Furia española

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En Furia española, Sebastián es un culé de toda la vida que asiste al milagro de Johan Cruyff en su primera temporada en el Barcelona. Corre la temporada 73/74 y hace catorce años que el Barça no gana un campeonato de Liga. El profeta venido de Holanda tiene el pelo largo, las piernas ligeras, el genio competitivo... Bajo su dirección, la orquesta del pueblo se convierte de pronto en la Filarmónica de Can Barça. Los peñistas que acuden al Camp Nou cada domingo no se pueden creer lo que están viendo, y andan como locos por el graderío, y por la vida. Una ola de optimismo invade los tres cuartos de ciudad que no pertenecen al R. C. D. Español. 

    Y Franco, además, quizá por el disgusto de ver a un Barça triunfante, inmune a los tejemanejes arbitrales, está en las últimas allá en Madrid. Gracias al desconcierto que reina en palacio, en la calle pueden verse minifaldas, y revistas Playboy, y señeras exhibidas en las alegrías, y es como si la Transición que está al caer la trajera el mismísimo Johan Cruyff con sus goles, y no el Borbón con sus discursos ininteligibles.

    Sebastián, que las ha visto de todos los colores en su asiento de socio, se siente tan reconciliado con la vida, que aun siendo bajito, bigotudo, de muy poco merecer, desprende un aura de optimismo que es capaz de seducir a Juliana, la guapa hija de su amigo, ninfómana para más señas: una chica de ensueño que lleva las bragas y el sujetador con los colores blaugrana para que el acto del amor sea también un acto de comunión en la militancia. Sebastíán, que antes iba a los burdeles del barrio chino a olvidar los fracasos futboleros, ahora es un hombre jovial que ha encontrado el amor estable y el título de Liga. 

    Pero Sebastián, quizá llevado por alguna exultancia postcoital, comete un error fatal que puede arruinar su vida recién conquistada: programar el día de su boda para el mes de mayo. Un error inverosímil, dramático, de pardillo que se inicia en esto del fútbol. Un aficionado de verdad, uno que no estuviera consumido por la ninfomanía de su mujer, jamás se pondría en el brete de elegir entre su propia boda y la celebración de un título de Liga en el estadio, rodeado de los colegas, de las banderas, del gozo gregario que sólo se produce un puñado de veces en la vida...



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Los increíbles

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En mis tiempos de opositor, en el temario de Educación Especial, había veinticuatro temas dedicados a la discapacidad y sólo uno, el último, dedicado al problema de los alumnos con sobredotación intelectual. Un tema marginal dentro de los márgenes escolares.

    Se suponía que nosotros, vocacionales del reglón torcido, misioneros de la enseñanza paciente, estudiábamos para ayudar al que sufría una desventaja, no para socorrer al que nacía con un intelecto que la genética le regalaba. Un superdotado, o una superdotada, solo fracasaba en la escuela porque le daba la gana, o porque había nacido en una familia disfuncional que le cortaba las alas. 

    El tema número 25 de la oposición era tan estrambótico, estaba tan fuera de lugar, que muchos opositores pasaron de él confiando en la diosa fortuna del bombo. Yo, sin embargo, que tuve algún compañero de clase perteneciente a ese colectivo, me dejé llevar por la curiosidad, y descubrí que el mundo de los superdotados puede ser igual de problemático que el de los infradotados, al otro extremo de la campana de Gauss. Al fin y al cabo, la etapa escolar es una lucha continua por la normalidad, y el esfuerzo por establecerse en la media es igual de titánico si vienes por detrás o si te has pasado de largo. Tan duro es pedalear para alcanzar al pelotón como sobrepasarlo y tener que desandar lo pedaleado. 

    Antes de que se desate la verdadera competición por los puestos de trabajo, todo el mundo quiere pasar desapercibido. No destacar ni por encima ni por debajo, para que no lo tomen a uno por  raro, o por excéntrico, y convertirse así en el centro de los comentarios y las bromas. Los alumnos excelentes no pueden ocultar sus sobresalientes, pero hacen todo lo posible por borrar sus huellas. No alardean. Fingen que sus méritos son producto del azar, o del capricho divino. Algunos, en un esfuerzo hercúleo por no destacar, por ser como los demás, se atocinan voluntariamente, se dejan llevar, se ponen al ralentí, y negándose a sí mismos fracasan estrepitosamente como alumnos y como personas.


    Me venían a la cabeza estas cosas mientras veía Los increíbles, que es una obra maestra de la animación que va de superhéroes que quieren ser personas normales y no lo consiguen.







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Whisky

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Si no fuera por sus futbolistas, y por los escritos de Benedetti y Galeano-y últimamente, también, por la figura del presidente Mújica, que es un hombre más salado que las pesetas- Uruguay sería otro país ignoto del que sólo nos llegan noticias cuando hay elecciones generales o cuando se raja la tierra en algún terremoto. Tan grave es el desconocimiento que tenemos sobre los charrúas, que ni siquiera decimos guay del Uruguay, sino guay del Paraguay, que es otro país de fantasía que únicamente conocemos gracias a los mundiales de fútbol. Y al chiste de Tip y Coll, áquel del soy paraguayo y vengo a pedirle la mano de su hija para hacerla feliz...
- ¿Para qué..?
- Paraguayo.

    Que yo recuerde, en mi larga y cansina cinefilia -que es otro modo de conocer mundo y de acercarse a las gentes- mi holograma sólo había estado tres veces en Uruguay: en Estado de sitio, la película de Costa-Gavras sobre la dictadura militar; en El lado oscuro del corazón, cuando el argentino Oliverio se plantaba en Montevideo para enamorarse de Ana, la bella prostituta; y en Whisky, que es la película que hoy he revisitado porque he visto su DVD en la reordenación de mi videoteca y me ha picado la curiosidad, y la mala hostia de quien conserva una película y apenas recuerda nada del argumento. 

     Hace diez años, en mi última visita al Uruguay, uno todavía recordaba por qué hacía las cosas y por qué grababa con mimo las películas del Canal +. Pero ahora, que ya casi tengo la edad de estos desgraciados de Whisky, de estos solitarios de la vida cumplida y los sueños enterrados, la memoria se me ha vuelto selectiva, adaptativa, concentrada en el núcleo esencial de muy pocas cosas. Todo lo demás se difumina por los márgenes, como cayendo en cascada hacia el abismo de un desagüe.

    En Whisky he aprendido que en Uruguay, cuando tienes que posar para una fotografía, no se dice patata, sino whisky. Que existe una ciudad turística llamada Piriápolis donde los montevideanos se dan un respiro en su lucha por la vida. Que algunos no sueltan el cacito del mate ni aunque los revientes a patadas. Que sobrepasados los cincuenta años, allí, en el hemisferio sur, como sucede aquí, en el hemisferio norte, la cosa del amor y de los sentimientos ya está muy jodida, casi sentenciada. Que hay muchas heridas, y muchos miedos, y muy pocas energías para pelear. Que ha llegado el tiempo de las sopitas y del buen vino. De contentarse con el mal menor de la soledad antes que emprender la aventura, muy poco halagüeña, del penúltimo amor.




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Life's too short

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La vida es, en efecto, demasiado corta, sí hablamos de años y de expectativas que cumplir. Pero podría serlo aún más, escasa en centímetros, si hubiéramos nacido con la enfermedad de Warwick Davis, el enano más famoso del mundo actoral hasta que Peter Dinklage encarnara al hijo decente de Tywin Lannister en Juego de Tronos.


    Si hacemos caso de lo que cuentan por internet, Warwick Davis es un tipo felizmente casado, padre de familia, un profesional de éxito que sigue trabajando en las grandes producciones de la ciencia ficción y de la fantasía. No ha parado de maquillarse y de ponerse disfraces desde que en El retorno del Jedi le embutieron en aquel felpudo con patas llamado Wicket. Desde la distancia, Warwick parece instalado en el lado luminoso de la vida, y quizá por eso, en Life's too short, seducido por las artes irónicas de Ricky Gervais y Stephen Merchant, el pequeño gran hombre se presta al juego de mostrar el lado oscuro de su fuerza, interpretando a un alter ego en decadencia, mezquino, sin grandes expectativas en el trabajo ni en el amor. 



    El Warwick Davis virtual regenta una agencia de colocación para actores enanos que lo mismo hacen de duendes en películas de pacotilla que se alquilan como balas humanas para fiestas de borrachos. Este show business de Tercera División no es muy distinto al que rige las grandes ligas del espectáculo, y como sucede con todas las ocurrencias de Gervais y Merchant, Life's too short resulta ser una comedia muy poco generosa con el género humano. Los personajes ficticios son deleznables, y los personajes reales, que se prestan al mismo juego de Warwick Davis, se ríen de sí mismos mostrando la caricatura de sus bajos instintos. 

    En la serie no queda títere con cabeza: todo el mundo va a lo suyo, a rascar el contrato, la inversión, la distinción en un cartel promocional, y la amistad suele ser una molestia para alcanzar tales objetivos. Y cuando por fin, en algún oasis de esta misantropía, aparece alguien que no se deja guiar por el egoísmo, resulta ser un gilipollas de remate, o un incompetente de campeonato, y el humor negro toma otros derroteros, y la gran broma de Warwick Davis y su mundo inventado -o no, o a medias- sigue su curso...





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De latir, mi corazón se ha parado

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Los mafiosos de las películas -que imagino inspirados en los mafiosos de verdad- suelen ser tipos sin  ningún talento artístico. Para partirle las piernas al personal no necesitan saber escribir novelas o componer quintetos para piano. Basta con no tener escrúpulos, y con obedecer las órdenes del superior. 

    Lo más parecido a una obra de arte que puede salir de ahí es el gotelé de sesos en la pared, que a veces deja unas composiciones muy abstractas e impactantes, como de pintor alucinado llevado por sus demonios. El último gángster que yo recordaba con un talento que no fuera manejar la Thompson o la navaja de afeitar es Cheech, el matón de Balas sobre Broadway, que recompuso el texto teatral de John Cusack para convertirlo en una obra aclamada por la crítica. Cheech, que ya no soportaba asistir a los ensayos ejerciendo de mero guardaespaldas, reescribió las escenas más conflictivas y ajustó el casting problemático para dejarlo niquelado. Cheech es a los gángsters como los ilustrados a los futbolistas: materia de asombro y de comedia, y con ese mimbre genial hizo Woody Allen una de sus obras maestras.

    Tuvieron que pasar once años cinematográficos para encontrar, en otra época, y en otro país, a un nuevo matón con talento para las artes. Él es Thomas, vive en París, y se dedica a dar palizas a los inmigrantes que ocupan pisos abandonados o medio construidos para que no pierdan valor en el mercado. El trabajo es sencillo y bien remunerado: los okupas, asustados, nunca se oponen al desalojo, y las mafias pagan muchos euros por cada hueso que se rompe. Thomas vive a todo tren, con putas de lujo, fiestas privadas, amigos poderosos... 

    Pero Thomas no está satisfecho. En su interior, como un alien que quisiera joderle la alegría, vive un pianista que pugna por salir al exterior. Por tomar el mando de sus dedos y convertirlos en ejecutores de belleza, y no en ejecutores de los cuerpos. Son los genes de la madre, ya fallecida, los que han creado un Thomas alternativo que prefiere ganarse la vida en los escenarios y no en los callejones. Thomas es Mr. Hyde en el trabajo, Dr. Jekyll en sus clases de piano y Picha Brava en sus escasos ratos de ocio. Tres tipos en uno, como el aceite lubricante. El pianista, el matón, su padre y su amante. Parece un título de Peter Greenaway, pero es una película de Jacques Audiard, dura y sombría, como todas las suyas.





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No sos vos, soy yo

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Existen tantos duelos de amor como amantes devueltos a la soledad. Aunque los consultorios de las revistas se atreven a dar plazos “científicos” sobre cuánto dura la pena y la reconstrucción, no hay una respuesta universal que sirva para emprender esa travesía del desierto. No hay Guía del Trotamundos que marque los senderos y los restaurantes. En el desamor, como antes en el amor, cada uno es cada cual y baja las escaleras como puede. Hay gente que se queda colgada del amor roto y ya no vuelve a levantar cabeza jamás, como aquellas damas de las novelas decimonónicas que se dejaban puesto el traje de novia tras ser abandonadas en el altar y morían con el puesto, ahorrándose la mortaja. Y gente, también, en el otro extremo de la campana de Gauss, que se recompone poco tiempo después con una fuerza de voluntad hercúlea, que se mira al espejo en la primera mañana luminosa tras la borrasca y se dicen: “Chaval, o chavala, tú lo vales, y que le den mucho por el culo...”

    De todo hay, en la viña del Señor, cuando se trata de sobrevivir a un amor que se truncó. Un amor como éste, por ejemplo, el de No sos vos, soy yo, que parecía idílico, promisorio, el de la pareja de bonaerenses que van a empezar una nueva vida en Estados Unidos, lejos del corralito y de la corrupción, hasta que ella, María, que había ido a Miami a buscar piso mientras Javier se quedaba ultimando los flecos laborales, queda deslumbrada por las palmeras de Miami, por el ritmo sandunguero del jazz latino que sale de los chiringuitos, y decide que ella, con su juventud, con su belleza, con esos ojazos tan parecidos a los de Soledad Villamil, ya no necesita al Woody Allen de la pampa, tan simpático como verborreico, para empezar una nueva vida y aspirar a la felicidad de las playas y los dólares. 

    "No sos vos, soy yo", le dice ella en su llamada de despedida. Y Javier, que se queda con las maletas en tierra, en la autopista que ya lo llevaba al aeropuerto, empieza la road movie interior de sus miserias. El dolor insufrible como punto de partida, y la llegada de una nueva mujer como punto de llegada...


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Diarios de motocicleta

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Durante muchos años tuve un póster del Che Guevara colgado en la habitación. O mejor dicho, en las habitaciones, porque lo llevé conmigo a todos los destinos de mi magisterio andante, carcomido ya por las esquinas de  las chinchetas que le quitaba y le ponía. 

Era el póster de toda la vida: una reproducción de la famosa fotografía de Korda que tal vez compré en un centro comercial que el propio Che no hubiera pisado jamás. O quizá sí, vestido con su guerrera y con su boina de combate, para informarse de qué nuevos productos se vendían en las tiendas del imperialismo. Como en una expedición de bajo riesgo tras las líneas enemigas.

    El póster sagrado lo perdí hace algún tiempo, en la quincuagésima mudanza que hice por amor o por trabajo, traspapelado con otros iconos que ya consideraba inadecuados para un señor mayor con canas en la barba y nieves en los huevos. Yo no quería tirarlo: sólo guardarlo en el ático, o en el garaje, como una salvaguarda de mi fe. Pero tal vez me traicionó el subconsciente. Y no es que haya cambiado de ideas, ni apostatado del ideal guerrillero que nunca emprendí por pura cobardía: ahora, simplemente, me da como vergüenza, como prurito, exhibir la foto de alguien para que me aleccione desde las paredes del salón, como quien tiene un crucifijo o una imagen del maestro Yoda. Son cosas de la edad, supongo, de hacerse uno viejo y receloso.

  Del Che Guevara me quedan un par de biografías en la biblioteca y un librito reducido que contiene sus pensamientos revolucionarios. Y en la videoteca, junto a las películas de Soderbergh que desgranan su fitua,, esta otra de Diarios de motocicleta que viene a contar la caída del caballo -o más bien de motocicleta- que sufrió el estudiante de medicina Ernesto Guevara no camino de Damasco, sino de Venezuela, en la aventura emprendida con su amigo Alberto Granado por las pobrezas de Sudamérica. En ese primer viaje de juventud, el estudiante Guevara comprendió que ninguna revolución sería posible sin tirarse al monte y vestirse de guerrillero -aunque fuera de guerrillero médico, tirando de camilla. Porque la poesía no basta, las palabras convencen a pocos, y el enemigo a enfrentar es demasiado poderoso como para andar con componendas.





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The Damned United

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Brian Clough, el puto Brian Clough, fue, para entendernos, el José Mourinho de su época. Un entrenador de lengua larga, éxitos notables y orgullo desmedido. Un tipo en apariencia insufrible, de autoalabanza continua, pero en el fondo un pedazo de pan. Porque el orgullo, como todos sabemos, sólo es el disfraz de la duda. Los soberbios de verdad, los que jamás titubean, ni en público ni en privado, sólo van haciendo el ridículo por la vida. Tarde o temprano se estrellan contra uan misión imposible, y terminan refugiados en una mediocridad muy plasta de la que presumen por los bares. Son los imbéciles clásicos que todos conocemos y rehuimos. El mundo del fútbol, desde la Premier League en Inglaterra hasta el torneo Pre-Benjamín en Ponferrada, está lleno de personajes así: gente que habla de su oficio como si hubiera emprendido una misión divina, envueltos en un aura de infalibilidad papal Por cada éxito que les concede el azar, cosechan diez cagadas lamentables que nunca figuran en los anales. Son los entrenadores como Brian Clough -los que de puertas afuera se venden como nadie, pero de puertas adentro se exigen como ninguno- los que terminan por lograr hazañas que luego refleja la Wikipedia. Personajes ambivalentes, duales, tan insoportables como adorables, tan vehementes como paralizados. Tipos capaces de lo mejor, y de lo peor, pero que en lo mejor saben relativizarse, y en lo peor hacen propósito de enmienda.


   Así era Brian Clogh, the fucking Brian Clough, carne de tragedia y de conflicto. De vehemencias y alcoholismos. Humilde y sobrado a partes iguales. Carne de novela, y de película. La mejor novela que he leído en los últimos tiempos, en realidad, Maldito United. El relato de los 44 días en los que Brian Clough se estrelló contra el muro de su soberbia y se partió la crisma. Los 44 días que entrenó al equipo que nunca debió entrenar, el Leeds United, llevado por el rencor, por el mal cálculo, por los aires de grandeza. Un don Quijote temporalmente alucinado, embarcado en una aventura condenada al fracaso. Un don Quijote, además, que cabalgaba sin su Sancho Panza particular, Peter Taylor, el ayudante, el ojeador, el interlocutor de las dudas. El amigo. El vidente que supo ver que el Leeds United no era un equipo para ellos, y que decidió refugiarse en las divisiones inferiores hasta que su amigo recobrara la cordura. The Damned United, en realidad, no es una película sobre Brian Clough, ni sobre el mundo del fútbol, sino una historia sobre la amistad interrumpida. La que se rompe soltando maldades y se recobra hincando las rodillas, y pidiendo perdón.



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