Vergüenza. Temporada 3


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Corre por ahí el bulo de que sólo en castellano existe una expresión genuina para describir la “vergüenza ajena”, y que el resto de los idiomas civilizados se refieren a tan incómoda sensación como la spanish shame, a falta de un recurso más potable. Pero es eso: un bulo lingüístico. Un chiste de filólogos quizá. Basta con darse una vuelta por internet para comprobar que todos los idiomas tienen una expresión propia para definir este cosquilleo visceral que está a medio camino del malestar y la risa, de la empatía y la condena. 

    El sentimiento de vergüenza ajena es universal porque todos tenemos unas neuronas llamadas espejo que son el último grito de la evolución. Unas funcionarias muy eficaces que se encargan de ponernos en el lugar del otro para entender lo que hace, o lo que dice, y aprender de este modo a imitar sus aciertos y evitar sus errores. A sentir, en la medida de lo posible, lo mismo que siente el semejante: la alegría y la pena, el dolor y el placer. Con-padecer. Ellas, las neuronas espejo, son las que obran la magia del cine. La excitación del porno. Ellas nos indignan cuando vemos sufrimiento en un telediario. Ellas trabajan incansablemente para entender emocionalmente al amigo que se confiesa, a la pareja que abre su corazón. Son las neuronas de la empatía. La habitación para los huéspedes, dentro de nuestro cerebro egoísta y calculador.



    Gracias a ellas también puede uno descojonarse viendo la serie Vergüenza, que es una comedia corrosiva, hiriente, que no todo el mundo puede soportar. Vergüenza es como el picante en la comida, o como el agua a medio escaldar en la ducha. Hay que tener callo para soportar tanta metedura de pata, tanta gilipollez, tanto desvarío ridículo de sus personajes. Yo se la he recomendado a un par de amigos que al segundo episodio me han dicho que no, que basta, que han intentado reírse pero la carcajada se les ha quedado atravesada en la garganta. Que pa’mí, la tontería, que soy capaz de reírme con estas cosas. No les he perdido, porque son buenos amigos, y saben de mis gustos particulares, pero durante meses han puesto en cuarentena cualquier recomendación cinéfila o seriéfila nacida de mis escritos. No les culpo. Vergüenza no es una serie para todos los públicos. Hay que tener algo de misántropo, de puñetero. Ser un poco Diógenes en su tonel. Tener la sospecha fundada de que todos, en realidad, damos un poco o un mucho de vergüenza ajena. Pero que, como les sucede a los personajes de la serie, no nos enteramos, o preferimos no enterarnos.



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ETA, el final del silencio: Miguel Ángel

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El tercer episodio de la serie documental ETA, el final del silencio se titula “Miguel Ángel”. Aborda, por supuesto, la figura trágica de Miguel Ángel Blanco, pero digo “por supuesto” porque tengo 47 tacos y escribo para gente que es más o menos de mi generación, cana arriba o cana abajo. Y quién, de entre nosotros, y de entre nosotras, no se acuerda de todo aquello... Del secuestro, del asesinato, de la estupefacción general. De las movilizaciones callejeras. De los políticos del PP riéndose de Nacho Cano en el concierto mientras contaban los votos futuros como mafiosos contando billetes en Las Vegas. Incluso los iletrados, los despistados, los que nunca leen un periódico o sólo ponen el telediario para poner los deportes y el tiempo, recuerdan dónde estaban aquella tarde cuando dieron la noticia de que sí, qué hijos de puta, los de ETA, qué par de huevos miserables, habían cumplido finalmente su amenaza.

    Yo, en concreto, estaba en León, en la cafetería Candilejas, jugando a las cartas con los amigos, cuando interrumpieron la programación en la tele y todos los presentes -los camareros y los clientes, los de izquierdas y los de derechas, los republicanos y los monárquicos– nos quedamos boquiabiertos, sin decir palabra, poniéndonos en la piel de aquel pobre chaval al que liaron para entrar en política, se dejó liar, dijo algo contra los batasunos en un pleno del ayuntamiento, y poco después fue asesinado en un bosque de Lasarte con dos tiros en la cabeza.



    Claro que me acuerdo, y que nos acordamos, los que ya vamos para la colonoscopia programada o para la mamografía acojonada. Sin embargo, de los veintitantos jóvenes que salen al principio del documental -estudiantes universitarios que no parecen precisamente poco preparados- sólo a una chica le suena lejanamente el nombre de Miguel Ángel: “Sí, ETA, y tal, un secuestro muy largo...”. Yo mismo, si le preguntara a mi hijo de 20 años ya no sólo por Miguel Ángel Blanco, sino por ETA en general, por sus tropelías y por sus disoluciones, sólo recibiría respuestas vagas, inconcretas, como de quien hace un esfuerzo por recordar cosas que veía de niño en los telediarios sin entenderlas ni asumirlas. Los jóvenes, por supuesto, no tienen la culpa de esta ignorancia. Es el tiempo, el viento, el que va cubriendo de polvo aquellos recuerdos. El que va redondeando las aristas y erosionando las figuras. Lo que nos parecía insuperable, terrorífico, de estar todo el día con el “qué hijos de puta”  en la boca cuando saltaba la noticia de un nuevo atentado, ahora, para nuestros hijos, ya sólo es una chapa de los carrozas que se juntan en el bar. Como era para nosotros el año del hambre, o la Brigada Político-Social. Afortunadamente.



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Sorry we missed you

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Las películas de Ken Loach y Paul Laverty son siempre la misma: un obrero británico monta un circo para sobrevivir, se cree libre de la necesidad, lo celebra con unas pintas en el pub y con un polvo con la señora, y de pronto, hacia la mitad del metraje, como si una bruma siniestra se levantara del Támesis -o del río que sea- le empiezan a crecer los enanos, le cogen gripe los leones y una tormenta imprevisible le derrumba la carpa que en verdad sostenían cuatro palos raquíticos. La eterna fatalidad del pobre, porque la pobreza engendra precariedad, y la precariedad, mala suerte, y la mala suerte más pobreza todavía… Lo explicaba el maestro Yoda en su juventud marxista, en la Facultad de Ciencias Políticas de Coruscant, antes de que el Consejo Jedi le llamara al orden y le obligara a cortarse la coleta.



    Las películas de Ken Loach y Paul Laverty se repiten, sí, como el ajo de nuestro aliento, tan proletario y tan significativo, y dentro de unos pocos años ya las confundiremos todas, y serán una sola película dentro de nuestra filmografía sentimental. Sorry we missed you es tan aburrida, tan didáctica y tan necesaria como todas las demás. Hay que verla del mismo modo que el católico acude a misa, o que el hincha se sienta en la grada para ver al equipo de su pueblo. Da igual que uno sepa por anticipado lo que va a suceder, y que tenga asumido que tarde o temprano asomará el bostezo, el fastidio, el pensamiento paralelo que desatiende al pobre que se lamenta, al cura que perora o al futbolista que envía un patadón a la grada. Estar presente es una obligación, no un motivo de fiesta.

   Yo, al menos, necesito esta dosis de conciencia social que los doctores Loach y Laverty me inyectan cada dos años como quien se vacuna del pasotismo y la conformidad. Soy un privilegiado laboral, vivo rodeado de privilegiados laborales, y sólo en contadas ocasiones compadreo con gente que lo está pasando mal, mal de cojones, y que te cuenta historias parecidas a esta del desgraciado Ricky Turner, al que una empresa de reparto le tiene 14 horas diarias en danza, seis días a la semana, con los derechos laborales hechos papel higiénico con el que su supervisor inmediato se limpia el culo. Y el supervisor del supervisor… Sí: necesito las películas de Ken Loach y Paul Laverty para recordar que hace 150 años hubo mucha gente que murió peleando por conseguir la jornada laboral de ocho horas, las vacaciones pagadas, el salario mínimo decente… Y que ahora, fuera del mundo de los afortunados como yo, todo eso sólo son lecciones de Historia en los libros del Bachillerato. Y dentro de nada, cuando nos gobiernen los que ya sabemos, ni siquiera eso.



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ETA, el final del silencio: Zubiak


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Yo no podría comer con el asesino de un ser querido. Por muchos años que hubieran pasado. Por mucho arrepentimiento que ese hombre hubiera demostrado. Me da igual. No lo querría ver ni en pintura. Le negaría la mano en un acto de reconciliación. Le esquivaría la mirada en un encuentro callejero. Me cagaría en sus muertos. Según en qué estado de ánimo me pillara, tendrían hasta que sujetarme, los que fueran conmigo. Sería una puta tortura, vivir cerca, o encontrarse cada equis tiempo, con quien un día empuñó la pistola, o sirvió de apoyo logístico, o decretó que aquello era un crimen necesario: dejar a mi ser querido -a mi mujer, a mi padre, a mi hijo- tirado entre las sillas de un bar, o abatido en mitad de una acera, con una bala en la cabeza.



    Yo no podría perdonar ni olvidar. No emprendería la venganza porque la venganza no es solución, y sólo alimenta el fuego. Es poco práctica, y además terminas en chirona. Pero no creo que moralmente sea censurable. Se me revolvería la bilis si alguien me propusiera salir en un documental como éste, compadreando con el enemigo, haciendo como que entiendo que está arrepentido, que está de vuelta, que él también tiene sentimientos… Mi cabeza podría asumirlo, pero mis tripas no. Que le den morcilla. Me llamarían por teléfono los de producción para ver si participo en el documental y les preguntaría si es una puta broma, si están de cachondeo. Si no saben respetar mi dolor. No, no podría compartir un plato de comida con esa persona, ni charlar animadamente sobre lo que pasó, y además en mi casa, en mi propia casa, como invadido, como puta que además pone la cama.

    No: no podría comportarme tan humanamente como hace la viuda de Juan María Jáuregui en Zubiak, que es el primer capítulo de ETA, el final del silencio. Me fallaría el temple, el temperamento, el juicio benévolo. Tendría que ir drogado, o muy bien pagado, para fingir lo que no siento. Ella lo siente. Se le nota en la mirada tranquila, en el hablar reposado: que ella sí perdona. Que ella sí ha hecho borrón y cuenta nueva.  Toda mi admiración. Toda mi envidia.



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Ad Astra

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Recuerdo a Carl Sagan, en la serie Cosmos, soñando con la existencia de vida extraterrestre. Se le ponía cara de bobo, de niño entusiasmado, con la posibilidad de establecer contacto con alguna civilización más inteligente que la nuestra, una liberada de las penurias de los instintos que nos marcara el camino del progreso y de las estrellas. Ad astra... Y yo, que era un niño de verdad, que le veía en la tele con las piernas colgando en el sofá, me dejaba llevar por su razonamiento científico -la ecuación de Drake que multiplicaba churras con merinas para dar casi con una certeza absoluta -y me preguntaba si tendría vida suficiente para ver ese acontecimiento algún día en el telediario: “En el radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico, se ha recibido una señal de radio extraterrestre que dice ¡Hola!, buenos días, cómo anda el tiempo por ahí…”



    Han pasado cuarenta años desde entonces. A Carl Sagan se lo llevó un cáncer galopante poco después de alimentar nuestras fantasías, y de los extraterrestres bondadosos que él describió en Contact, la novela, todavía no hemos tenido noticia. De los malos tipo V o La Guerra de los Mundos tampoco, a Dios gracias. Mi salvapantallas de SETI@home aún no ha detectado ninguna señal de radio esperanzadora en su porción de cielo asignada, y los astrobiólogos actuales, que seguramente encontraron su vocación en la fe contagiosa de Carl Sagan, ahora viven resignados a encontrar bacterias miserables en el subsuelo de Marte, o en el recoveco de algún cometa congelado, que son biología, sí, exobiología de la hostia, pero que no satisfacen ningún sueño infantil de encontrarse cara a cara con E.T., o con Chewbacca, repostando el Halcón Milenario en alguna gasolinera de Campsa.

    Si Carl Sagan se levantara de su tumba para ver cómo anda el tema del contacto, se volvería a ella con un bostezo y nos dejaría el recado de resucitarle cuando tuviéramos noticias contrastadas. Pobre Carl Sagan… Y pobre de mí. La cosa no pinta nada bien. ¿Cuántos años me quedan para escuchar una señal de radio alienígena abriendo el telediario del mediodía: 20, 30…? Y encima viene James Gray, el plasta que dirige Ad Astra, a decirnos que el sueño verdadero es que no haya vida inteligente más allá de la Tierra, porque así los humanos nos concienciamos de que somos únicos y especiales, y afianzamos nuestros lazos, y hermanamos nuestro aliento, y demás paparruchas almibaradas. Si la única vida inteligente del universo -¡del Universo Entero y Verdadero!- es la nuestra, la del homo sapiens que va a comprar a la tienda de la esquina con su vehículo todoterreno, prefiero declararme apátrida, aplanétida, extrasolar… Irme con don Carl, de cañas galácticas, donde quiera que esté.



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Día de lluvia en Nueva York

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“La vida real está bien para los que no dan para más”. Lo dice el personaje de Selena Gómez en la película, bajo la lluvia fingida de Nueva York -que mira que está crecida, y guapetona, y sexy que te enamoras, doña Selena, ahora que la reencuentro años después de Los magos de Waverly Place, que era una serie que yo veía con mi hijo en el Disney Channel pensando en mis cosas, ajeno a las tramas que allí se cocían, mientras él se enamoraba en secreto de sus primeras actrices inalcanzables. Lo dice Selena Gómez, sí, en Día de lluvia en Nueva York: que hay gente tan corta, o tan conformista, o tan enfrascada transitoriamente en alguna ilusión, que se conforma con las migajas que ofrece la vida real. Pero es obvio que Woody Allen habla a través de su personaje. En una entrevista promocional que concedió hace unos meses en la prensa, Allen dijo:
    “Lamentablemente, uno no puede vivir en la ficción, o se volvería loco. Hay que vivir en la vida real, que es trágica. Si yo pudiera, viviría en un musical de Fred Astaire. Todo el mundo es guapo y divertido, todos beben champán, nadie tiene cáncer, todos bailan, es fantástico”.



    Y yo, que soy otro escapista de la realidad, otro Houdini que llega a las horas nocturnas agotado de vivir tanta verdad irrefutable, firmo debajo de esta declaración. Que es de amor al cine, y de denuncia de las true stories. El mundo al revés, sí, quizá… Pero qué le voy a hacer: las películas son mi válvula de escape, mi psicoanálisis, mi meditación tibetana. Mi recreo de las asignaturas obligatorias. Mi momento de despiste, de ensoñación, de absoluto abandono de la responsabilidad. Mi viaje astral, mi sesión suspendida, mi porro encendido con un mando a distancia. Tal vez soy un cobarde, o un tontorrón, o un inmaduro de tomo y lomo. Es posible. Pero hace ya muchos años que vivo resignado a mí mismo. Me he aceptado. Si a Charles Bukowski “le limpiaba de mierda” la música clásica que escuchaba cada noche mientras escribía, a mí me limpian de mierda las películas, y las series de televisión, que son como lavativas que entran por mis dos ojos superiores.



    Pero yo, a diferencia de Woody Allen, no viviría en un musical de Fred Astaire. Bailo como un ganso, los ricos me dan grima, y Ginger Rogers, la verdad, nunca fue mi tipo. Yo preferiría vivir en Innisfree, con Mauren O’Hara, o en Seattle, con los hermanos Crane, tan divertidos y locos, y tan bonachones. Quedarme de plantilla fija en cualquier guion de Aaron Sorkin donde todo el mundo dice cosas inteligentes a la velocidad del rayo, y donde la gilipollez y la banalidad son enfermedades verbales erradicadas. Cuestión de gustos...

    También me gustaría vivir -por qué no- en Día de lluvia en Nueva York, porque es Nueva York, jolín, y llueve, y cuando llueve la gente se queda en casa, y no da por el culo, y uno puede pasear con su sonrisa de idiota por las aceras, o refugiarse en casa, con la lluvia tras el cristal, siempre tan romántica, mientras otra película en la tele vuelve a abducirme como un ovni llegado de otro planeta…



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El traidor

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Cuando el funerario Bonassera, en la primera línea de diálogo de El Padrino, le dijo a Marlon Brando aquello de “I believe in America…”, quedó inaugurado este ciclo de películas dedicadas a la mafia que lleva toda la vida proyectándose en mis pantallas.  El Padrino -en aquella adolescencia vivida alrededor del VHS sagrado donde lo mismo oficiábamos los Padrinos de Coppola que la tercera parte de Garganta Profunda o las comedias locas de los hermanos Marx-, puso la primera piedra de esta cinefilia que vive fascinada por unos tipos indeseables que en las películas, sin embargo, desprenden algo magnético, morboso, como si una parte vergonzosa del inconsciente los admirara y deseara ser como ellos: los Corleone, y los Soprano, y los matarifes de Scorsese, y hasta Tony el Gordo, el capo de Los Simpson...



    Pero esos son los mafiosos de mentira, los de la ficción americana o americanizada, porque luego, cuando ves a los mafiosos de verdad en los telediarios, o los buscas por internet porque has estado con un amigo y has discutido sobre si fue Fulanesi de Tal o Menganini de Cual el que perpetró tal crimen o murió de viejo en la cárcel -sí, a veces salen estas conversaciones en mis tertulias del bar-, descubres que la Cosa Nostra, y la Camorra, y la ‘‘Ndrangheta calabresa que siempre consulto en la Wikipedia para escribirla correctamente, la conforman unos tipos muy poco fotogénicos, con pinta de palurdos o de siervos de la gleba. Asesinos sin lustre, y capos sin glamour, que desmienten el mito tontorrón de las películas.

   Quizá por eso me ha gustado mucho El traidor, que es una película italiana algo irregular, demasiado larga, pero que tiene el buen gusto de mostrarnos el lado cutre y velludo  de los crímenes reales. El traidor es la true story de Tommaso Buscetta, un arrepentido que a mediados de los años 80 ofreció su ayuda al juez Falcone para que éste metiera entre rejas a los que hasta entonces campaban a sus anchas. Quizá, después de todo, aunque la película trate de explicar la traición de Buscetta por razones morales o sentimentales, éste, simplemente, con el paso del tiempo, fue comprendiendo que la Mafia de las películas era una cosa y la Mafia a la que él pertenecía otra muy diferente.



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Larry David. Temporada 9

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Cuando el ser humano dejó de vagar por los bosques y se aposentó cerca de los ríos para cultivar el cereal, surgió una cosa llamada "convivencia ciudadana" que ha evolucionado con el paso de los siglos adquiriendo cuerpo legislativo y jurisprudencia callejera. Con el invento de la agricultura, los seres humanos se multiplicaron exponencialmente siguiendo el mandamiento de la Biblia, y abandonaron una tradición errante de cuatro millones de años para crear ciudades, plazas públicas, circos romanos donde la gente tenía que sentarse muy junta sin empezar a agredirse con las cachiporras. De pronto, el desconocido, estaba ahí, a todas horas, invadiendo nuestro espacio vital, haciendo cola en la panadería o pegando gritos a las cuatro de la mañana. Un salto cultural que iba muy por delante de nuestra biología siempre recelosa.



    Diez mil años después de aquel arrejuntamiento que nos obligó a vivir civilizadamente, el hombre moderno vive en el mundo social más complejo que ha existido hasta la fecha. Porque somos muchos, y ociosos, y estamos todo el día en movimiento, haciendo turismo, y pelando la pava en los restaurantes. Y porque además, ahora, sumado al cara a cara de toda la vida, está el teléfono a teléfono, y las posibilidades de caer en un sobreentendido tonto, o en un malentendido fatal, se han multiplicado hasta hacernos caer en la neurosis de quien ya no sabe qué es lo correcto o lo incorrecto, lo aceptable o lo reprochable (ahora que más o menos teníamos nuestra sexualidad satisfecha y que la neurosis freudiana parecía una enfermedad erradicada en los manuales de psiquiatría).

    Sobre esta neurosis moderna ha construido Larry David la iglesia de su humor. Su serie es la disección descojonante de estas mil y una reglas cotidianas que rigen la convivencia. Una especie de Talmud inextricable donde las normas se acumulan, se contradicen, se revocan con las modas. Larry David -que se interpreta a sí mismo, y que pone carne propia en el asador- parece un plasta recalcitrante, un metepatas que no ve más allá de sus gafitas, pero en realidad sólo es un rabino que pretende poner luz en este lío que se forma cada vez que salimos de casa y saludamos al primer vecino en la escalera: ¿Sólo hay que saludar? ¿Desear un buenos días y punto? ¿O hay qué hacer un “parar y charlar”? ¿Existe la confianza suficiente para preguntarle por su última desgracia familiar? ¿Y si uno va con prisa? ¿Y si hacemos como que no le hemos visto pero él si nos ha detectado en el radar…?


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