Futurama: Hacia la verde inmensidad

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La última aventura de Futurama es la más triste de todas. Y no porque la serie se termine después de tantas guasas enriquecedoras, porque ahí están, los DVD, y las plataformas como setas, y hasta las descargas ilegales, para volver a disfrutarla cuando queramos. La nave de Planet Express, además, termina adentrándose en un agujero de gusano, y un agujero de gusano no es la muerte, ni la desintegración, sino un túnel que conduce a otro lugar del espacio y del tiempo, como cuando cruzas de un país civilizado a otro que no lo es, atravesando las montañas.




    No. La última aventura de Futurama es la más triste porque es la menos complaciente con el futuro que nos espera. Y mira que la serie es pesimista, y cínica, con el destino de la humanidad, que a uno se le han quitado las ganas de pedirle a Doc que me lleve en el DeLorean a conocer el año 3000, por donde no hacen falta carreteras.... Total, para ver más o menos lo mismo que ahora vemos cuando encendemos la tele, o pisamos las aceras, es casi más interesante viajar al año 3000 de antes de Cristo, a conocer el tiempo de las pirámides, y quizá, con un poco de suerte, encontrarse con Rodríguez el íbero, que labraba los pedregales de León con un quejido en los riñones muy parecido al mío, su retataranieto, cuando me levanto del sofá después de un maratón de ficciones.

    La humanidad del año 2020 se consuela pensando que cuando la Tierra se convierta en un vertedero insoportable, daremos el salto a Marte, o a Titán, con unas naves espaciales superchulas, que nos llevaran a todos, o a casi todos, cantando que buenos son los hermanos Agustinos, que nos llevan de excursión. Pero eso, tal como se cuenta en Futurama, sólo es ponerle parches a nuestra condena. Retrasar el tiempo de nuestra extinción. Marte, y Titán, y cualquier planeta que pisen los retataranietos de Neil Armstrong, sólo será el próximo basurero, el próximo desierto de nuestra avaricia. Dejaremos de ser una plaga planetaria para convertirnos en una plaga galáctica. Y algún día nos encontraremos con la horma de nuestro zapato colonizador.



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Truman

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Mientras veo Truman, en el penúltimo frescor de la primavera, lanzo miradas de interrogación a Eddie, mi perrete, que dormita y se estira de vez en cuando en su sofá. ¿A quién se lo encasquetaría yo, si me dijeran que voy a morir dentro de un mes, o de dos, como le dicen a Ricardo Darín en la película? La gran preocupación de su personaje -aparte de la de morirse, claro, y de hacerlo dignamente, y no como yo, que sería un premuerto esperpéntico e insoportable - es a quién dejar a ese perro suyo tan enorme y tan mayor, en el entorno urbano de los pisos angostos, y de las aceras como tallarines de ancho de Madrid.



    Creo, o quiero creer, que mi perrete encontraría rápidamente quien le acogiera, porque es pequeño y afable. Come más bien nada, y saluda con el rabo a todo el que entra por la puerta. Aunque luego, cuando sale a la calle, le hierve no sé qué instinto por las venas y se convierte en el Mad Max de los senderos, y es como un demonio canijo que no deja una viña sin inspeccionar, un camino sin recorrer, un viandante sin olisquear.

    Cuando Ricardo Darín se despide de su perro a uno se le parte el corazón, y se le salta la lágrima traidora, porque recuerda sus propias despedidas de otros perros nada ficticios. Entonces eran ellos los que tenían todas las papeletas para irse, por ley de vida, pero ahora, con Eddie, la lotería se va igualando. A Eddie, con un poco de suerte, le quedan ocho o diez años de vida, y yo, en ese tránsito, ya habré pasado por la inspección de próstata, por la espeleología del culo, por el primer bulto sospechoso en algún lugar de mi geografía. Por el primer dolor en el pecho, al forzar un día el pedaleo… Quién sabe: los cincuenta son una edad muy traicionera, y quizá, ayer, mientras yo atendía al drama de la película, Eddie también me escudriñaba haciéndose el dormido. Quizá, de un modo instintivo, él siempre está pendiente de mi tos, de mi gruñido, de mi quejido postural. y piensa: madre mía, como éste se me vaya, a ver quién me va a dar esta vidorra de perro asilvestrado de la pedanía.

    Por las mañanas, pocos minutos antes de que suene el despertador, Eddie siempre viene a darme un par de lametazos en la mano descolgada. Pero tal vez no es un gesto de cariño, sino una comprobación de que no estoy muerto. O no del todo...



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Gordos

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Gordos es una película muy incómoda de ver. A mí, al menos, me obliga a retorcerme varias veces en el sofá. Por momentos reniego de haberla vuelto a ver. Quién me mandaba, idiota de mí, en la tarde reposada, plácida, que por fin escondió el sol justiciero tras las nubes…  

    Gordos me toca las pelotas, pero viene bien, de vez en cuando, que te torturen los huevos con cariño. Para eso están los amigos. Y alguna mujeres… Y Daniel Sánchez Arévalo, en esta ocasión, es el amigo del alma que te enreda con un par de birras, te da un par de confianzas, y luego te afea aquello que dijiste, o que pensaste, sobre tu exgordura, o sobre la gordura de los demás.



    Gordos te pone -me pone- frente al espejo de la pantalla. A veces, en las escenas más oscuras, me veo allí, entre los personajes, como un fantasma que se hubiera colado en el fotograma. Yo fui gordo, una vez, hasta que la salud dio el toque de alarma, y me obligó a  ocupar las manos en el teclado, o en los huevos mismos, para dejar de abrir y cerrar el frigorífico. Soy un exgordo, y entiendo la tortura de esos personajes que están gordos sin serlo de constitución, ni de vocación. Pero lo más triste es que siendo un exgordo, sigo prejuzgando mucho a los gordos. Por eso Gordos me cuestiona, me chincha, me arrodilla ante el cura confesor para exponerle las vergüenzas de mi espíritu.

    En Gordos, como en la vida real de los gordos y los flacos, nadie es bueno ni malo. Todos somos humanos y relativos. Puñeteros y egoístas. Defectuosos e incompletos. Y estamos muy solos además. Y nos matan las debilidades. Gordos no sólo habla de estar gordo o dejar de serlo, o de entregarse alegremente a la gordura,si así uno está más feliz. Gordos cuestiona nuestra posición ante la fealdad en general. Nos hace examen de la conciencia, más que de la tripa. Nos obliga a sincerarnos con las cuestiones de la belleza interior y la belleza exterior, en estos tiempos posteriores a Walt Disney, mientras esperamos que lo descongelen.



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El juego de Bender

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El año 3000 de la humanidad es casi idéntico al año 2020. La única diferencia es que dentro de mil años, gracias a la tecnología, todo llegará más rápido y más lejos. Las buenas noticias, los paquetes de Amazon, y las decisiones absurdas de los gobernantes. Habrá extraterrestres caminando por nuestras calles, pacíficos y variopintos, pero será como cuando llegaron los chinos a León hace cuarenta años, a abrir el primer restaurante, o el primer bazar de Todo a 100, que girábamos el cuello al cruzarlos y luego ya los integramos en el ecosistema como vecinos de toda la vida. Y un chino, en León,  hace cuarenta años, era como un venusiano de Futurama, o como un bicho verde procedente de Alfa Centauri.



    Pero Futurama, sin Bender, sería menos Futurama. La serie, por sí sola, es cojonuda, traviesa, desborda imaginación y mala leche. Pero con Bender es una serie superior. Bender es su salto cualitativo, su icono pop. Su banderín de enganche para el público más adulto, que se reconoce en su cinismo. Donde asoma el fantasma del to er mundo e güeno, Bender pone la cordura y la reflexión oportuna. Este robot uniantenal, unicórnico, es el digno sucesor de Diógenes de Sinope, que vivía en un tonel y caminaba desnudo por la calle, del mismo modo que Bender vive en el cuarto de las escobas, y camina con lo puesto en la fábrica de Tijuana.

    Pero hasta ahí, llegan las similitudes. Porque Diógenes creía realmente en la frugalidad, en el desprecio de lo material, y vivía acorde a sus enseñanzas, mientras que Bender es pobre porque no tiene otro remedio. Cada vez que su ansia desmedida le colma de riquezas- en alguna aventura loca por los sistemas extrasolares-, se le rompe el saco de la avaricia. Bender en el fondo es un patán, un bobolón, y tampoco le ayuda mucho que su líquido conservante, imprescindible para seguir funcionando, sea el alcohol de las cervezas.

    La humanidad del siglo XXX, para prevenir las guerras anunciadas en Terminator, hizo que todos los robots se dieran a la bebida. Eso los vuelve impredecibles, pero también egoístas y descoordinados, incapaces de sostener una rebelión contra sus creadores. Un recurso de manual, en los viejos libros de los capitalistas, y de los esclavistas.



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Lunas de hiel

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Roman Polanski está muy enamorado de su mujer, Emmanuelle Seigner, y esta película parece una excusa para mostrarla en las muchas variantes del amor: desnuda, o desnudándose, o ciñéndose vestidos que provocan mucho mareo en el espectador. Porque Emmanuelle Seigner es una mujer muy hermosa, sin duda, y uno piensa, de pronto, que todas las Emmanuelles que ha conocido son mujeres igualmente bellas: Emmanuelle Béart, para quedarse lelo, y Sylvia Kristel, que hacía de Emmanuelle en Emmanuelle, y Emmanuelle Riva, por supuesto,  que en los tiempos de Alain Resnais era la actriz más chic del panorama… Aunque claro, si lo pienso bien, todas las Emmanuelles que he conocido son actrices de cine, y francesas, y en esos ecosistemas la belleza se da por descontada, y es condición a priori para encabezar los repartos y atrapar nuestra mirada.



    Lunas de hiel quiere ser la disección de una relación podrida, en fase terminal: la decadencia, y el daño mutuo,  y el sexo enfermizo. Pero cuanto más ahínco pone Polanski en el drama, más le sale un serial parecido a los cuentos de “Teo va al supermercado…”, o “Teo va a la feria”. Aquí es Emmanuelle acostándose con hombres, besándose con mujeres, contoneándose en un baile, dejándose amar en la postura del misionero, o echándose leche por las tetas mientras desayuna, para volver loco de deseo a Peter Coyote. En “Lunas de hiel”, Emmanuelle Seigner hace de virgen, de principiante, de femme fatal, de dominatrix, de esposa amantísima, e incluso de rain maker, muy aplicada, cuando la cosa de la excitación ya se les va por completo de las manos.

    Y luego, cuando Polanski rebaja el morbazo, la temperatura sexual que a un chaval de nuestra LOGSE ya directamente se la pelaría -curtidos en mil batallas pornográficas en el Porrnhub- y se pone romántico, parisino, con los amantes achuchándose con la torre Eiffel a las espaldas, le sale una vena muy cursi que Vangelis, además, en vez de disimulársela con el maquillaje de la música, se la remarca todavía más, azulada, y gordota, casi como una variz.



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Fargo. Temporada 3

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La realidad supera la ficción. Siempre. Incluso las ficciones de Fargo palidecen en la comparación, aunque a veces, descolocados con sus ocurrencias, pensemos que el telediario posterior nos va a devolver a una realidad predecible, de andar por casa. Y luego, de pronto, aparece un platillo volante en las breakings news, o algo parecido…

    Hay capítulos de mi vida -y ya ves tú, qué vida la mía, de anonimato absoluto en el Noroeste- que los trasladas a la pantalla y parecen sacados de una mente calenturienta y retorcida, de guionista malo, o de guionista genial, que son los que suelen salirse de las carreteras generales. Qué decir, entonces, de la gente interesante que uno conoce, con vidas pintorescas, y aventureras, que te las cuentan frente a una cerveza en la terraza y te quedas alelado, muerto de envidia, o reconfortado de ser tú, mientras piensas que Noah Hawley encontraría materia para añadirle unos matones, y unos paisajes nevados, y montar un Fargo a la ibérica en los parajes de Soria o de Teruel, que serían casi como los de Minnesota, con la Guardia Civil saliendo a patrullar con gorros con orejeras.



    Fargo no está en Minnesota, pero Minneapolis sí, y allí, hace unos días, en la ciudad de los hermanos Coen, el pobre George Floyd salió a comprar con un billete falso de 20 dólares y encontró la muerte por asfixia -a rodillas, no a manos- de un australopitecus con placa que había salido a cazar. Alguien lo grabó, el vídeo se hizo viral, y comenzaron los disturbios que a veces provocan afroamericanos encolerizados y a veces supremacistas blancos que le echan más leña al fuego, porque así, con tanto incendio y tanto escaparate roto, la clase media se acojona, se pertrecha, y el próximo noviembre votará a quien más tanques saque a la calle para defender los negocios. Los discursos de V. M. Varga todavía resuenan en mis oídos…

    Ayer terminé de ver la tercera temporada de Fargo, y justo después de ese final demoledor que nada dilucida -porque la vida es exactamente así, una tensa espera para ver quién es el siguiente que abre la puerta para traer el regalo o la desgracia-  apareció en los telediarios de la realidad un presidente de Estados Unidos con el pelo naranja que se enfrentaba a una multitud armado con una Biblia.



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Gladiator

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Hay películas que valen por un solo instante, como Gladiator, que siendo espectacular y memorable, siempre me ha parecido de un maniqueísmo tontorrón, tan simplona como una función de guiñoles armados con cachiporra. O con espada, en este caso.

    Pero llega ese momento inolvidable, el de Russell Crowe dándose la vuelta, y a uno se le siguen encogiendo los huevos, aunque lo haya visto mil veces en YouTube, y lo haya imitado mil veces ante el espejo, recitando el texto y forzando esa voz grave y barriobajera del gladiador, y al mismo tiempo altanera, de orgullo muy medido para no levantar las iras del Emperador. “Me llamo Máximo Décimo Meridio…”, y por un momento ya no estoy viendo una película de romanos, sino que estoy en la misma Roma, en la arena del Coliseo, escuchando con la boca abierta a este hombre regresado de la tumba para vengarse. “Me llamo Máximo Décimo Meridio, comandante de los Ejércitos del Norte…” y ya puede uno quedarse tranquilo en el sofá, porque ha vuelto a ver el cogollo de la película, su nudo gordiano, lo que nunca caerá en el olvido.



    Lo que hubiera ligado yo, con ese nombre, con esa retahíla, en los tiempos de la juventud. Entrar en la discoteca, acercarme a la chica más guapa y decirle: “Me llamo Máximo Décimo Meridio…” Ninguna mujer se hubiera resistido a esa sucesión de nombres guerreros, y también algo filosóficos, en extraña mezcolanza que resuena en los oídos como un encantamiento. “Me llamo Máximo Décimo Meridio…” Joder: es que es impresionante.  Aunque el jeto de Russell Crowe también ayuda lo suyo, claro,  tan macho, tan sudoroso, quitándose el casco y enfrentando su rostro ante el de Cómodo, el emperador. Russell desprende hombría, seguridad en sí mismo, y lo mismo en su voz original que en la de quien le dobla al castellano, sus palabras retumban en el Coliseo acojonando a los hombres y seduciendo a las mujeres. Y sacando de sus casillas a ese emperador tan inútil como rastrero.

    “Hola, me llamo Máximo Décimo Meridio, y me estaba fijando en ti…” Hubiera sido la hostia, ay,  en lugar de este Alvaro Rodríguez Martínez que empezaba tan bien, en aquella época en la que apenas había Álvaros por el mundo, pero que luego, a golpe de apellidos, se iba diluyendo en la vulgaridad y en el anonimato. Cómo no se me ocurrió antes, idiota de mí, la romana tontería, aunque sólo hubiera sido para sortear las primeras vallas de la seducción. Pero antes del año 2000, claro, cuando vimos Gladiator por primera vez y nos quedamos con la copla. Porque ahora ya parece un cachondeo lo del Máximo y el etc., y ya son muchos los que han probado la gilipollez, rezando para que ella no haya visto la película con sus novios anteriores.



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La gran familia española

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Al principio de La gran familia española, el niño Efraín nos recuerda que todos estamos viviendo el argumento de una película, porque ya son tantas, las ficciones, que ya no hay vida humana que no se corresponda un poco, o un mucho, con alguna de ellas. A veces en versión doméstica, y a veces superando las calenturas de los guionistas.



    La película de Efraín y de su familia, hasta este día de su boda, es Siete novias para siete hermanos, el musical que su padre quiso plagiar engendrando siete hijos para casarlos con siete hermanas, y luego vivir todos juntos en el campo para beber y bailar después de cada cosecha, y de cada nieto. Un sueño disparatado, opusdeísta, muy parecido a La gran familia engendrada por Alberto Closas en los años 60, con Pepe Isbert haciendo de abuelo, y el niño Chencho, que se perdía por las calles…

    La película de Efraín se truncó justo con él, que era el quinto parto, el quinto hermano bailarín. A tan solo dos cabezas de llegar a la línea de meta, la madre de los retoños se hartó, dimitió de su papel, y se fue a vivir una película diferente con otro hombre menos obsesionado con la siembra de sus genes. Y con las danzas de la cosecha… Un hombre menos soñador, quizá, y también menos ambicioso en términos evolutivos. Lo que dejó atrás esa mujer fue un exmarido que ya no levantó cabeza, y cinco hijos que echaron a caminar cada uno por el cerro de su propia Úbeda. Una familia desunida, pintoresca, tragicómica, como son  todas las familias que uno conoce en realidad. La propia, y las cercanas, y las que uno observa desde la distancia…

    El otro día, en la radio, preguntaban a los oyentes por la película que les gustaría protagonizar en la vida real. Durante unos segundos, Max, mi antropoide interior, agarró el micrófono y respondió que una película porno, claro, con bellas señoritas si se podía elegir… Fueron dos segundos de lucha encarnizada con él, hasta que me hice con el micrófono y recordé, retomando la compostura, que la película que yo siempre he querido vivir desde joven es El hombre tranquilo. Pero cada vez me queda menos tiempo, ay, e Irlanda queda cada vez más lejos.  Innisfree empieza a ser un pueblo de leyenda.



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