El último hurra

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Existen dos tipos de políticos: los que sirven al poder en la sombra, encantados, y los que sirven al poder en la sombra, resignados. Los primeros no tienen dignidad, de raíz, porque nacieron para complacer a la élite, y no al pueblo, y suelen llevar apellidos lustrosos de familias acomodadas, mientras que los segundos tienen que tragarse la dignidad para viajar en el circo e intentar mejorar las condiciones de los enanos -que no sé si, en el fondo, es otra forma retorcida de indignidad. Los otros políticos, los peligrosos, los que no tragan, o son sacrificados por el sistema al primer berrido improcedente -como niños arrojados por la roca Tarpeya-, o se quedan como alcaldes de su pueblo, en la España vaciada, o en la Mongolia Exterior, sin dar mucho por el culo, sólo útiles para arreglar el alumbrado o para gestionar la retirada de la cabina telefónica que ya nadie usa. Cosas así.




    Paradójicamente, el político ideal, íntegro, al que uno votaría al cien por cien en una fiesta verdadera de la democracia, es aquel que nunca se presentaría a unas elecciones que sabe amañadas de antemano. Uno que prefiere quedarse en su trabajo, o en su ERE, antes que levantarse de su asiento y pedir turno en la arena de los gladiadores, donde al final todos representan un papel, una comedia muy entretenida y sangrienta, pero inútil al fin y al cabo, porque hay un tipo protegido por pretorianos que al final es quien decide las cosas a golpe de pulgar: un gran empresario, un pez gordo de Wall Street, un jeque que se ha quedado sin champán 0/0 en la bañera…

    El último hurra cuenta las andanzas políticas de Frank Skeffington, que es el alcalde imaginario de una gran ciudad enfrentado a sus familias más ricas e influyentes. Las que cortan el bacalao de la prensa, de la televisión, de la opinión pública tan maleable como estúpida. Skeffington es un político veterano, marrullero, que sabe que se enfrenta a un ejército cien veces superior, y no duda en coger un poco de arena y arrojársela a los ojos de quien viene a rematarle. Un tipo de barrio, resabiado, tan educado como cabroncete. Me cuesta, a pesar de mi parrafada anterior, catalogarle como un político indigno. Forma parte del circo, sí, pero no es ningún payaso. Sabe que tiene la guerra perdida, pero consigue ganar muchas batallas antes de rendirse. Quizá, después de ver la película, tenga que incluir un nuevo tipo de político en mi taxonomía: el tocahuevos. El que está ahí por puro romanticismo, sólo por molestar, ayudando a la gente mientras el poder no le acierta con sus disparos. Uno que se enfanga no para cambiar el sistema -que es imposible- sino para servir de ejemplo a las generaciones venideras. Las que recojan las viejas películas.




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Todas las canciones hablan de mí


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En mi caso, son todas las películas -y no las canciones- las que hablan de mí. Por eso llevo tantos años escribiendo sobre ellas, casi a diario, aunque a veces -esto tengo que reconocerlo- la conexión entre mi vida y las andanzas de los personajes sea más bien forzada, o inexistente. Pero esto nació como un ejercicio autoimpuesto, una terapia de escritura, y siempre me dije que cuando tuviera tiempo de verdad -extenso, libérrimo, de estar casi encerrado en un castillo como don Michel de Montaigne- me pondría a escribir una novela indecente, o una autobiografía cachonda, con todo lo aprendido en el oficio. El sueño literario, pero tardío, de un adolescente con canas en medio cuerpo...  Y ahora que, sin  haberlo buscado, dispongo de todo el tiempo del mundo, a mogollón, tío, aunque sea por circunstancias tan poco festivas como éstas, lo que sigo haciendo es ver películas que hablan de mí - o que yo fuerzo un poco a que hablen de mí-, y luego vengo al diario a escribir sobre mi ombligo, en ellas, o sobre ellas, en mi ombligo, sin  poder salir del bucle, al mismo tiempo acomodado y enfadado con mi confort monotemático.



    Sólo me pasa con las películas, eso de sentirme aludido, e interpelado, como si unas manos salieran de la tele para zarandearme y decirme: ¡Eres tú, gilipollas, se trata de ti, y de tu vida…!-, pero no me pasa tanto con las canciones, porque me quedó el trauma, la desgana, el oído poco atento desde la adolescencia, cuando amorrado a "Los 40 Principales" no entendía ni pajolera palabra de inglés al escuchar la canción que me molaba -más allá, claro, del “Ai lof yu”, y del “Ai mis yu”, que eran los dos leitmotivs más habituales. Y porque además, de la música española, no sé si por postureo o por antipatriotismo precoz, huí rápidamente para refugiarme en los cantautores que eran más poetas que cantantes, pero que no hablaban de mi mundo, sino de otro muy fantástico, de entusiasmos y fracasos muy viriles, siempre presumiendo en sus letras  de lo fácil que era ligar y conquistar a las mujeres, que para un estudiante de los Maristas, con gafas, acné y diez exámenes que superar cada día, era como si le hablaran a uno del cielo de los musulmanes.

    No: definitivamente lo mío son las películas. Es más: estoy hecho de películas. Soy un puzle construido con 10.000 piezas que vi, que reví, que compré, que repudié o que olvidé. Hablo constantemente de ellas, y hablo como si estuviera metido en una de ellas, alienado de la realidad por cobardía, o por necesidad. La vida me ha ido forjando el tronco y las ramas, pero las hojas, los colores, la vida mustia del invierno o la más alegre de la primavera, la pintan ellas.



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Náufrago


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He puesto Náufrago en el DVD para coger un poco de moral, y tomar notas, y ejemplo, ahora que el gobierno nos va a ampliar el confinamiento, y que esta casa ya empieza a coger el aire y la brisa de una isla desierta en  el continente. Quería recordar, viendo la película, que si Chuck Noland se pasó cuatro años en la isla del Pacífico sin televisión y sin teléfono, sin microondas y sin ordenador, y sobrevivió, y aprendó una lección, y además adelgazó todos los kilos que le sobraban, por qué no, Álvaro Rodríguez, que vive rodeado de comodidades, con un panadero que pasa todos los días a las 12 para traer el sustento básico sin tener que cazarlo, ni ponerlo al fuego, por qué no, digo, iba a soportar 6 semanas y las que vengan después con la sonrisa en la boca, y el espíritu no diré que alborozado, pero sí al menos sereno, imitando casi al de un nepalí en su montaña. Por qué no tomarse este accidente de la vida como eso: una aventura en la isla desierta, pero de mentirijillas, con tecnología, y colchón para dormir, y vecinos que comparten la arena y los cocoteros. Y un océano de tiempo disponible, en cualquier dirección en la que mires, sin que nadie venga a rescatarte por miedo a las patrulleras.



    Y lo cierto es que al levantarme -bueno, no exactamente al levantarme, sino tras ducharme, y asimilar el primer café- descubro con una punzada de optimismo que dispongo de 16 horas limpias por delante, confinadas pero libres, para hacer lo que quiera dentro de la ley: leer, y ver películas, y escribir chorradas, y llamar por teléfono, y cotorrear en las redes, y tomar aire en la calle aprovechando que Wilson, perdón, Eddie, mi perrete, es un sujeto paseable que entra dentro de la normativa. Pero luego, según avanza el día, uno se desinfla, y se pierde en bobadas, y lamenta el desperdicio de las horas para una vez que las tenía todas, glotonamente, como en un regalo inesperado de los dioses. Hay quien encuentra placer en el asesinato improductivo del tiempo, pero yo no. Cuanto más tiempo tengo, menos lo valoro, y es como si a uno le dijeran: "vas a vivir mil años", y se tira a la bartola, pensando que ya habrá vida suficiente para hacer cosas interesantes.


    Al final, ya ves tú, he terminado la película llorando, disparándome por la culata, porque lo del naufragio de Tom Hanks es casi lo de menos, y lo que verdaderamente duele es verle perder al amor de su vida, que le esperó sin olvidarle, pero que tampoco tenía tiempo que perder.



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Los ilusos

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Los ilusos termina con unas niñas destripando viejas cintas de VHS que ya nadie puede reproducir, porque nos hemos quedado sin reproductores, y cuando los tenemos -mi madre todavía tiene uno, en León, que furrula milagrosamente- descubrimos que o bien la cinta grabada ya se ha desmagnetizado, y nuestra boda o nuestra película se han diluido en una sucesión de borrones que más parecen pintura abstracta -y qué simbólico es, en ocasiones, ese desmoronamiento -o bien que la experiencia analógica, de una imagen compuesta por líneas de definición, ya no hay telespectador que la soporte, acostumbrados al buen caviar de la televisión digital, con su Full HD, y ahora su 4K, y lo que nos vayan trayendo los coreanos que siempre llevan la delantera.

    La imagen de las niñas envolviéndose con las cintas de VHS para jugar a ser momias, o gimnastas rítmicas, es muy simbólica, poderosa, el colofón de una película que habla de sueños, de amores, de colegas con los que partirse de risa. Pero que, sobre todo, habla de amor por el cine. Del cine que siempre es mágico, absorbente, indispensable, sin importar el plato en el que lo consumamos -que digo yo que ése es el simbolismo del final, porque como sucede casi siempre en las películas de Jonás Trueba, hay cosas que se entienden y otras que no, pero incluso las que no calan siempre resultan fascinantes y misteriosas, como si tuviéramos la explicación en la punta de la lengua y nos sintiéramos desafiados a interpretarlas.



    Los ilusos es una película de arte y ensayo, para gafapastas, y yo, que llevo gafas de pasta, me siento aquí como pez en el agua.  Trata de un tipo que o está haciendo películas, o está imaginando películas, o vive su propia vida como un trabajo de campo del que tomar notas e inspiraciones para seguir soñando películas. Un yonqui. Un alienado. Un abducido por la otra dimensión. Alguien que, como yo, a una edad muy temprana, decidió que la realidad estaba en las películas, y no al revés. Que no entiende esa expresión tan manida de “evadirse de la realidad” cuando podríamos convertir el cine en nuestra prisión, tan confortable como el salón de nuestra casa, y evadirnos de las películas sólo el tiempo indispensable para procurarse el sustento, y probar los lances del amor.

    “Desde que se inventó el cine, vivimos tres veces más: vivimos experiencias que no viviríamos de otra manera, aprendemos cosas, y sobre todo, ahorramos tiempo”. Lo dice León, a su chica, a la salida del cine. Quizá quiere decir que ahorramos tiempo con las películas porque, así, no lo perdemos en otra cosa.




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El discurso del Rey

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Viendo la primera temporada de “The Crown”, tardé ocho episodios en encontrar un rasgo en la personalidad de Isabel de Windsor -una debilidad, un defecto, una menudencia del carácter- que me permitiera considerarla una igual, una hermana del sufrimiento. Algo que rasgara la cortina que nos separaba como plebeyo de España y como reina de Inglaterra. Acortar la distancia entre quien merece una serie de televisión por todo lo alto y quien, la verdad sea dicha, también se merecería al menos una miniserie, Álvaro Rodríguez, “The Clown”,  pero por otras circunstancias tragicómicas que ahora no vienen al caso…



    Me fundí con Isabel de Windsor en un afectuoso abrazo cuando ella, en plena gira por la Commonwealth, le confiesa a su médico personal que está hasta los ovarios de sonreír a las multitudes, pero que no tiene otro remedio, porque si deja de sonreír parece que está enfadada, así, de gesto natural, por la lotería del fenotipo, y que tal cosa, sin ser cierta, le genera no pocos malentendidos. Fue ahí, en ese momento, cuando una Windsor de Londres y un Rodríguez de León -que, no es por nada, pero Rodríguez de León tampoco suena nada mal- quedaron unidos en la incomprensión de quien nos toma por cascarrabias cuando serenamos el gesto y relajamos la quijada.

    Sin embargo, en El discurso del rey, apenas he tardado dos minutos en identificarme con su padre, el rey Jorge VI, que padecía una tartamudez arrastrada de la infancia, y que le impedía, en los discursos oficiales, y en los actos protocolarios, parecer un hombre preparado para el desempeño de su cargo. Lo del gesto de cascarrabias al no sonreír es una gilipollez comparada con esta incapacidad que te hace parecer medio tonto, o medio hervido, cuando en realidad sólo se trata de una palanca trabada por el miedo, o por la ansiedad. La padecí, la superé, pero como le sucedió al rey Jorge VI de Inglaterra, nunca se me fue del todo al hablar. Se da el pego, nada más. Es una de mis pesadillas recurrentes. Todavía hay veces que me despierto con una pppp…uta consonante atravesada en la garganta.  




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Vota Juan

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No me molesta que Vota Juan sea un refrito de Veep cocinado a la española. Bienvenido sea el homenaje ibérico, la traducción al vernáculo. ¿Por qué no? La genialidad de Armando Ianucci puede ser cultivada en cualquier clima donde crezcan políticos de medio pelo, asesores merluzos, estrategas gilipollas, periodistas paniguados y, por supuesto, votantes sin criterio. O lo que es lo mismo: casi en cualquier lugar del mundo.



    Vota Juan retoma la idea genial del político tontolaba que va superando escollos contra todo pronóstico, le pone un sofrito de ajo y cebolla, unos choricitos picantes, un plato de buen jamón extremeño para acompañar, y por supuesto, para beber, un buen vino de Rioja, que es la patria natal de Juan Carrasco, el Juan del título, un político que ya no es de medio pelo, sino de pelo ninguno. Ni de listo ni de tonto. Un animal político, que se dice, de esos que nunca sabes si es que no llegan o es que se pasan. Un CI imposible de calcular, que lo mismo le pones un test y te sale un deficiente profundo que un genio incomprendido. Sólo tenemos que encender el ordenador o poner el telediario cada día -y más ahora, en estos tiempos tan excepcionales- para encontrarnos con varios Juan Carrasco que en realidad sólo saben de aparatos internos, de trapicheos de partido, de estrategias caciquiles, y que carecen de la inteligencia necesaria para conjugar el bien propio con el bien común. O eso, o que son más inteligentes de lo que pensamos…

    Supongo que en los países serios -los nórdicos, los canadienses, y poco más- , una serie como Vota Juan no puede hacer mucha gracia porque no conciben que un tipo como éste pueda gestionar los asuntos del bien común, y que nosotros, además, le dejemos hacerlo con nuestro voto. Y donde ellos, los rubios del Norte, sólo verían a un inútil que va causando vergüenza ajena, nosotros, los que padecemos esta lacra social, nos descojonamos de lo lindo en el sofá, porque estos impresentables de la serie son tan veraces, tan palpables, que casi dan miedo, y nuestra carcajada sirve para sublimar la inquietud profunda que nos provocan.



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The Crown. Temporada 1

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Desde que mis conocidos saben que estoy viendo The Crown -porque me llaman para que les recomiende una ficción que entretenga su encierro y yo me pongo a darles la paliza con que si The Crown es cojonuda y no pueden perdérsela, y que vaya diálogos, y que vaya actuaciones, y que menuda producción a lo grande, y termino por aburrirles con mi entusiasmo que es casi pueril y enfermizo- recibo, decía, muchos mensajes que me dicen que voy a volverme monárquico de tanto alabar la serie, de tanto mirar por la mirilla de Buckingham Palace a ver qué se cuece en la familia de los Windsor. Me lo dicen, claro -ahí está el chiste- porque siempre he sido un republicano acérrimo, de los de bandera tricolor decorando la intimidad del hogar. Un recalcitrante que descorcha una botella de sidra cada vez que llega el 14 de abril para celebrar que otra España es posible, desborbonizada, que será más o menos la misma, no me engaño, pero sin ese residuo que nos hace menos modernos y más medievales.



    Me dicen los amigos que como siga con esta coronamanía me va a entrar un síndrome de Estocolmo que me va a romper los esquemas. O un síndrome de Londres, mejor dicho, porque de tanto vivir entre los Windsor voy a traspasar la frontera que separa al plebeyo del monarca, al populacho de Sus Altezas. Y que al final los voy a tomar por seres humanos igualicos que nosotros, cuando se desnudan ante el espejo. El riesgo existe, es cierto, porque sé de gentes férreas como yo que han visto la serie y se han quedado boquiabiertas, abducidas, y que luego escriben o te comentan.: “Si es que al final somos todos iguales, y aquí cada cuál lleva su pena, y su frustración, y su conflicto de lealtades…”.  Los Windsor como los Rodríguez, no te jode, o los Churchill como los García, hay que joderse, porque la serie no sólo va de los estropicios familiares de la casa de los Windsor, sino también de la alta política que todas las semanas pasa consulta con la reina, el señor Winstorn apoyado en un bastón y coronado por un bombín.

    Yo, de momento, tranquilizo a mis médicos y les digo que todavía no he notado los primeros síntomas de la conversión. Sólo ahora, que me tocaba escribir esta crítica, voy a confesar que he rematado con una lágrima el último episodio de la primera temporada, porque hay una declaración de amor de la princesa Margarita a su amado Peter que jolín, qué quieren que les diga, vale lo mismo para una princesa británica que para una poligonera de Orcasitas, o para una vecina de esta pedanía mía que ande con desamores Sólo ahí, en las cuitas del amor, me reconozco sensible e identificado con estos sangreazulados que si no pertenecen a otra especie, hacen todo lo posible por parecerlo.


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Los miserables

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Un siglo y medio después de que la Comuna de París fuera barrida de las calles, estamos más o menos como estábamos. O incluso peor, porque debajo de la capa de proletarios ha emergido -o más bien “sumergido”- otra casta de miserables que ya ni siquiera van a poder trabajar. Los hijos de quienes una vez vinieron a limpiar mierda y a recoger fresas por cuatro céntimos la genuflexión. Una clase social -la tercera en discordia -que no entra en ningún análisis marxista de la cuestión, porque Marx sólo distinguía entre quien poseía los medios de producción y quien producía las cosas con sus manos, o con sus herramientas.



    Los proletarios modernos, es cierto, viven más y mejor que en el siglo XIX, porque los revolucionarios, los huelguistas, los socialistas que poco a poco fueron obteniendo el poder, lograron que ahora tengamos garantizado un techo estable, una comida  caliente y tropecientos canales en la tele para entretenernos por las noches. Desde que Marx y Engels anunciaran que un fantasma recorría los países de Europa, por cada revolución exasperada de los pobres siempre ha estallado una contrarrevolución mortífera de los ricos. Pero en los últimos 150 años, en cada armisticio firmado en la lucha de clases, el pobre siempre ha conseguido subir un pequeño escalón en la mansión del bienestar. En los tiempos de Los miserables de Víctor Hugo no existía la Seguridad Social, la vacación pagada, la jornada laboral de ocho horas… No se produjo el vuelco histórico que Marx anunció en sus escritos, pero al menos, la burguesía, comprendió que la masa explotada y famélica era mala compañera de viaje en el mundo de los negocios.

    Pero esta gente, los miserables modernos, ni siquiera tienen el privilegio de ser explotados a cambio de un jornal de subsistencia. Son una clase verdaderamente desposeída, aburrida, desesperada, que dedica su tiempo vacío a mirar por la ventana, a jugar en el polideportivo, a enredar con asuntos que al final terminan en un trapicheo de drogas, en un imán que recluta soldados, en una algarada callejera que termina como el Rosario de la Aurora…



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