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Antes de la irrupción del feminismo -o mejor dicho, de su
nueva oleada- las mujeres como Haydée eran insultadas, y de lo lindo, a este
lado de los Pirineos. Todavía hoy, en los círculos carpetovetónicos, próximos a
los valores cristianos y a la inmanencia de las costumbres, Haydée sería
señalada por la feligresía como un súcubo enviado por Satanás. El castellano es
un idioma riquísimo cuando se trata de zaherir a la mujer que se acuesta con
quien quiere, y cuando quiere, como hace Haydée en sus vacaciones: puta, golfa,
buscona, pelandusca, pendón, calientapollas, indecente, guarra, putón
verbenero... Un jardín de flores... Sin embargo, los machos alfa que se
acuestan con quien quieren, y cuando quieren, como el mismísimo Adrien de la
película, reciben, como mucho, en esos mismos círculos, la penitencia de un Ave
María y la sonrisa de una envidia cochina: “¡Qué cabronazo...! ¡Qué suerte...!
¡Quién pudiera...!”
“La coleccionista” es una película francesa de 1968 que aquí,
supongo, sólo se estrenaría en círculos afrancesados, bienfollantes, más
bien izquierdosos. Aunque ser de izquierdas no te libre de este vicio del
malpensar con las mujeres. La película de Rohmer, presumo, se vería en cineclubs,
cinefórums, cinematecas, sitios así, más bien pequeños y oscuros, garitos de la
cinefilia donde se acomodaban los barbudos con trenka y las chicas en minifalda,
maoístas y poshippies, liberales y erotómanos. La gente que iba tres décadas
por delante del melindre y del débito conyugal. Del camisón remangado y del
sábado sabadete regado con vino de la tierra. Del cursillo prematrimonial y del
visillo de las viejas.
“La coleccionista”, en pantalla grande, no hubiera resistido
tres pases antes de que algún piadoso se hubiera lanzado contra la pantalla para
inmolarse. En Francia, sin embargo, que nos llevaba mucho trecho en cuanto a
igualdad, libertad y fraternidad, una mujer como Haydée podía pasearse por las
pantallas sin escándalo mayúsculo. Sólo el de su belleza, también mayúscula. Y aun
así, en la película, sus propios amantes no dejan de mirarla con recelo. La
llaman facilona, inmadura, atolondrada... coleccionista.
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