Una noche en la ópera

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“Una noche en la ópera” es la mejor película de los hermanos Marx. Quizá porque, para empezar, es una película, y no un número de vodevil. Los Marx, hasta entonces, sólo habían rodado funciones como de Juanito Navarro en “La Latina”, pero multiplicado por tres: un Juanito con peluca, otro con bigote y otro con un gorro de tonto inexplicable. Los Marx, en sus proto-películas, metían chistes, canciones, números musicales; pegaban cuatro resbalones de slapstick y soltaban cuatro cosas picaruelas para escándalo de las mujeres y carcajadas de sus maridos. Y con eso, y cuatro majaderías especialidad de la casa, rellenaban ochenta minutos de celuloide. De eso comían, y eran unos maestros en lo suyo.

Pero en “Una noche en la ópera” alguien puso cordura, y logró que hubiera un hilo narrativo del que colgar los elefantes, que se balanceaban. La tela de araña es frágil, tontorrona, la historia de siempre de la parejita enamorada y las trapisondas por doquier, pero al menos todo queda sujeto y trenzado, y se puede hablar, con propiedad, de una película. Una que además -ahora sí- es un clásico venerable, porque sus momentos, sus momentazos, ya forman parte de la cultura popular, y son memes que saltan en las conversaciones de cualquier persona, incluso de gente que no ha visto la película, o que ni siquiera sabe que existe.

Yo, al menos, soy incapaz de firmar un contrato sin estar canturreando por dentro “ la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte...” Me sale como el respirar. Tampoco puedo ver un habitación abarrotada, o un autobús atestado, y no pensar al instante que estoy dentro del “camarote de los hermanos Marx”. Me sale como un acto reflejo. Ni puedo, tampoco, pedir comida en un restaurante, de la clase que sea, de cutrerío o de postín, sin añadir en un murmullo “... y dos huevos duros”. Una vez se me escapó en voz alta, en la mesa de un sitio elegante, y la mujer que estaba conmigo pensó que yo estaba loco. Fue el principio del fin.

-          ¡Meeeec!

-          Que sean tres.



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Review. Temporada 3

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Las series que me gustan, las cancelan; y las series que no me gustan, se prolongan hasta el infinito. Será que llevo el gafe en la mirada, o que tengo el gusto muy retorcido. Podría no-ver la series que me gustan, para alargarles la vida, pero entonces me las perdería. Y viceversa: podría ver las series que no me gustan, para condenarlas, pero me aburriría. Estoy atrapado en la paradoja. Yo asesiné a “Review” por el mero hecho de verla y alabarla. Soy el rey Midas de la mierda.

Dicho esto, y para contar mi propia experiencia de la vida, paralela a la de Forrest Macneil, tengo que confesar me nunca he comido un burrito caducado de fecha, aunque una vez, en Toledo, para desayunar, me endilgaron una tortilla de patata que casi me hizo vomitar.

Una vez tuve que llevar a mi querido perrete al veterinario, para despedirme para siempre, y lloré lo indecible. Aún le echo de menos.

Nunca he hecho realidad mis sueños, pero si he hecho sueño mis realidades, que me persiguen.

¿Qué cómo es ser un trabajador secundario y subordinado?: un chollo, en mi caso. Cero ingresos extra, pero también cero responsabilidades.

Nunca le he pateado el culo a nadie, aunque ganas me quedaron, y a veces tiemblo de terror sólo de pensar que un accidente vascular, o de bicicleta, me convierta en un Hellen Keller sordociego y mudo. En un Johnny cogió su fusil.

Perdonaría una afrenta muy gorda. De hecho, la he perdonado. La distancia y el olvido son como el salfumán para el odio. 

Si tuviera pasta gansa me criogenizaría sin dudarlo. No tengo nada que perder, y a lo mejor, al despertar, me encuentro viviendo en “Futurama”, entre Fry y sus colegas. Bender sería mi amigo del alma, mi compañero de juergas, y mi cínico de cabecera.

Nunca me ha caído un rayo encima, aunque soy un irresponsable que sale a leer entre los árboles, cuando empieza a tronar. Sólo la lluvia, la de goterones muy gordos, me arredra.

La tercera temporada de “Review” termina con Forrest MacNeil obligado a dejar su trabajo de crítico de la vida. Su cara de desolación lo dice todo. Es como si a mí me obligaran a dejar de... escribir estas tonterías.


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La coleccionista

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Antes de la irrupción del feminismo -o mejor dicho, de su nueva oleada- las mujeres como Haydée eran insultadas, y de lo lindo, a este lado de los Pirineos. Todavía hoy, en los círculos carpetovetónicos, próximos a los valores cristianos y a la inmanencia de las costumbres, Haydée sería señalada por la feligresía como un súcubo enviado por Satanás. El castellano es un idioma riquísimo cuando se trata de zaherir a la mujer que se acuesta con quien quiere, y cuando quiere, como hace Haydée en sus vacaciones: puta, golfa, buscona, pelandusca, pendón, calientapollas, indecente, guarra, putón verbenero... Un jardín de flores... Sin embargo, los machos alfa que se acuestan con quien quieren, y cuando quieren, como el mismísimo Adrien de la película, reciben, como mucho, en esos mismos círculos, la penitencia de un Ave María y la sonrisa de una envidia cochina: “¡Qué cabronazo...! ¡Qué suerte...! ¡Quién pudiera...!”

“La coleccionista” es una película francesa de 1968 que aquí, supongo, sólo se estrenaría en círculos afrancesados, bienfollantes, más bien izquierdosos. Aunque ser de izquierdas no te libre de este vicio del malpensar con las mujeres. La película de Rohmer, presumo, se vería en cineclubs, cinefórums, cinematecas, sitios así, más bien pequeños y oscuros, garitos de la cinefilia donde se acomodaban los barbudos con trenka y las chicas en minifalda, maoístas y poshippies, liberales y erotómanos. La gente que iba tres décadas por delante del melindre y del débito conyugal. Del camisón remangado y del sábado sabadete regado con vino de la tierra. Del cursillo prematrimonial y del visillo de las viejas.

“La coleccionista”, en pantalla grande, no hubiera resistido tres pases antes de que algún piadoso se hubiera lanzado contra la pantalla para inmolarse. En Francia, sin embargo, que nos llevaba mucho trecho en cuanto a igualdad, libertad y fraternidad, una mujer como Haydée podía pasearse por las pantallas sin escándalo mayúsculo. Sólo el de su belleza, también mayúscula. Y aun así, en la película, sus propios amantes no dejan de mirarla con recelo. La llaman facilona, inmadura, atolondrada... coleccionista.





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Una tarde en el circo

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La fórmula de los hermanos Marx era siempre la misma. Pero dependiendo del director, o de las necesidades del estudio, variaban la proporción de los ingredientes. Por eso unas veces les salían clásicos maravillosos como “Sopa de ganso”, o “Una noche en la ópera”, y otras películas de compromiso, que hacían reír con cuatro bobadas y llenaban sus bolsillos con la recaudación. Los hermanos Marx, antes que inmortales, eran unos profesionales del vodevil, y producían entretenimientos para seguir manteniendo su estilo de vida: Groucho sus inversiones, y Chico sus vicios, y Harpo, su vida sosegada y ejemplar. Y Zeppo y Beppo.., bueno, en fin, los buscaré en la Wikipedia.

“Una tarde en el circo” es película de relleno, de segunda categoría. Engrose de filmografía. Los culturetas, al verla en blanco y negro, y del año treinta y tantos, dirán que es un clásico imprescindible y tal y cual, porque ellos saltan como un resorte, y son incapaces de contener la alabanza o el exabrupto, condicionados ya como perros de Pávlov. Escuchan una campana anterior a 1960 y salivan sin parar; y escuchan otra posterior a Quentin Tarantino y sueltan espumarajos por la boca. Son incorregibles, y muy plastas.  Pero no: “Una tarde en el circo dista mucho de ser un clásico, y lo dice un cinéfilo -o lo que sea- que es muy condescendiente con los hermanos Marx. Con cualquier Marx, en realidad...

En todas las películas marxistas hay que tragar momentos aburridísimos para llegar a esos tres o cuatro engendros surrealistas que permanecen en la memoria. Hay que aguantar, en primer lugar, a la parejita de enamorados que rompe a cantar sus cursilerías, y luego, salpicando el metraje, los números musicales donde los Marx justifican sus años de  conservatorio: el piano de Chico, y el arpa de Harpo, y la canción cabaretera de Groucho. Entre todo esto, y alguna escena más entre personajes secundarios, se te va mínimo la mitad de “Una tarde en el circo”, que uno puede aprovechar tan ricamente para consultar el móvil, o poner las alubias en remojo. Así es imposible construir una obra maestra. Ni creo que los Marx lo pretendieran.





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Queridos camaradas

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Yo sigo diciendo que soy comunista por tocar un poco las narices, y por provocar a los contertulios de derechas, que cuando me oyen se atragantan, y posan las cervezas o cogen el teclado para explicarme que Stalin fue un monstruo todavía mayor que Hitler y que cómo es posible que un tipo como yo, tan culto y tan leído y tan bla, bla, bla, siga por ahí enarbolando la bandera roja con su hoz y con su martillo, con la de crímenes que se cometieron bajo su égida -bueno, “égida” no dicen.

Yo sonrío, y les digo que bueno, que cada loco con su tema, y que el Madrid juega por la noche y estoy bastante preocupado por su deriva. No les confieso -para que se jodan - que en realidad yo ya no soy comunista, o al menos no un comunista de los de antes. Eurocomunista, quizá, de aquellos de Carrillo y otros arrepentidos. Pero qué palabra más vieja, caray, eurocomunista...  “¿Por qué soy comunista?” es el título de un libro de Alberto Garzón que yo tengo en la biblioteca, leído y subrayado. Todo lo que dice don Alberto va a misa, sin cuestionar una coma, así que yo debería ser comunista como él, con las nueve letras orgullosas. Pero hay algo en la boca del estómago que me lo impide. Prefiero declararme socialdemócrata nórdico, o bolchevique rebajado con agua, que viene a ser lo mismo, pero no es igual. O quizá es que los putos yanquis y su propaganda han conseguido, finalmente, que la palabra “comunista” se llene de connotaciones, peyorativa y macabra.

No sé... Allá por 1982, cuando me hice comunista porque a la URSS le robaron un partido en el Mundial de España, los comunistas de aquí apenas sabían nada del comunismo de allí. Algunos habían vivido exiliados, o habían estado en largas visitas, pero la KGB siempre se las apañaba para ocultarles los trapos sucios y el cabreo del ciudadano. O ellos mismos se cegaban, enamorados del ideal, y no tramitaban en la conciencia lo que era obvio y denunciable. Cuando cayó el muro de Berlín nos quedamos todos ojipláticos, algunos alborozados y otros deprimidos. Nos faltaba muchísima información. Hay películas que ahora nos cuentan las barbaries que nunca conocimos.



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La edad de la inocencia

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Lo único que nos iguala con los ricos es el desamor. Digo el desamor trágico, desgarrado, que arruina una vida por entero. Es el único terreno de comunión y entendimiento. La intersección de dos humanidades ajenas y enfrentadas.

Ves una película de burgueses o aristócratas que penan con el corazón partido y te dices: “Yo les entiendo, y me compadezco, porque he pasado por lo mismo...” En el fondo lo que quieres es que aparezca un soviet para expropiar todas sus riquezas y repartirlas con el pueblo, ondeando banderas rojas, pero también quieres que el cerdo capitalista encuentre el amor verdadero y viva feliz en el koljós, o en el sovjós, ya despreocupado del ansia de enriquecerse, y entregado sólo a la contemplación de su amada. Newland Archer, en La edad de la inocencia, hubiera preferido vivir en Minsk con la señorita Olenska que en Nueva York sin su erótica compañía. A eso me refiero.

En todo lo demás, los ricos también lloran, mexicanos de culebrón o españoles de La Moraleja. O norteamericanos del siglo XIX. Pero lloran mucho menos. Para superar los reveses de la vida tienen mejores hospitales, mejores casas, mejores vacaciones... Sus consuelos son más diversos y sofisticados. No es lo mismo llorar el desamor en un piso de mierda que en una mansión de Hollywood. Decía un personaje de Los mares del sur, la novela de Vázquez Montalbán, que los ricos también tienen sentimientos, pero menos dramáticos, porque todo lo que sufren les cuesta menos o pagan menos. Y cuando ya no pueden más, viajan a países exóticos, como hace Newland Archer en la película, cuando su libido reprimida, encauzada hacia su matrimonio con la señorita May, y no hacia al adulterio con madame Olenska, le impide concentrarse en sus pensamientos, y amenaza con romperle una neurona muy básica, o una vena muy primordial.

Pero ni aun así, ya digo, porque el desamor tiene entretenimiento, pero no cura, y en eso es como la muerte, que no distingue entre clases. Aunque a los ricos, por lo general, les llegue más tarde.



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Seinfeld. Temporada 4

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Seinfeld es una sitcom defectuosa, descacharrada, de guiones que a veces hacen aguas o terminan en un bluf. Hay actores que hacen de sí mismos y se descojonan de sus propias ocurrencias. Se les ve, a veces, haciendo esfuerzos inhumanos por contenerse. Es una serie cutre y desaliñada. Los culebrones venezolanos, en comparación, tenían mejor factura técnica. En Seinfeld no hay esquema ni progresión. Apenas hay historia o trasfondo moral en qué pensar. “Ni abrazos ni aprendizajes”, era la máxima que presidía las reuniones. Seinfeld es un descalabro amoral y desconcertante, pero es la mejor sitcom de la historia. Y dudo mucho que hagan algo mejor antes de morirme. Los tiempos, y las corrientes, han cambiado...

En Seinfeld yo me reconozco, y reconozco a mis semejantes, y creo que nunca he estado tan cerca del conocimiento humano como en el apartamento de Jerry en Nueva York. En verdad todos somos así de imperfectos y de contradictorios, aunque algunos sepan disimularlo de puta madre, y nieguen la mayor. Nos perdemos en los detalles tontos como burros con anteojeras, como monos agitados en el zoo. La vida nos pasa por encima mientras diseccionamos las naderías y las gilipolleces. Huimos de las grandes palabras como del conjuro de un brujo. Nadie habla de amistad con los amigos, ni de amor con los amores. Hablar de sentimientos es confesar una locura, una debilidad, una concesión a la cursilería. Y además es inútil del todo. Las relaciones personales se diluyen en una cháchara improductiva. Somos egoístas, poco profundos, anormales con oficio.

En otras series, los personajes se relacionan para alcanzar el amor o la sabiduría. En Seinfeld la convivencia sólo es una excusa para seguir hablando. Lo que importa es conseguir que alguien te escuche, aunque no te oiga, o al revés. Si callas, piensas, y si piensas, te mueres. La realidad es decepcionante y triste. La gente es estúpida y veleidosa. Nada vale nada si lo miras con detenimiento. Jerry Seinfeld y sus amigos, aunque parezcan idiotas, han comprendido que la conversación intrascendente es un fin en sí mismo. Una serie sobre nada...





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The Wire. Temporada 2

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La vida está llena de carteles prohibitivos. Algunos son razonables y otros meros caprichos del mandamás. Algunos nos los tomamos en serio y otros nos los pasamos por el forro. De los dos rombos de la vieja tele al prohibido entrar sin mascarilla, llevamos años recorriendo una exposición apabullante de arte simbólico, de semiótica amenazante. Cruzando la acera, en el otro pabellón, hay una exposición de lenguaje permisivo -permitido esto, y tolerado lo otro- pero la recorres en media hora y andando muy despacio.

Uno de los carteles que más me jode la vida es ese de “Prohibido el acceso a toda persona ajena a la actividad portuaria”, que me impide la entrada al trasiego de las mercancías, cuando en verano me acerco a los mares. A mí lo que me fascinan son los puertos, con sus barcos, sus ajetreos, sus grúas gigantescas, y no la playa de arena ardiente, melanomas en lontananza y gente dando por el culo. Pero a la entrada del puerto siempre hay barrotes, verjas, maromos uniformados en las garitas, que me impiden acceder. Yo sería feliz paseando entre los contenedores, al borde del muelle, cruzándome con marineros de mil razas y de mil idiomas. La mayor parte de las cosas que me facilitan la vida vienen de ahí, de un contenedor pintado de azul, o de rojo, que surcó los mares a bordo de un carguero. Y me mata la curiosidad. Ahí vino este ordenador en el que escribo, la tele donde veo las películas, posiblemente el sofá, los pimientos del Perú, la camiseta fake del Madrid, el juguete del perro, el flexo de la mesita, la antena parabólica que capta mi felicidad... Los DVD y los pinchos de memoria.

Y también, cómo no, lo que no consumo: la droga, las prostitutas, los coches de lujo, que son el intríngulis de la segunda temporada de “The Wire”. Que es, por cierto, otro prodigio narrativo. Cien personajes unidos por cien cordeles que jamás se enredan ni confunden. En “The Wire” no hay vida privada de nadie, o casi nada: sólo el oficio de los profesionales, que dan el callo en todo momento: los policías, los mafiosos, los traficantes, los asesinos. Y los estibadores del puerto, claro, mis queridos y prohibidos amigos.



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