Rashomon

🌟🌟🌟


Todo el mundo miente. Todos mentimos. Pero vamos, como bellacos, si fuera menester... Y como bellacas. Aunque hay grados en el bellaquismo: de la mentira piadosa al mentiroso compulsivo hay siete escalones del espíritu, según enseñaba Lao Tsé.

Con la verdad por delante lo perderíamos todo en cuestión de días. La verdad servida en crudo, sin aliñar, es un plato indigesto y hasta venenoso. Mentir es una necesidad, una exigencia biológica, y no hay mejor mentiroso que quien se cree sus propias mentiras, porque ése no duda, no se pone colorado, no tiene que repasar a quién le dijo la verdad y a quién no. No guiña el ojo como hacía don Mariano. Quien se engaña a sí mismo es el mejor de los mentirosos, y ése, o ésa, ya puede triunfar en la política, o en las redes sociales, o en la venta de autoayuda por internet. Esas caras sonrientes que te explican el secreto de la felicidad son lo peor de nuestra especie, porque se creen su propia estupidez. Lo explicaba Robert Trivers en un libro maravilloso, y yo, como soy un lerdo, tuve que aprenderlo en su libro, y no en la vida real, donde cualquier espectador se da cuenta a la primera.

En “Rashomon” todo el mundo se autoengaña. No hay buenos ni malos: sólo humanos débiles y temerosos. Kurosawa los denuncia, pero en el fondo los comprende. Se apiada de ellos. Cada testigo del crimen nos cuenta su milonga porque uno quiere dárselas de macho, y otro de imparcial, y otra de dama honorable. Según Kurosawa, hasta los muertos mienten cuando encuentran un médium para explicarse. “¿Y por qué iba a mentir un muerto?”, se pregunta el sacerdote de la película. “¿Qué sentido tiene, si ya está muerto?”, y el pobre hombre no deja de rascarse la cabeza. Pero es que hasta los muertos, querido amigo, son humanos, o exhumanos, y conservan  el hábito incluso en el más allá, envueltos en las sombras.

Recuerdo que una vez, de adolescente, nos dio por jugar a la ouija y el espectro no hacía más que enredarnos en contradicciones. Le preguntábamos si era hombre y nos decía que sí; le preguntábamos si era mujer y nos decía que también. Quizá, después de todo, sea verdad que los ángeles no tienen sexo.





Leer más...

La boda de mi mejor amigo

🌟🌟🌟


Ayer, mientras veía La boda de mi mejor amigo, me dio por recordar que en realidad sólo he estado en la boda de un “mejor amigo”. Y tampoco era un amigo-amigo de verdad, como el tiempo demostró. Un conocido venido a más. De hecho, en su boda -a lo que sólo fui invitado para hacer bulto en una iglesia, nada de banquetes, ni de bailes, ni de damas de la novia desinhibidas tras el alcohol- se presentó, para pasmo de mis ojos, y temblor de mis entrañas, en calidad de estrella invitada, un guest starring de la hostia, el mismísimo Ángel Acebes, el esbirro de Aznar, que ya por entonces era un alto cargo del Gobierno, o de la Junta, no recuerdo bien, pero da igual: un monaguillo que salía mucho en el NODO de La 1 mintiendo como un bellaco, entrenándose, quizá, para la Gran Mentira que soltó el 11-M de los atentados, y luego el 12, y el 13, y el 14, y así hasta que le echamos a patadas de la carrera.

Ése era el paisanaje de la boda de mi mejor amigo: de Acebes para abajo en lo moral, pues todo el mundo le aplaudía, y le hacía lisonjas, y pedía hacerse fotos con su body, y sólo yo, invitado a la boda como cuando invitaban a Pablo Iglesias a Intereconomía, sentía vergüenza de estar allí, quizá en el borde difuminado de alguna foto. El paisanaje, en realidad, no era muy distinto al de la película que nos ocupa, todo ricachones, y pijas, y dispendios, y plusvalías robadas a los pobres. Solo que la novia, para más inri, no se parecía ni por el forro a Julia Roberts, ni a Cameron Díaz.

Las demás bodas de mi vida fueron todas de amiguetes, o amigoides, o pseudoamigas, gente vicaria y olvidada. O primas lejanas, o primos sin relación. Casi podría cantar de todas ellas que “allí me colé y en tu fiesta me planté”. Sólo recuerdo los langostinos, y la sensación, repetida una y otra vez, de que los contrayentes se estaban metiendo en un charco embarrado. Con algunos acerté y con otros no. No valgo para pitoniso. Pero apuesto dos dólares a que si algún día se rodara “La boda de mi mejor amigo 2”, el matrimonio Mulroney/Díaz vendría roto por la mitad, y esa preciosa y puñetera de Julia Roberts sonreiría todavía con la boca más abierta.



Leer más...

Ted Lasso. Temporada 2

🌟🌟🌟🌟


Hace muchos episodios que Ted Lasso dejó aparcado el fútbol para centrarse en los sentimientos. Y no en los sentimientos futbolísticos -que vaya por Dios, qué mala pata, yo que venía justo a eso-  sino en los sentimientos universales, que ya vemos en otras muchas series: el temor irracional, el amor irresuelto, el deber incumplido, la pesadez del ego que nunca descansa... Sobre todo eso, el ego que no calla, ni debajo del agua, siempre haciéndonos de más y dejándonos en ridículo.

Hace muchos episodios que el único estadio que se ve en Ted Lasso es el de los títulos de crédito, cuyos asientos cambian de color cuando el míster, el propio Ted Lasso, se sienta en la grada. Porque él es el viento fresco, y el reformador de los espíritus. Ted Lasso es el evangelista de la buena nueva: no importa ganar ni perder, sino sólo ser feliz. Bill Shankly, nuestro viejo Shanks, se lo hubiera comido de un bocado con el bigote de Ned Flanders incluido.

Ted Lasso es el ángel que viene a regalar alas a todos los integrantes del Richmond C. F. Aquí, como hubiera dicho Manolo Summers, to er mundo e güeno, y no hay lugar para rencores mezquinos, ni para puñaladas traperas. O, al menos, para nada que dure más de veinticuatro horas y que no pueda ser confesado -e indefectiblemente perdonado- entre lloros con mocos y abrazos del personal.

Ted Lasso se ha convertido en una adaptación soterrada de algún libro de Paulo Coelho, aunque desconozco cuál, porque nunca le he leído. Y yo, que vivo ajeno a estos discursos, y que me acerqué a la serie porque se hablaba de fútbol, y salían futbolistas, debería dimitir del empeño. Pero no dimito. Me digo continuamente: “En el próximo episodio, me apeo”. Pero nunca me apeo. Algo me ata al sofá y no sé lo que es. O sí lo sé, y prefiero no reconocerlo. Rompepistas, el personaje de Kiko Amat, diría que en el fondo soy una niñata, una nenaza. Y yo, para no escucharle, me tapo los oídos y le grito cucurucho que no te escucho. Y así voy viendo la serie, hasta el episodio final, con las orejas medio tapadas, y medio atentas, encandilado por Ted Lasso, pero sin saber muy bien por qué.







Leer más...

El presidente y Miss Wade

🌟🌟🌟🌟


La crónica oficial del noviazgo entre el príncipe Felipe y Leticia Ortiz dice, más o menos, que Felipe la vio un día presentando el telediario de La 1 -y que conste que yo me enamoré de ella primero, cuando presentaba el informativo de la CNN- y que se dijo a sí mismo: “Majestad, esa mujer, para usted”. Lo demás fue coser y cantar: llamó a Pedro Erquicia, organizaron un sarao en su apartamento y allí, entre las risas y las copas, mientras sonaba la música y se repartían los canapés, Felipe se acercó a Leticia para preguntarle si algún día le molaría ser la reina de España.

Las crónicas del Reino no cuentan si Leticia tuvo dudas, si se vio abrumada por tan alto ofrecimiento. Es como si nos insinuaran que ninguna mujer podría resistirse. ¿Qué mujer iba a decirle que no a un tío tan guapo, tan alto, con los ojos azules, con el futuro resuelto, dueño de un chalet incomparable en las afueras de Madrid? Decía Jerry Seinfeld que a los hombres no nos importa el trabajo de las mujeres siempre que sean guapas, y estén  predispuestas, pero que a las mujeres sí les importa mucho el nuestro, y que por eso nos inventamos nombres rimbombantes para adornarlo, tecnicismos y polladas. Y Felipe -que en la versión corta ya era el príncipe de España- con la versión larga de títulos y soberanías las dejaba patidifusas.

En la película de hoy se produce un hecho parecido: el presidente Shepherd es un hombre encantador, guapo y progresista, con unas canas la mar de interesantes, muy parecido -pero mucho- al actor Michael Douglas, y cuando conoce a Annette Bening en una reunión de trabajo tarda dos segundos en decirse a sí mismo, como el príncipe Felipe: “Ésta, señor presidente, para usted”. Finalizada la reunión llama al FBI, averigua su número de teléfono y le basta con soltar un par de gracietas para conquistarla. El proceso es tan fulminante que apenas ocupa diez minutos en el metraje. El resto son líos y recursos dramáticos. Pero yo me pregunto, todo el rato, si Annette se enamora del hombre o del presidente. Si se enamoraría del señor Shepherd si éste, con las mismas cualidades, y la misma bonhomía, fuera el kiosquero de su barrio.



Leer más...

Cuestión de sangre

🌟🌟🌟


Si lo primero que hizo el Dioni a llegar a Río fue brindar con el espejo y decir qué tío, nuestro amigo Matt, al llegar a Marsella, lo primero que hizo fue dejar las maletas y reunirse con ella.

Pero ella no es la amante francesa, ni la espía internacional, sino su hija, la desgraciada Allison, en versión muy libre de las desventuras reales de Amanda Knox. La hija de Matt lleva cinco años encerrada por un asesinato que al parecer no cometió, y en eso, ya que estamos en Marsella, es como Edmundo Dantés en El conde de Montecristo, sólo que Allison está encerrada en tierra firme y Edmundo lo estaba en el islote de If, tan lejos y tan cerca.

Matt es el padre coraje, el americano impasible, el hombretón curtido en las plataformas petrolíferas que ha desembarcado en Francia para demostrar que una chica de Oklahoma no puede ser culpable de nada, y menos en Europa, donde pagan con euros, juegan al soccer y no hay machos que le aguanten una pelea a no ser que se junten unos cuantos, y le acorralen como hienas. A ratos no parece Matt Damon, el padrazo, sino Jason Bourne, el agente redivivo. Otras veces, aunque la película no la dirija M. Night Shyamalan, yo creo que en realidad su personaje está muerto, y que es su espíritu el que visita a su hija, y pelea con los abogados, y ronda las calles buscando al verdadero asesino. Porque al igual que Bruce Willis en “El sexto sentido”, Matt jamás se apea la gorra, ni las gafas de sol, ni la cazadora de americano, en la que quizá lleva dos pistolas sin acordarse de que Marsella, Francia, no es lo mismo que París, Texas, y que aquí las pistolas sólo las pueden llevar los policías, y los diputados de VOX, al otro lado de la frontera.

Sí, bueno, estoy un poco de coña, porque la película es un poco tonta, entretenida y prescindible al mismo tiempo. Menos mal que sale una actriz muy bella que es descendiente directa de Cyrano de Bergerac -por lo de nariz, digo- pero que pinta los interludios con un extraño magnetismo, prendada del gran héroe americano pero al mismo tiempo sabedora de que todos los hombres, americanos o franceses, españoles o pedáneos, cuando se detienen a pensar dejan una cagada, como los patos.





Leer más...

Autosuficientes

🌟🌟🌟🌟


Con una pareja que tuve jugábamos a elegir príncipe azul y princesa rosa en el Reino de los Famosos. La condición era que no bastaba sólo con la hermosura, o con el talento. No podía ser una presentadora florero, por ejemplo, pero tampoco un escritor muy feo. O viceversa. La pareja de nuestros sueños tenía que ser el baricentro de los méritos, el ortocentro de las cualidades. Un Venus de Botticelli inteligente, o un David de Miguel Ángel con cerebro superior. Alguien para disfrutar de noche y presumir por el día. La repanocha, vamos. Esa persona que te puedes pasar vidas enteras buscando en internet, en las apps del ligoteo, incapaz de ceder en el orgullo o en la ensoñación.

Recuerdo que a mi pareja le ponía mucho Arturo Pérez Reverte, con esa cosa de Indiana Jones que recorrió el mundo y sobrevivió a varios tiroteos. Arturo era escritor de éxito, y hombre con presencia, y llevaba un peluco muy caro en su muñeca velluda. La piel morena y salitrosa tras su ancho navegar. Yo, por mi parte, aunque mi pareja protestaba, casi siempre terminaba eligiendo a Natalie Portman, porque ella era la más bella entre las flores y además estudiaba en la universidad de Harvard, con un cociente intelectual que era como el mío multiplicado por dos, o por tres, según cómo se levantara de despierta.

Hacía años que no recordaba esta tontería, este juego idiota que nos entretenía los paseos por el bosque o las cañas en el bar. Pero hoy, viendo este documental titulado Autosuficientes, que recorre los derroteros vitales y musicales de Parálisis Permanente, he recordado que una vez, para no elegir siempre a Natalie, hice la media aritmética entre la belleza física y la belleza intelectual y me salió como resultado Ana Curra, que es una mujer de hermosura gatuna, de mirada penetrante, musa de la Movida, punky particular, epicentro del rollo, musicóloga de verdad, entrevistada interesante... Y exnovia de Eduardo, claro, el pobre Eduardo, como Eduardo fue exnovio suyo hasta que se mató. Una pareja sexy, magnética, que se comía la vida a bocados, hasta que llegó la fatalidad. Una pareja ideal que ya es carne de nostalgia y espíritu de movidones.





Leer más...

Indiana Jones y los extras de la edición en Blu-ray

🌟🌟🌟🌟


Con los años me estoy dando cuenta de lo importantes que eran las voces. Y la música. Como soy medio sordo de un oído, y medio tonto del otro, me he pasado años vagando en las tinieblas de lo acústico, fiándome sólo de la vista -que además es miope- y del olfato -que trabaja con el tabique desviado. Un puto desastre de los sentidos. El gusto, según un amigo, también lo tengo perdido, porque me gustan mujeres que él rechazaría con absoluta indiferencia, y el tacto, que es el único sentido que me funciona, sólo me sirve para regular la temperatura de la ducha, y distinguir los mandos a distancia en la penumbra del sofá.

Antes de esta revelación auditiva -que me ha sido otorgada por los dioses al llegar casi a la cincuentena- había gente que me caía mal y yo no sabía por qué. Y resulta que era su voz, que me disgustaba, o que me traía recuerdos de alguna gentuza, de alguna payasa, de algún criminal... Y viceversa: había gente que me caía muy bien y yo no sabía la razón, quizá una cosa instintiva e inexplicable, hasta que he comprendido que eran ellos y ellas, que hablaban, y yo, que quedaba seducido por sus voces, atontado, o transportado en una alfombra mágica camino de Bagdad.

Sí, amigos, y amigas: eran las voces, con su timbre, y su cadencia, y su asociación secreta con las voces del pasado. Y también era la música, en las películas, la que hacía que una escena se te quedara grabada para siempre, cuando tú pensabas que era el guion, o el momento, o el talento de los actores, que también. Como hace John Williams en las películas de Indiana Jones, que a lo mejor sin su música ya no serían igual, pero que con la fanfarria o con el tema de amor se te quedan ahí, en la meninge, reverberando para siempre, para que las aventuras de Indy nunca conozcan la erosión ni la tela de las arañas.

Cuento todo esto porque he visto los extras que acompañan la edición en Blu-ray de los Cuatro Evangelios de Indiana Jones, y he descubierto que no me interesaban los gadgets, ni los muñecos, ni las tonterías del vestuario... Sólo John Williams, explicándose al piano.




Leer más...

Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal

🌟🌟🌟🌟

La acción de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal transcurre en 1957. Mientras Indiana y su hijo dan botes por el Perú de los incas, a este lado del charco, con otra fanfarria distinta a la de John Williams (la espera inolvidable de la conexión a Eurovisión), el Real Madrid gana su segunda Copa de Europa. La segunda consecutiva. Luego vendría otras tres, también consecutivas, para conformar cinco años de reinado en Europa que ya son mito y recurso de tertulia. Pero que dan mucho que pensar.

La leyenda blanca habla de un lustro tiránico, napoleónico, donde nunca se ponía el sol en nuestros dominios. Vendavales blancos, como de nieve, o de ángeles, donde el Madrid marcaba goles por designio divino, porque así venía escrito en las profecías y así se había de cumplir en el evangelio. El Santiago Bernabéu era un trozo del Paraíso Terrenal que alguien -quizá el mismísimo Indiana Jones- había traído de Mesopotamia para que allí creciera nuestra leyenda.

Pero luego vas a la crónica detallada, al libro de memorias, y resulta que algunas eliminatorias se ganaron de chichinabo: porque de pronto nevó, o se conjuraron los postes, o el rival sufrió una desgracia inverosímil... No los árbitros, por supuesto, porque Franco en Zúrich pintaba lo mismo que yo, no sé, en la Moncloa, pero sí una especie de conjura histórica, inexorable. Miles de flores minúsculas que quizá crecían en el culo de los entrenadores.

El Madrid era la hostia, por supuesto, y yo soy el primero que reivindica su gloria y su legado. Pero no dejo de pensar que allí había una fuerza sobrenatural que luego nos abandonó. No el Arca de la Alianza, que yacía en un hangar, ni las piedras de Sankara, que a saber dónde están, ni el cáliz de la Última Cena, que aquella buenorra no pudo rescatar... En esta última película, cuando Indy y su troupe llegan a la cámara de los extraterrestres, me pongo a contar las calaveras y sólo falta una, la que ellos mismos acarrean. Así que el misterio de aquellos cinco años inexplicados y sobrenaturales quizá requiera de una quinta entrega. Indiana Jones y el brazo incorrupto de Santa Teresa, a lo mejor.



Leer más...