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Gladiator

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Hay películas que valen por un solo instante, como Gladiator, que siendo espectacular y memorable, siempre me ha parecido de un maniqueísmo tontorrón, tan simplona como una función de guiñoles armados con cachiporra. O con espada, en este caso.

    Pero llega ese momento inolvidable, el de Russell Crowe dándose la vuelta, y a uno se le siguen encogiendo los huevos, aunque lo haya visto mil veces en YouTube, y lo haya imitado mil veces ante el espejo, recitando el texto y forzando esa voz grave y barriobajera del gladiador, y al mismo tiempo altanera, de orgullo muy medido para no levantar las iras del Emperador. “Me llamo Máximo Décimo Meridio…”, y por un momento ya no estoy viendo una película de romanos, sino que estoy en la misma Roma, en la arena del Coliseo, escuchando con la boca abierta a este hombre regresado de la tumba para vengarse. “Me llamo Máximo Décimo Meridio, comandante de los Ejércitos del Norte…” y ya puede uno quedarse tranquilo en el sofá, porque ha vuelto a ver el cogollo de la película, su nudo gordiano, lo que nunca caerá en el olvido.



    Lo que hubiera ligado yo, con ese nombre, con esa retahíla, en los tiempos de la juventud. Entrar en la discoteca, acercarme a la chica más guapa y decirle: “Me llamo Máximo Décimo Meridio…” Ninguna mujer se hubiera resistido a esa sucesión de nombres guerreros, y también algo filosóficos, en extraña mezcolanza que resuena en los oídos como un encantamiento. “Me llamo Máximo Décimo Meridio…” Joder: es que es impresionante.  Aunque el jeto de Russell Crowe también ayuda lo suyo, claro,  tan macho, tan sudoroso, quitándose el casco y enfrentando su rostro ante el de Cómodo, el emperador. Russell desprende hombría, seguridad en sí mismo, y lo mismo en su voz original que en la de quien le dobla al castellano, sus palabras retumban en el Coliseo acojonando a los hombres y seduciendo a las mujeres. Y sacando de sus casillas a ese emperador tan inútil como rastrero.

    “Hola, me llamo Máximo Décimo Meridio, y me estaba fijando en ti…” Hubiera sido la hostia, ay,  en lugar de este Alvaro Rodríguez Martínez que empezaba tan bien, en aquella época en la que apenas había Álvaros por el mundo, pero que luego, a golpe de apellidos, se iba diluyendo en la vulgaridad y en el anonimato. Cómo no se me ocurrió antes, idiota de mí, la romana tontería, aunque sólo hubiera sido para sortear las primeras vallas de la seducción. Pero antes del año 2000, claro, cuando vimos Gladiator por primera vez y nos quedamos con la copla. Porque ahora ya parece un cachondeo lo del Máximo y el etc., y ya son muchos los que han probado la gilipollez, rezando para que ella no haya visto la película con sus novios anteriores.



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