Hermanos y enemigos: Petrovic y Divac

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Yo siempre he sido de fútbol, de toda la vida, porque me crie en un arrabal que no reconocía otro deporte, y en un colegio que no admitía otro motivo para soltar adrenalina contra los de 4ºB, en los recreos. Pero luego, en mi adolescencia, rodeado de chicos burgueses en los Maristas,  jugué mucho al baloncesto, y como se me daba bien el ganchito de Kareem, y el tirito de media distancia, me aceptaron en sus partidillos de fachas contra fachas, jugando de 4, como dicen ahora, o de pívot bajo, como decíamos entonces, porque yo con 15 años ya medía lo mismo que ahora, pero sin resultado con las chicas, que los preferían justo más bajos, o justo más altos, en el colmo de la mala pata, y mi cuerpo, ante la duda, se quedó justo en el medio, como el burro de Buridán, sin decantarse por crecer un poco más o restarse un par de centímetros sobrantes.




    Yo, en la clandestinidad, con los chicos del barrio, seguía siendo futbolero de toda la vida, pero el 20 de abril de 1988, en Eindhoven, la Quinta del Buitre quedó eliminada de la Copa de Europa, y de la llorera que pillé, y del dolor que sentí, renegué para siempre de este maldito deporte tan sujeto al azar, y a la racanería, y empecé a soñar con otra hazaña deportiva que ya no sería, ay, la séptima orejona en las vitrinas del Real Madrid (llegaría, sí, diez años después, pero ya en otra vida...) Desde aquella noche aciaga de Van Breukelen imbatido, mi fantasía de sillón-ball pasó a ser que los yugoslavos les ganaran un partido de baloncesto a los americanos, en la final de los Juegos Olímpicos, si podía ser, en olímpica humillación. Pero no a los universitarios que entonces enviaban los yankees, atrevidos pero bisoños, sino a los profesionales que ya por entonces amenazaban con juntarse y salir a pasearse por las canchas, y a descojonarse de la risa…

    Para que los yugoslavos pudieran acometer tal hazaña tenían que jugar todos juntos: Vlade Divac, y Drazen Petrovic, y Tony Kukoc, y Dino Radja, aquella generación maravillosa que eran como los Globetrotters nacidos en los Balcanes. Un orgullo para Europa, que en lo del basket estaba a años luz de los americanos prepotentes. Pero estalló la guerra en Yugoslavia, los croatas se fueron de la selección, las amistades se rompieron, y cuando todo aquello terminó, demasiados años después, la generación de oro ya no estaba en plena forma, y Drazen Petrovic, el jugador que marcaba las diferencias, ya estaba retirado en su tumba nevada de Zagreb, prematuramente, porque el azar también juega al baloncesto, y juega malas pasadas en las autopistas.



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Los odiosos ocho


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Justo el día en que vuelvo a ver Los odiosos ocho porque no me acordaba de nada, de la primera vez, y ahora hay tiempo de sobra para ver estos metrajes imposibles de Quentin Tarantino, en Estados Unidos, precisamente, en California, las autoridades han declarado el estado de alarma a la española, que en origen fue a la italiana, y antes a la china, como si los gobernantes fueran pasándose una receta macabra por el WhatsApp, o por el teléfono rojo.  Y de pronto, en mi cabeza, se han conectado las dos cosas: los vaqueros indómitos del Oeste, con sus pistolones, su ley de la frontera, su desprecio supino por la autoridad, y los americanos de ahora, a sólo cuatro generaciones de aquellos, que todavía no han enmendando ninguna enmienda armada de su Constitución, y que van a ser interrogados en los controles de carretera, y en los paseos marítimos del monopatín, “¿usted a dónde va, motherfucker?”, como si el Séptimo de Caballería se hubiera desplegado más allá de las Montañas Rocosas.



    Aquí, en Europa, los Fuerzos y Cuerpas de Seguridad intimidan lo suyo porque sólo ellos, fuera de los montes conejiles, pueden llevar armas al cinto. Y al hombro, y así debe ser, además, para que Puerto Urraco no se expanda hasta Castelldefels, o más allá.  Quizá también acojonen lo suyo en California los policías, y los de la Guardia Nacional, porque California, y la costa Oeste en general, y todo lo que viene a ser la Nueva Inglaterra del Mayflower, es más Europa que otra cosa, y allí se cultivan hasta gobernadores socialistas, y alcaldes prosociales, y si algún día vienen las turbas de Donald Trump a expulsarlos armados de antorchas y tridentes, sólo tienen que coger el barco y venirse a tierras más promisorias.

    Pero qué sucederá, ay, cuando el estado de alarma se declare en Texas, o en Tennessee, o en el estado natal del Gran Wyoming, y a esos tíos que ahora salen a comprar el pan con un AK-47 bajo el brazo, y un par de revólveres en el carricoche del niño, les digan que no, que muy mal, que no se puede salir en grupo, que respeten la distancia de seguridad, y que si no tienen otro supermercado más cerca de casa…



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Hechizo de luna

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“El gorrino y la mujer, acertar y no escoger”, decía Marcial Ruiz Escribano, que era el garrulo al que daba vida Ernesto Sevilla en Muchachada Nui. Marcial era un cateto fetén, manchego, pero extrapolable a cualquier lugar de nuestra geografía, con su boina, y su chaleco, y su palillo entre los dientes. Y aunque algunos se vistan de Armani y se perfumen con lo nuevo de Christian Dior, en el fondo, enfrentados al espejo, desnudicos con nuestros pelos y nuestras foferas, todos somos unos catetos que sonreímos con la chorraduca de Marcial, porque la intuimos muy cierta, y sabemos que el amor no resiste un análisis racional de pros y contras, de ventajas e inconvenientes, sino que uno se enamora, así, pum, en una mirada, en una cita del Tinder, y que el resto ya queda en manos de la diosa Fortuna.



    Me he acordado de Marcial mientras veía Hechizo de luna porque todos sus personajes andan muy preocupados por escoger bien, a su marido, y a su mujer, e incluso quien ya escogió sigue preguntándose si hizo bien, y si hay tiempo todavía para el arrepentimiento, y salen de picos pardos con la luna llena a ver si encuentran un candidato que reúna mejores cualidades. Una película de adúlteros, y de adúlteras, de gente que hace y deshace compromisos porque andan al mejor postor, y juegan con dos barajas, y sudan la gota gorda pensando que llevan la peor baza en la partida. Un no parar. Un angustia existencial. Hechizo de luna es una comedia porque en su día la vendieron así, y porque al final, la verdad sea dicha, todos terminan encontrando su acomodo y su cama acogedora. Y como decía Fernando Trueba que dijo una vez Marcel Pagnol:

    “En el cine, como en el teatro, no hay más que un argumento: un hombre encuentra a una mujer, y si follan, es una comedia, y si no, ¡es una tragedia!”

    Pero en el resto de la película se masca el nerviosismo, el sufrimiento casi coronario de quien se enamora pero recula, de quien recula pero no se aleja del todo, y es como una gran tragedia griega ambientada en el Nueva York que aún tenía dos Torres Gemelas en la bahía. Que salen justo al principio de la película, enmarcando el hechizo de la Luna, pero que no se beneficiaron mucho de él, la verdad.


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Vengadores: La era de Ultrón


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En Los Vengadores, la era de Ultrón, Tony Stark alimenta el sueño de crear un superprograma informático que proteja la paz en el mundo. Algo así como una red neural, o como un caparazón de energía, no sé muy bien, porque después de cada ración de hostias quedo aturdido en el sofá, sonaja perdido, que ya no son edades para aguantar el CGI a toda potencia de gráficos y decibelios. Y así, cuando los Vengadores se sacuden el polvo de la batalla para ponerse a filosofar, a contarse sus cuitas personales y a soñar con planes de futuro, tardo un rato en saber de qué narices están hablando. Porque sucede, además, que Tony Stark sólo habla para entendidos, para iniciados en la protomateria del universo, y el único de los musculitos que puede seguirle el rollo es el doctor Banner, cuando no anda por ahí repartiendo gallofas disfrazado de La Masa. Y porque encima, para más inri de mis entendederas, para obligarme a tardar unos segundos extra en prestar atención, anda por ahí Scarlett Johansson buscando a Jacq’s, vestida de cuero ceñido hasta el sofoco, hasta el desbordamiento de los encantos, interpretando a la Viuda Negra que habla con acento ruso y te pone más en guardia todavía. Mi Natasha, la Romanoff…   




    Sea como sea, Tony Stark, al principio de la película, hace cuatro cálculos, consulta un par de ordenadores y pone en marcha un holograma que habrá de defendernos de todo Mal Humano y Asgardiano. Pero el programa informático le sale más listo de lo que él pensaba, tan listo que se vuelve autónomo en un santiamén, se pone a pensar por sí mismo, y analizando todos los datos disponibles en internet, concluye, en apenas unos pocos segundos, que la paz en la Tierra sólo va a estar garantizada si el homo sapiens perece en un extinción masiva. Ultrón -que así se llama el malvado eugenésico- decide que lo mejor será coger un gran trozo de tierra, elevarlo hasta la estratosfera, y dejarlo caer para provocar un caos climático como el que hace 65 millones de años se cargó a los dinosaurios. Un craso error, claro, porque los Vengadores, todo lo que sea a fuerza bruta, a pura hostia, son invencibles, y un pedrusco que amenaza con provocar el invierno de mil años no es rival para ellos. Si Ultrón hubiese decidido fabricar un virus que nos fuera liquidando de uno en uno, así, pequeñito y esquivo, a ver qué narices hubieran hecho los Vengadores para defendernos. Pero estaríamos en otra película, claro.



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Le Mans '66

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Como esto del confinamiento va para largo, y además creo que he pillado el virus de la tontuna, he desperdiciado la tarde con otra película que ni me va ni me viene, como la de ayer de Los Vengadores. Le Mans ’66 es una película de coches de carreras, viejunos, del año 66 precisamente, pero que corrían casi tanto como los de ahora, o incluso más. Se ve, por lo que cuentan en la peli, que aquellos tipos iban como locos, a velocidades de vértigo, matándose por las curvas, en coches que pesaban cada vez menos y aceleraban cada vez más. Y que en esto, para poner freno, y salvar vidas, la tecnología del automóvil ha ido involucionando para poder evolucionar, y ha bajado las revoluciones del motor para que ahora, en el año 2020, los coches no anden ya por los 400 kms/h o más, como aviones a punto de despegar de la pista.



    Uno, la verdad, ha visto Le Mans ’66 rascándose la cabeza como un primate que no entiende nada, curioso y fascinado, eso sí, pero sin llegar a comprender la entraña del asunto -más allá de que los americanos siempre ganan cuando se lo proponen, claro, y sólo pierden cuando les da la gana, o cuando deciden no presentarse, porque están a cosas más importantes. Pero nada más. En lo puramente automovilístico, que es lo que aquí se explicotea, yo ando más bien pez, y pez en tierra además, porque de coches, lo confieso, sólo sé que tienen cuatro ruedas, que llevan gente dentro, y que en el maletero caben varios paquetes de papel higiénico del Mercadona. Y esto según los modelos, claro, porque los coches baratos tienen maleteros pequeños, los coches caros incrementan su capacidad, y luego, curiosamente, cuando llegas a las gamas más altas, que son los coches deportivos como los de la peli, los maleteros vuelven a hacerse más pequeños, casi residuales, como si el yupi o la ricachona de turno presumieran de “yo no lo necesito, mi criado hace las compras por mí…”.

    Y poco más, por mi parte, de sabidurías automovilísticas: que unos coches van con gasolina, y otros con gasóleo, y que unos contaminan menos, pero corren más, o viceversa, o qué se yo... Los coches no son lo mío, definitivamente. Nunca tuve, ni de niño, ni de mayor, y cuando los hombres de verdad se ponen a hablar de sus autos, o de la Fórmula 1, o de la carrera NASCAR de Rayo McQueen, yo, avergonzado, en el bar, miro el periódico distraídamente, esperando que se les acabe la gasofa.



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Los Vengadores

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La verdad es que es una soplapollez, esto de Los Vengadores. Pero eso lo digo ahora, con 48 tacos, con canas en los huevos, y mientras veo la película y al unísono me sobo los mismísimos, yo mismo comprendo la incongruencia de estar aquí, en el sofá, sin afeitar, pasando la cuarentena -que es también de los mismísimos- viendo esta película de tipos con pijama que se pegan unas hostias descomunales, como catedrales, o como casas del señor Stark, cuando podría estar viendo una película de John Ford, o de Ingmar Bergman, recuperando el sentido común del cinéfilo que presume de tal. O viendo la primera temporada de The Crown, que dicen que es la polla de Buckingham Palace, y que tengo descargada desde tiempos inmemoriales, para aprovechar el tiempo cuando llegaran las vacaciones, o un virus de los chinos, a joder la marrana.



    ¡Pero ay, por los dioses de Asgard!, si esta tontería de Los Vengadores me llega a pillar en la adolescencia, cuando devoraba los cómics de Marvel -y los de DC Cómics, que eran los de Batman y Superman, y los tebeos de Superlópez, que eran la coña patria del asunto- y los intercambiaba con los amigos que también estaban en el ajo, y hasta los vendíamos en el rastro de León cuando ya nos aburrían, y necesitábamos pasta fresca para comprar otros nuevos, que allí nos plantábamos, con 12 o 13 años, con un par de mismísimos, a las ocho de la mañana de los domingos, en la Plaza Mayor, al lado del gitano que vendía la chamarilería, y de la pesada que vendía los casetes del folklore leonés, y que nos aturraba a todas las horas con la misma cinta puesta en bucle.  Que cuando llegaban nuestros padres a traernos el bocadillo, y a preguntarnos que qué tal, las ventas, y la experiencia, ya no sabíamos si estábamos en la Plaza Mayor o en un concierto de La Braña.

    Los Vengadores, en aquella edad de los cómics, habría sido para mí una obra maestra, incontestable, no sujeta a crítica, ni a mácula de lenguas viperinas. Como la mía, por ejemplo, ahora... Yo soñé muchas veces con este sueño que se ha hecho realidad tan tarde, para mí: el de la conversión de los cómics en carne y hueso, gracias al CGI, que es una tecnología que obra el milagro de la transustanciación, como los curas en la eucaristía, o como los políticos cuando transforman la mentira en verdad, o viceversa.



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Delitos y faltas

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De niños, en el Parvulito, que era nuestro libro de texto obligatorio, nos enseñaban que allá arriba, en el Cielo, pero sin salirse de los límites de la atmósfera para no perderse detalle, flotaba un ojo dentro de un triángulo que nos vigilaba, y que era el mismísimo Ojo de Dios. Un Ojo muy parecido -como descubrimos años después- al Ojo de Sauron, el de Mordor, pero éste del Parvulito ingrávido, sin torre, que para eso era divino y más antiguo.  (Del otro Ojo, por cierto, porque Dios nos hizo a su imagen y semejanza, y le suponíamos antropomorfo e incluso con gafas, nunca tuvimos noticia oftalmológica, ni teológica, pese a los largos años de catecismo, así que digo yo que el Ojo Innombrado seguramente vigilaba a los pecadores de otro planeta, o se quedaba en el Cielo, de guardia, más allá de la nube, para que a los ángeles sin sexo no les creciera la colita, ni a las ángelas la peseta).

    El Ojo de Dios -nos decían las católicas maestras- lo veía todo, todito todo, aunque pegáramos el chicle debajo del pupitre, o nos diéramos puntapiés cuando ellas no miraban. Nosotros no lo entendíamos, claro, porque éramos muy pequeños, sólo cinco o seis añitos tratando de comprender el mundo, y al único personaje que conocíamos con semejantes poderes era Superman, el de los cómics -que ni película había todavía- porque Superman podía ver a través de las paredes, y de los pupitres, con sus rayos X del copón. Pero Superman no era un Dios, ni un dios siquiera, sólo un tipo terrenal, kryptoniano más bien, que encima molaba mucho, y no asustaba como el Dios irascible y vengativo de aquellos textos.  



    Quizá por eso, porque las maestras veían que nos íbamos a descarriar sin remedio, y porque los responsables de la editorial Álvarez ya tenían conocimiento de tal problemática, unas páginas más adelante, en el Parvulito, aparecía una parábola que no era bíblica porque aparecía un frigorífico impropio de los desiertos antiguos. En la parábola, un niño de nuestra edad abría el frigorífico a escondidas, se comía un trozo de la tarta preservada para una ocasión especial, y antes de que su madre le pillara, y antes de que el mismísimo Ojo Flotante procesara la información, sufría un remordimiento en el estómago que no era un corte de digestión, sino la mordedura de un gusanillo: el Gusanillo de la Conciencia, que venía a ser como la segunda vacuna para nuestra moral. La moraleja era clara: si no crees en el Ojo Vigilante, cree, al menos, en el bicho que te comerá las entrañas cada vez que desobedezcas a la autoridad: la civil, o la religiosa, o tu madre armada con una zapatilla.

    De todo esto – de criminales con gusanillo de la conciencia, de criminales que ya lo digirieron hace tiempo, de hombres que necesitan a Dios para comportarse como seres humanos, y de ateos que no lo necesitan para comportarse como Dios manda, va Delitos y faltas, que es una obra maestra de Woody Allen perteneciente a su período, precisamente, de las obras maestras.

    (En Delitos y faltas fue donde aprendimos, además, gracias al personaje de Alan Alda, que C=Tr+T)



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Lo que hacemos en las sombras

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Yo he nacido para vampiro. Lo llevo en la sangre. Es ponerse el sol y me entran unas ganas locas de vivir. Durante el día vegeto, bostezo, hago como que entiendo a mis semejantes. Hace siglos que no me levanto de la cama descansado, risueño, con ganas de hacer cosas, y es por culpa de la luz, que se filtra por la persiana. O que ya se presiente, en los amaneceres invernales. Me ducho, tomo el café, saco al perrete, y ese primer contacto directo con el sol es contradictorio, por estimulante. Pero ahí termina la fotosíntesis de mis células. A partir de ese subidón, paso horas en hibernación, moviéndome entre las sombras. Y el caso es que gestiono con cierta solvencia los trabajos, los encargos, los platos en el fregadero. Nadie se queja en exceso, y la cuenta en el banco permanece más o menos estable. Se ve que he aprendido a disimular... O a trabajar en segundo plano, en subrutina, como los ordenadores, mientras estoy que me caigo por las esquinas. Suelo llevar, eso sí, cara de merluzo, de introspectivo, y la gente que me quiere dice que soy un tipo con “vida interior”, de pensamientos profundos, y no saben que en realidad voy medio muerto, medio vivo, alelado perdido, mientras el sol se mantiene orgulloso sobre nuestras cabezas. Y el verano ya está ahí, llamando a la puerta, aterrador… Summer is coming.



    Desde que amanece soy un Nosferatu que anhela el anochecer. Porque al anochecer empiezan las cosas que más me gustan de la vida: el fútbol de los grandes partidos, y las películas que necesitan el salón en penumbra. La mantita en el sofá. O ir de vinos nocturnos, con los amigos, o con los amores, a arreglar el mundo, a echarse unas risas, a besarse en los callejones. Y lo otro, claro, que mola mucho más por la noche, porque por la mañana todo es halitosis, y por la tarde siempre se anda de digestiones, te pongas como te pongas.

    Creo, en fin, que me lo pasaría de puta madre con estos tres golfos de “Lo que hacemos entre las sombras”, vampiros de verdad, residentes en Nueva Zelanda, que reviven a la misma hora que yo revivo, pero con doce husos de diferencia, claro, por lo de vivir en las antípodas. Son unos cachondos de la hostia, buena gente, exquisitos en las formas, y además ellos no tienen la culpa de ir por ahí asesinando a su sustento. Quedaría con ellos en fines de semana alternos, eso sí, porque vaya marcha que llevan, los tipos, vaya desparrame, el Vladislav, el Viago, y el Deacon, que tienen ochocientas castañas cada uno y están mucho mejor que yo, que sólo soy un vampiro de boquilla, de vocación, a caballo entre dos mundos, sin atreverme todavía a dejarme morder en el cuello.



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