No mires arriba

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La mejor película del año llegó en su penúltimo día, casi cuando ya echábamos el cierre y hacíamos el balance. Es un decir metafórico, claro, un plural mayestático. “No mires arriba” ha sido como el amor maravilloso que ya no se espera; como el billete de 50 euros que aparece en el bolsillo cuando cuelgas el abrigo. El último regalo y el último homenaje. La última risa, y la última cara de tonto. Una fiesta cinéfila de pre-Nochevieja, a falta de cotillón y de vestidos escotados. Y de una cogorza memorable.

“No mires arriba” llegó en realidad el último día, porque eran las once de la noche del día 30 cuando la puse, y las 2 de la mañana del día 31 -interrupciones varias, pero insoslayables- cuando la terminé, desvelado perdido. La película de Adam McKay trata sobre el coronavirus, pero como McKay es un tipo muy inteligente que no quiere ser obvio, ni solaparse con la realidad, ha decidido que la desgracia que acojone a la humanidad sea la llegada de un cometa, uno de esos como montañas que arrasan los planetas y exterminan las especies. Un Galactus mineral. También podría haber sido un cataclismo climático, o una amenaza nuclear, ahora ya menos de moda. Da lo mismo. Lo que McKay buscaba era desnudar a los estúpidos, señalar a los medios, denunciar a los lobbies. Llamar al capitalismo fascista por su nombre: capitalismo fascista. Recordarnos -otra vez, sí- que nos dirigen cuatro psicópatas sonrientes y cuatro sociópatas enfermos. Y que la gente les vota con una sonrisa y con una mano en el corazón. La presidenta ficticia de los Estados Unidos es tal cual Isabel Díaz Ayuso teñida de Cayetana.

McKay tira a dar, a matar, a cercenar incluso. Trata a la gente como lo que es: básicamente poco formada, acientífica, acrítica, manipulable. Cuando el cometa Dibiasky ya es una pedrusco insoslayable sobre las cabezas, un 30% de votantes se declara “negacionista del cometa”, y otro 30% opina que de su caída vamos a salir todos mejores. ¿Les suena?

“No mires arriba” es hiriente, afilada, ocurrente, cachonda, despiadada. Profundamente guerrillera. Es una gozada. No escuchen a sus críticos de cabecera. Ellos ya adelantaron la borrachera de Fin de Año.


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Dopesick

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El mundo lo dirigen cuatro hijos de puta desde sus despachos acristalados, o desde sus mansiones inaccesibles, cuando huyen del downtown y siguen robando al borde de sus piscinas. Es bueno recordarlo de vez en cuando, porque los periódicos y los telediarios no contribuyen gran cosa a esta certeza. Si te fías de la prensa canalla -y toda la prensa respetable es canalla-, aquí los que mandan son los políticos, los “representantes elegidos por el pueblo”, y no -por poner un ejemplo paralelo al de “Dopesick”- nuestros empresarios energéticos, a los que nadie pone freno en el recibo de la luz. Hemos votado a un gobierno de izquierdas para esto... Hay muchas familias Sackler por ahí sueltas: unas venden opiáceos peligrosos y otras se forran a costa de tu derecho a tener encendida la lamparilla de noche. Unos hijos de puta, ya digo, de los que solo queda constancia documental en las páginas color salmón, y en las revistas especializadas del latrocinio -digo, perdón, de los negocios-, que nadie sin jayeres para invertir se pone a leer en su sano juicio.

Es por eso -porque nos quieren engañar todos los días, y luego dicen del régimen de los chinos- que hay que recurrir a ficciones como “Dopesick” para recordar quién corta el bacalao de todo lo que consumimos: sociópatas sin escrúpulos, y psicópatas sin moral. Nacer sin esas excrecencias del espíritu allana mucho el camino para triunfar en los negocios. Y luego están los Nazgûl, los sicarios de Sauron, que son esos ejecutivos con maletín y corbata que yo, personalmente, cada vez que me los cruzo en un banco, en un despacho, en cualquier asunto que tenga que ver con esquilmar al proletariado, me pongo a temblar. En su presencia  hago gestos de “vade retro” con mis manos en los bolsillos y me cago en sus muelas como Chiquito de la Calzada, pero entre dientes. Si los Sackler del mundo son la fuente de la maldad, estos tipejos, y estas tipejas, son los vectores de su transmisión. Los que te convencen de traicionar tus propios intereses con una sonrisa Profidén y una seguridad arrebatadora. Los otros hijos de la gran puta, o del gran putero, lo mismo da.





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Los contrabandistas de Moonfleet

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La culpa es de Javier Ocaña, el crítico de cine, que lleva varias semanas apareciendo en los podcasts que yo escucho -en los culturetas, me refiero, no en los deportivos- como si él me persiguiera, o yo le persiguiese. Ocaña está haciendo promoción de un libro que al final terminé por comprar, y que ahora mismo voy leyendo por las terrazas, y por las camas revueltas, de vacaciones de Navidad. El libro se titula “De Blancanieves a Kurosawa”, y en él Ocaña narra su experiencia de padre que inculca la cinefilia a sus dos retoños ya pre-adolescentes. Una historia que me recuerda a la que yo mismo viví hace años con Retoño, y que empecé a esbozar en los primeros tiempos de este blog sin muchos resultados. Literarios y prácticos, quiero decir. Porque yo proponía, seducía, daba la lata con este clásico imprescindible o con aquella película de culto, pero mi hijo siempre se salía con la suya, por peteneras, cinéfilo a medias, como luego fue lector a medias, para que luego digan que es la influencia de los padres comprometidos, y el ambiente cultural de los hogares... Paparruchas.

Digo que es culpa de Javier Ocaña porque en su libro destaca películas que en su casa hicieron furor -qué niños más envidiables, por Dios- y que yo, en mi paletez, ya daba por amortizadas o por viejunas. Ocaña es crítico en El País y yo soy un cinéfilo provinciano, o sea: que hablamos un idioma diferente. Y aunque lo sé,  y me había prometido no seguirle el rollo, al final me he dejado llevar por su odisea de padre, por su entusiasmo de cinéfilo. Y entre las perlas que él alaba como cine familiar está “Los contrabandistas de Moonfleet”, la película de Fritz Lang, que no es que esté mal, que es el viejo cine de nuestros sábados infantiles, pero que en fin, que está llena de incongruencias y de diálogos para besugos. No alcanzo a ver lo que Ocaña -y sus retoños, entregadísimos, y cultísimos- sí encuentran en una película a la que le han caído los años como peluquines de aristócrata.



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Cardo

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María, la Cardo, y Franco, el Asesino, tan alejados en el tiempo y en la circunstancia, coinciden en que son de esas personas que dejan pudrir los asuntos a ver si se resuelven por sí solos. Es lo que cuentan del Generalísimo, en las biografías, que cuando se encontraba con un problema insoluble en las matanzas programadas, o en los consejos de ministros, aconsejaba dejarlo correr y que el tiempo decidiera. No le fue mal... Es lo mismo que hace María en la serie, que se pega un hostión con la moto, y un hostión con la justicia, y decide que bueno, que huyendo hacia delante, a todo correr, tragando pastillas y ahogando el teléfono en los inodoros, todavía queda un resquicio para la esperanza. ¿Y si en ese entretiempo de abogados que llaman, de amigas que preguntan, de familiares que se preocupan, viniera un cataclismo a joderlo todo pero salvarla a ella: el meteorito, el tsunami, la revolución de las masas...? Pero a María, al contrario que al dictador- porque Dios es de derechas y nunca está con el pobre ni con el desvalido- la estrategia le sale más bien rana.

De todos modos, nada que objetar. Yo también pertenezco a este gremio de avestruces que esconden la cabeza esperando que los problemas se los lleve el tiempo, o caduquen según lo marcado en el envase. ¿Cobardía? No sé... Más bien falta de recursos. Inoperancia. No poseer nunca la llave que desface los entuertos. Es muy fácil llamarnos cobardes a los que así transitamos por la vida. Si va en el carácter, no hay solución, y nadie es culpable de nada. Ni María -que, por cierto, no tiene nada de cardo-, ni el Hijoputa, ni yo mismo. Y si no va en el carácter, son lecciones de vida, y uno va aprendiendo a bofetones. Así que nada que reprochar. Y nada que reprocharse. La vida es un enredo, una media verdad, una media mentira, gente que te lía y gente que se deja liar. Un malentendido, la parte por el todo, una cháchara incesante... Se va liando la madeja -y la madeja de Cardo es cojonuda- y al final, cuando quieres desenredar los hilos, lo mejor es eso: salir de fiesta, o ponerse una serie en el ordenador, y esperar a que amanezca.





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10 años de Cine Pasaje

(Este texto fue escrito el 27 de diciembre del 2011)

Cuando cumplió los cuarenta años, Pepe Carvalho, el detective de las novelas de Montalbán, comenzó a quemar en la chimenea los libros que ya no quería conservar: los que le habían aburrido, defraudado, engañado... Yo estoy muy cerca de cumplir esa edad, de adentrarme en el otoño todavía benévolo de mi salud. Me gustaría deshacerme de los libros como él, pero no puedo quemarlos porque no tengo chimenea, así  que me conformo con revenderlos a los libreros de viejo, o con arrojarlos directamente al contenedor azul.

           Pero yo lo que tengo son, sobre todo, películas. Mi mundo interior les debe más a ellas que a los libros. De hecho, les debe más a ellas que a la vida real, que siempre me proporcionó pistas falsas y desengaños como bofetones. Yo soy yo y mis películas. Las películas han construido la visión pueril, maniquea, distorsionada, profundamente equivocada que tengo acerca de las cosas del mundo. Pero las amo. Las amo con locura. Sin ellas -y sin sus primas, las series de la tele- me hubiera perdido sin remedio en el interior de mí mismo, laberinto de hastío y negrura. Ellas me han salvado, y me han traído hasta aquí medio cuerdo y medio vivo. Subido a sus lomos he podido vadear los grandes ríos y cruzar las grandes llanuras.

Pero ya no puedo con todas. Hasta ahora me han servido de flotador, pero si no abandono en la orilla las más prescindibles se convertirán en la piedra que habrá de lastrarme hacia el fondo. No hay tiempo para todo. Y lo mío, hasta ahora, era pura glotonería. Tendré que cuidar mi dieta, que aligerar mis paredes. Muchas de las películas que vegetan en el salón ya sólo sirven para sustentar el polvo. Muchas son errores del pasado, maldiciones de la prisa, hijas indeseadas de compras sin condón. 

No puedo seguir así. El manicomio de las películas está a punto de derivarme a otra loquería mucho peor. Y allí, según me cuentan, no ponen películas. O sólo películas malas. O, por lo menos, películas que yo no elijo. Así que tengo que hacerme, de una vez, acinéfilo. Analizar mis procesos, clarificar mis barullos, jerarquizar mis impulsos. Escribir, quizá, para que me sirva de guía, un diario…




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Titane

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Ayer, que fue Navidad, el mundo cristiano celebró el nacimiento de un niño que no nació de la unión de dos gametos, sino de un soplo divino, espiritual, que se hizo carne en el útero de María. La teología, tan alejada de la ciencia, nunca tuvo la necesidad de explicar este misterio de la Encarnación: cómo es posible que un hálito, un gas, un viento cósmico procedente de la galaxia muy lejana, pueda transustanciarse en ácido desoxirribonucleico, proteínas y demás. Aparatos de Golgi y alvéolos pulmonares. Será eso: el misterio...

La mitología de Occidente llevaba dos mil años huérfana de otro nacimiento milagroso, inconcebible, fruto de la unión de dos elementos incompatibles -óvulo y nada, o espermatozoide y maracuyá- hasta que llegó esta película lisérgica y absurda -yo diría que demoníaca, por poner el contrapunto- que se titula Titane. Sobre Titane se han vertido ya ríos de tinta, y de aceite de coche, y la verdad es que ya me mataba la curiosidad. Unos decían que la hostia, y otros aseguraban que la mierda; los más exaltados gritaban que cine libérrimo y referencial, y los más defraudados, mientras se arrancaban los ojos, clamaban que estafa supina y bodrio festivalero.  

Y qué mejor día que el 25 de diciembre, el día más aburrido del año, con todo cerrado, la resaca en el cuerpo y la televisión sin deportes, para adentrarse en este nuevo misterio de la concepción: el embarazo de Titane, o “María II”. Titane es la historia de una mujer que se folla a un coche (sic) y queda embarazada como si hubiera sido polla, y no palanca de cambios, o tubo de escape (la cosa no queda clara) lo que desfalleció gozosamente en su interior. La venida del Espíritu Santo -digo, del Coche Fantástico- sucede allá por el primer cuarto de hora, y tal acontecimiento espermático -o gasolínico- es el que ha dividido a la crítica en dos tribus irreconciliables. Y digo la crítica porque el cinéfilo superficial, sin cultura, es, por su propia simplicidad, mucho más difícil de engañar.





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Sweat

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“Sweat” narra la vida privada de una instagramer-influencer que es..., que está..., que en fin, que está muy buena. La película es un rollo, un intento fallido de conmovernos con el lema ya tan manido de “los ricos también lloran” y “las guapas también sufren”. Que son como nosotros, vamos, los pobres desgraciados y desgraciadas. Mentira: a los ricos todo se les pasa antes, y a las guapas se les dan mil oportunidades para renacer. 

Pero la película, aun siendo floja en lo formal y rastrera en lo argumental, aguanta precisamente porque Silvia -la Eva Nasarrosky del cabello rubísimo y del cuerpo de infarto- llena la pantalla en todos los fotogramas de la película, a veces vestida de runner y a veces vestida de gala. Y a veces, incluso, vestida de camiseta pija de andar por casa, donde se demuestra que la mujer mona, aunque se vista de esparto, monísima se queda. A Silvia Zajac le sientan bien todos los contextos, todos los ropajes, todas las modas y contramodas. Si quisiera ponerse fea no podría, del mismo modo que los demás queremos ponernos guapos y también somos incapaces. No hay transfuguismo posible en esta condición humana. Lo que es de natura, tataratura, que decía mi abuela. Es lo que tiene ser guapa y no estar guapa. Como ser feo y no estar feo...  A Silvia le vale cualquier cosa que se ponga o que se pinte en el rostro. Todo le cae en gracia, todo la subraya o la eleva de categoría. Podría disfrazarse del señor Barragán -no quería decir señora Barragana- y te dejaría turulato igualmente. Ella sonríe y te tiembla el ombligo; pone mohínes y te revoletean las mariposas; se pone sexy y las nubes te ofuscan el raciocinio. Max, mi antropoide interior, suspira por ella aunque yo le reconvengo, y trato de explicarle la realidad de las cosas. Pobrecito mi mono...

Resumiendo: que "Sweat" es una película de bostezos con mujer de belleza inverosímil... Decía Aristóteles el otro día, en un libro sobre filósofos griegos que tengo abierto sobre la mesita, que al que le preguntaba que por qué con los hermosos conversamos largamente, él le respondía: “De un ciego es digna la pregunta”. Pues eso.





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Cómo conocí a vuestra madre. Temporada 1

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El día que yo le cuente a mi hijo cómo conocí a su madre -tendrá que ser con tres copas de más, y tres desvergüenzas de menos-  habrá que tirar de muchos recursos autoparódicos para que me salga una comedia romántica y no un relato del esperpento donde su padre es un gilipollas perdido y su madre una reliquia católica del siglo XIX. Un dramón de época – de la época victoriana, quiero decir, o por lo menos de los tiempos de La Regenta- donde yo soy un maestrillo sin mundo y su madre una damisela con enaguas y flor de azahar en el cabello virginal... 

      Una absoluta ridiculez que, mejor pensado, acabo de decidir que jamás voy a contarle. Ni empapado en alcohol, vamos. Ni en el lecho de muerte. Ni por todo el oro del mundo. Ni aunque me paguen muchos dólares los productores de Hollywood o los ejecutivos de Netflix. No, no y no. ¡Que no, hostia! He decidido que se morirán conmigo aquellos episodios nacionales de la época de Galdós. Ya rezo a los dioses para que el delirio de una pesadilla, o de una droga hospitalaria, no traicione mi voluntad y desate mi lengua en la hora postrera. Ay.

    Porque además, aparte de hacer el ridículo, no quiero que mi hijo se traumatice y se ponga a elaborar teorías sobre cómo es posible que un chaval más majo que las pesetas -aunque él ya naciera en la época del euro- proceda de semejantes especímenes de lo humano, novelescos de chiste, o venezolanos de pretérito culebrón. Que no, he dicho... Basta ya. Nadie, ni siquiera él, la carne de mi carne, me arrancará la historia tristísima de su pre-concepción. De los lodos que precedieron al polvo que hizo las presentaciones entre los gametos.

    ¿La serie? Muy divertida cuando transgrede; muy aburrida cuando lo embadurna todo de miel, o de mermelada. Sale un tipo muy cáustico al que me gustaría pedir amistad si fuera de verdad, y también una mujer de ensueño llamada Cobie Smulders que es... eso, de ensueño. A mí que no me jodan, que este pibón no es real. No puede ser.. Miro la fecha de producción y me parece un milagro tecnológico que pudieran meter ese holograma entre los personajes y que no se note nada de nada.





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