bastos, y que son los ricos, nuestros enemigos, los que levantan barricadas para no repartir ni las migajas. Pero sin las enseñanzas del tatarabuelo, que durante siglo y medio removieron algunas conciencias, y metieron el miedo en algunos cuerpos, viviríamos una distopía laboral aterradora, no muy diferente de aquella que puso en marcha los primeros humos de la Revolución Industrial.


    Sin embargo, el entrañable tatarabuelo se pasó de soñador, o de entusiasta, y aunque a uno le joda admitirlo ante las amistades, y mucho más ante los desconocidos, no hay más remedio que rebatirle. El trabajo, por ejemplo, no dignifica al hombre, como él afirmó con toda la buena intención del mundo, para que los obreros se ufanaran y tomaran conciencia de su poder. El trabajo, si no es creativo, si no es fructífero, si no ilumina cada despertar con un estímulo que recorra la espina dorsal, es más bien todo lo contrario: una carga, una obligación, una jodienda cotidiana que poco a poco te va robando el ánimo y la energía. Los años de salud, y los sueños de juventud. El trabajo tiene algo de cárcel, de internado, de campo de prisioneros. Una maldición bíblica que el mismo libro del Génesis explica y advierte.


    El trabajo no otorga la dignidad, pero el desempleo, desde luego, la pone a prueba. Hay parados dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de pagar las deudas y llenar el frigorífico. Y también parados que se lo piensan dos veces, y anteponen los principios a la necesidad, y que en su desamparo, y en su cara de circunstancias, nos dan lecciones de vida que nos sacan los colores. Uno de estos tipos es Thierry, el protagonista de La ley del mercado, que es una película francesa de mucho provecho y mucha reflexión. Mira que lleva hostias, y reveses, y desengaños, el bueno de Thierry, cincuentón bigotudo que busca un empleo bajo las piedras del sistema... Este actor llamado Vincent Lindon borda su papel de ejemplo moral, pero también le ayuda mucho ese parecido inquietante que guarda con el Vicente del Bosque de hace unos años, de cuando el marqués entrenaba al Real Madrid y era uno de los pocos hombres justos que vivían en esa Sodoma de empresarios sin escrúpulos, directivos sin criterio, directores generales del sí señor y lo que usted diga y a mandar que para eso estamos. 




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Polytechnique

🌟🌟🌟🌟

En diciembre de 1989, en la Escuela Politécnica de Montreal, un trastornado de veinticinco años llamado Marc Lépine irrumpió armado con un fusil semi-automático en aulas y comedores y asesinó, selectivamente, con una sangre fría que pone los pelos de punta, a catorce mujeres que tuvieron la mala fortuna de cruzarse en su camino. En su nota de suicidio -pues Lépine tenía decidido, y en efecto cumplió, pegarse un tiro al terminar la matanza- dejó escrito que lo suyo era un acto de protesta contra el feminismo, pues las feministas no sólo le habían amargado la vida en lo personal, sino que amenazaban, a escala universal, con reducir al hombre a un pelele subalterno. Una justificación como otra cualquiera para vestir de fiesta su impulso psicótico, su ramalazo de alimaña.


    Estos son, grosso modo, los hechos que cuenta Denis Villeneuve en Polytechnique, una película pequeña, modesta, casi un mediometraje, de cuando el canadiense era poco conocido fuera de su país. Igual que en sus películas más conocidas -que aquí han sido muy alabadas y muy recomendadas a los amigos- el bueno de Denis, el cabronazo de Denis, no espera a que el espectador acomode el culo, se termine el yogur y apague las últimas luces. Denis exige un compromiso absoluto desde el primer fotograma, como si estuviéramos en misa, o fornicando, porque su cine es muy serio, y muy exigente, y en Polytechnique, sin preparativos ni transiciones, empieza a saco con la masacre para que el espectador sepa que no va a encontrar concesiones ni respiros. Uno sólo, quizá: el blanco y negro que evita la evidencia chillona de la sangre, el rojo llamativo que provoca el asco y troca el drama por el gore. Quizá, también, para rebajar la crueldad de un crimen que fue verdadero y traumático. Que fue confeccionado a partir de los testimonios que dejaron los supervivientes, y que fue expuesto a los familiares de las víctimas antes de su estreno para que ejercieran su derecho de veto. Qué preestreno -silencioso, mortuorio, demoledor, de lágrimas contenidas y derramadas- tuvo que ser aquél. 



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Mistress America

🌟🌟🌟

En los primeros tiempos del cristianismo, la lista de pecados capitales incluía también la tristeza, que se consideraba un desdén por el mundo, una abdicación de los regalos del Señor. Hasta que un papa gregoriano decidió que la tristeza sólo era una forma más de pereza y dejó la lista cerrada en siete. De no ser así, aquella película de Fincher se hubiera titulado "Eight", y no "Seven".  

    Desde entonces, mucho se ha hablado de incluir un octavo pecado capital que estuviera a la altura de los demás, y lo mismo los sabios en sus doctos mamotretos, que los legos en sus tontas tertulias, quien más quien menos ha postulado un gran vicio que mereciera codearse con los siete ya consagrados.

Yo siempre ha pensado que el candidato ideal sería el prejuicio. Ese juicio superficial que hacemos sobre la persona que acabamos de conocer, y que por esos misterios de la bioquímica neuronal se nos queda grabado a fuego. No es maldad, ni mezquindad: sucede, simplemente, que las conexiones neuronales, una vez prefijadas, son muy costosas de desmontar, y son como carreteras fallidas que necesitan un gran presupuesto para ser repensadas. El prejuicio es un asunto económico, más que malicioso. 

    De eso va, supongo, del prejuicio personal, del mal conocerse las personas en Nueva York, o en cualquier otro sitio, la última charada de Noah Baumbach, que es un cineasta al que había prometido no volver a frecuentar hasta que descubrí que en Mistress America trabajaba Lola Kirke, y la lujuria, que es un pecado capital con muchos siglos de prosapia, reconocida por papas y plebeyos, monjas y rockeros, me empujó a pecar de nuevo con ella. La película, hay que reconocerlo, es sumamente entretenida, y aunque su leitmotiv es confuso y disperso -o yo no tengo altura intelectual para diseccionarlo-, he pasado la tarde saltando entre la belleza de Lola Kirke (que es mucha e inaprensible) y la enjundia de algunas reflexiones que se dicen en el guion, y que Noah Baumbach pone en boca de tipos que parecen estúpidos, o de tipas que parecen medio bobas. Lo que no sé es si lo hace para jugar justamente a los prejuicios, para reírse de sus sentencias, o para descojonarse directamente de nosotros, los espectadores, que tratamos de analizar en vano la situación.



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Born to be blue

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Born to be blue -que es un biopic muy inteligente que nos ahorra los tediosos años de infancia y formación- recoge a Chet Baker en el punto más bajo de su carrera: drogadicto en rehabilitación, presidiario en libertad condicional, desmadejado en camas solitarias porque las mujeres ya no le soportan... Y desdentado, además, porque un maleante al que debe mucho dinero le ha partido la piñata en una paliza callejera. Sin los incisivos, Baker no puede soplar la trompeta, y sin la trompeta, Baker ya no es nadie, sólo un músico en paro, un don nadie más de la costa Oeste de los americanos. El jazzman blanco que un día soñó con destronar a Miles Davis y a Dizzy Gillespie, y que ahora tiene que ganarse las habichuelas, y cumplir las horas marcadas por el juez, tocando en locales de tercera división.

    Es aquí donde Born to be blue se convierte en una versión jazzística de ¡Qué bello es vivir!, pues si a James Stewart, en el momento máximo de su desesperación, se le aparecía el ángel para elevarle la autoestima, y hacerle ver que el mundo sería peor sin él, a Chet Baker, con más potra todavía, se le aparece un ángel mucho más hermoso y seductor, quizá un arcángel de los cuerpos de élite celestiales. Ella es Jane, admiradora del hombre y del artista, una mulata cuyo cuerpo quita el sentío y cuya bondad reconforta el espíritu. Jane, que además tiene más paciencia que el santo Job, acogerá a Chet Baker en su seno durante el día, y en sus senos, durante la noche, y beso a beso, y confianza a confianza, irá haciendo de él un hombre de provecho en las horas más oscuras. 

    Baker -al que da vida un inquietante Ethan Hawke que de chaval no tenía ni media hostia y que ahora saca un músculo interpretativo de asustar- se agencia unos piños postizos, cambia la embocadura de la trompeta, se agarra como un náufrago a las dosis de metadona... Con la ayuda de su arcángel particular, y de las recomendaciones de sus viejos amigos, Baker volverá a coger la forma y a presentarse en los clubs más selectos de Nueva York. Pero ay: Chet sólo es Chet Baker si la heroína recorre sus venas para agitar los dedos e improvisar las notas. Con la metadona, Baker sólo es un músico del montón con una novia de no merecer. ¿Tirará más la trompeta que el par de tetas? El drama está servido.



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El hombre de tu vida

🌟🌟🌟

Si el castellano se inventó para insultar, el francés para seducir, y el inglés para ponerle nombre a los progresos científicos, el argentino fue creado, además de para ligar en las playas del Mediterráneo, para que los actores sudamericanos conquistaran el mercado español, y nos animaran a ver series y películas que de otro modo ignoraríamos. Las ficciones argentinas tienen el talento creador, el oficio dramático, pero no serían lo mismo si sus personajes no hablaran de esa manera, como sicilianos de Badajoz, o jienenses de Lombardía, que es un sonsonete que a los ibéricos nos encandila, o nos seduce, según el sexo de quien habla y de quien escucha. Y aunque los personajes estén soltando una pelotudez sin gracia, o una boludez sin trascendencia, en el idioma argentino siempre parece que dicen algo provechoso, lustroso, literario incluso, como si el castellano de aquí se nos hubiera quedado corto, y cateto, y escucháramos una evolución fascinante de nuestro propio idioma.


    El hombre de tu vida -que es una serie simpaticona cuando se viste de comedia y cursilona cuando se disfraza de romanticismo- es el último desembarco de lo argentino en España. Y como casi siempre, por ahí anda Juan José Campanella enredando, en este caso ejerciendo de creador, y de supervisor general, que es un cargo que yo jamás había visto en unos títulos de crédito. El puto jefe, vamos, que diríamos aquí. El hombre de tu vida, con sus grandes virtudes y sus veniales pecados, ha caído en gracia entre el personal. Tanto, que hasta un remake hemos querido hacerle para el prime time de La 1. Pero claro, en el remake ibérico los tipos hablan en castellano-manchego, y las mujeres en castellano-leonés, y aunque son dos hablas dignas de elogio, y de respeto, con mil años históricos que las sustentan y las respaldan, la serie ya no es la misma que vino de "achá", del otro lado del charco. Sin la melodía del habla, sin la retranca del acento, sin el acento rioplatense que exagera o recalca, que ensalza o desprecia, los diálogos se quedan crudos y sin salsa.




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High-Rise

🌟🌟

Los ricos fetén jamás han convivido con un pobre más allá del tiempo necesario para cruzar un semáforo, o hacer cola donde el DNI. O, en el caso de un político del PP, para pedir el voto con la sonrisa ensayada y luego ir corriendo a lavarse las manos, contaminadas de tanto estrechar. 

    El contacto de esta gente con las clases inferiores es inusual, esporádico, y aunque son situaciones que les causan mucho asco y mucho estrés, pronto regresan al refugio seguro de sus viviendas, o de sus lugares de esparcimiento. Los ricos de antes preferían poner tierra de por miedo refugiándose en urbanizaciones del extrarradio, a ras de tierra, protegidas por muros y setos, seguratas y perros.  Pero ahora, por esas cosas de la moda inmobiliaria, y de los augurios de los arquitectos, que prevén un futuro de rascacielos atravesando las nubes del cielo, las naturales y las contaminantes, los nuevos pijos prefieren huir de los pobres ascendiendo a los cielos para estar más cerca de su dios benefactor y tomar la perspectiva real de las cosas, como halcones oteando a sus ratoncillos.


    En High-Rise -que es una película infumable, incomprensible, tarada y epiléptica- unos burgueses que supongo británicos de los años 70  se van a vivir al High-Rise, que es un rascacielos de última generación construido en medio de la nada, como esos megaedificios que construyen los jeques en sus emiratos. Si no fuera porque de vez en cuando tienen que salir a supervisar sus granjas de obreros, los ricos del High-Rise podrían hacer allí toda su vida, desde comprar en  el economato a darse un chapuzón en la piscina climatizada, pasando por el burdel de bellas señoritas o por la planta habilitada para pistas de pádel, que es un deporte muy de su clase social. Los inquilinos de High-Rise, sin embargo, no están nada contentos con su vivienda, porque los promotores, el día de firmar las escrituras, les aseguraron que los pobres que vivían en los pisos inferiores -un capricho social y ecuménico del dueño y diseñador- no iban a dar mucho la barrila. Pero los pobres huelen, molestan, hacen ruido, invaden los espacios comunes, y al final son ubicuos como las hormigas, o como las cucarachas. 





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Mia madre

🌟🌟🌟

Los moribundos en una cama de hospital no suelen quedar bien en las películas. Por una vez que el espectador se conmueve y llora a moco tendido, hay otras cien en las que siente vergüenza ajena por el sentimentalismo del director, que pone músicas de violines, y últimas palabras enjundiosas, y nietos a porrillo, alrededor del abuelito o de la abuelita. Sin embargo, todos sabemos que las muertes son más bien solitarias y tristes, y que en estos trances los nietos suelen estar a sus cosas, y los violinistas a sus orquestas, y que los muertos, pobrecicos, suelen despedirse sin comprender nada de lo que sucede a su alrededor, dormiditos, o enajenados, y rara vez tienen la conciencia prístina, y el verbo afilado, para dejarnos la última frase redonda de un guionista inspirado. La muerte es un trámite silencioso, burocrático, y gris.



    Yo, lo reconozco, tengo un problema con este subgénero cinematográfico. Cuando el premuerto se pone a enredar con los sueros, con los cardiogramas, con las respiraciones profundas y mecánicas, yo miro y no miro, entro y salgo, me comprometo y me descomprometo. Cuando el ajetreo de familiares alrededor de la cama no me parece cursi, me parece fingido, o tontaina, o directamente irreal. Comparo lo que he vivido con lo que veo y nunca me veo aludido, o representado. Es como si en las películas la gente se muriera de otra manera, y uno no terminara de creerse la función. Es por eso, quizá, que en cuestiones hospitalarias sólo reconozco haber llorado grandes lagrimones en la muerte de Albert Finney en Big Fish, porque aquella muerte era fabulada, circense, casi una alegría del desvivir, y Tim Burton sorteaba el óbito muy sabiamente, y me hizo llorar lo que no lloré en cien películas anteriores.

    Nanni Moretti, que es un tío muy listo por el que siento un gran afecto -aunque sus últimas películas tiendan al discurso plasta, y al chiste sin gracia- es consciente de que el trance mortuorio siempre queda mal, afectado, y decide, al final de Mia madre, hurtar el momento fatal al espectador. A él, de  todos modos, lo que le interesaba no era la muerta en sí, sino la hija que se queda sola en el mundo, enfrentada a la certeza de que en el "Espere su turno" frente a la ventanilla ella ya es la primera en la cola. La hija, aunque no lo parezca, representa el papel del propio Nanni Moretti, que cuenta en Mia madre un episodio de tintes autobiográficos, pero que ha decidido, desde hace tiempo, no llevar el peso dramático de sus propias películas. 


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Stranger Things. Temporada 1

🌟🌟🌟

Uno de los sueños incumplidos de mi biografía es sentirme un hombre objeto. Que las mujeres guapas se olviden de mi yo interior -que además vale tan poco, y me ha proporcionado tan pocos réditos- y se peleen por mis carnes en un plano absolutamente sexual, superficial, sin fingir que se interesan por las boludeces que uno escribe, o por las cinefilias que uno ejerce cada día. Pero claro: para ser un hombre objeto uno tendría que haber nacido con otro color de pelo, con ojos menos miopes, con dientes mejor alineados. Metabolizar las grasas con más rapidez. Rescatar los cabellos que se fueron por el desagüe y reimplantarlos con cuatro manotazos y un poco de agua. O hacer una escapadita a Turquía... Nacer otra vez, quizá, o dejarse un pastón en la clínica cosmética, con inciertos resultados. 



    Es por eso que, inalcanzable ya la condición de hombre objeto, me conformo con la categoría de hombre objetivo, no en el sentido de prudente, de preclaro, que de eso sólo pueden presumir algunos elegidos, sino en el de target comercial, que dicen ahora los expertos. Sentarme a ver una película o una serie de televisión, y sentir que ese producto lo han diseñado expresamente para mí, basándose en mi edad, en mi trayectoria, en mis hábitos de veterana cinefilia. Es un prurito de orgullo, y hasta de honda satisfacción, el que siento al pensar que unos guionistas, o unos showrunners, en este caso los hermanos Duffer, han parido una serie como Stranger Things pensando en mí, y en otros miles de cuarentones como yo, de cinco continentes distintos pero de una sola cultura verdadera, que pasamos de la niñez a la adolescencia viendo E.T., Los Goonies, Alien, Poltergeist... Estos tipos, los Duffer, hasta hoy mismo unos desconocidos, han metido todo esto en la coctelera y han creado un mejunje de alto valor nutritivo, porque la serie es muy entretenida, y de elevado contenido nostálgico, porque saben muy bien a quién dirigen sus cañones, los muy cabrones, y ya no sé si sentir vanidad por saberme un hombre objetivo, y en cierto modo homenajeado, o si mosquearme por esta manipulación artera de mis recordatorios, porque Stranger Things en ningún momento esconde sus intenciones, y me ha tenido ocho horas muy retro jugando a los homenajes, y a las memorias. A la vida que ya pasó.

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The Americans. Temporada 1

🌟🌟🌟🌟

Estuve muchos meses remoloneando con The Americans, deshojando margaritas siberianas con la hoz afilada y el martillo de minero. Mi disco duro es como la sala de urgencias de un hospital, que va tramitando los casos no por orden de llegada, sino por la gravedad de la lesión. Y antes de llamar por megafonía a los espías soviéticos había muchas series inaplazables, porque las quitaban del pago, o porque los amigos demandaban, o porque la apetencia, sin más, imprevisible y caprichosa, iba concediendo la oportunidad a otros seriales. Hasta que un buen día, mi cuñado balear, que es de un gusto mujeriego exquisito -aunque algo tendente a los pechos excesivos- me habló en términos muy laudatorios de la actriz principal, y fue entonces cuando The americans se saltó todas las listas de espera. 

     La muchacha se llama Keri Russell, en la vida real; Elizabeth Jennings, en el registro ficticio de los americanos; y Nadezhda, a secas, que es un nombre precioso que sabe a estepa en verano y a nieves en invierno, cuando deja de fingir y regresa a sus recuerdos de la Madre Rusia, a la que sirve fielmente en territorio enemigo mientras compra en el hipermercado, ve la tele en colorines y maneja los modernos electrodomésticos. Y finge, por las noches, con marxista resignación, un matrimonio ideal con un pazguato que también es espía ruso, y también se sacrifica por sus compatriotas mientras come perritos calientes, bebe Budweisers refrigeradas  y anima con la gorra vuelta a los Yankees de Nueva York. 

    Eso sí, para ganarse el sueldo, y quién sabe si una futura medalla de la Orden de Lenin, nuestra Nadezhda las pasa canutas en cada episodio, y cuando no tiene que hacer de francotiradora, o de luchadora de kárate, o de experta en explosivos, ha de manejarse con el cuchillo o conducir a toda hostia por las calles. O liarse a patadas voladoras con las huestes torponas del FBI, que no sé por qué, siempre acuden a las refriegas con gruesos abrigos que entorpecen sus movimientos, mientras que ella, nuestra guapérrima comunista, tiene un fondo de armario con mucho ropaje de ninja y mucho perifostio de camuflaje.

    La serie, como se ve, es un poco pasote, y en los trece primeros episodios nuestra Nadezhda y nuestro Mischa -como el osito- ya han salvado el pellejo las mismas veces, y han impedido la escalada nuclear entre ambas superpotencias otras tantas. Peccata minuta, en todo caso, porque The Americans es sumamente entretenida, y porque Nadezhda, efectivamente, es una mujer bellísima que bien vale las trece misas de guardar.
 




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