Damnation

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Pablo Iglesias no tiene mal gusto cuando recomienda series de televisión. Hablo del Pablo Iglesias de ahora, claro, no del fundador de la UGT, porque entonces no había Netflix ni Amazon Prime en los hogares de los obreros. Por no haber no había ni vacaciones pagadas, ni seguros ni desempleo, ni domingos en el estadio de fútbol, porque el fútbol todavía estaba desembarcando en los puertos comerciales. Aquella vida era una desolación inimaginable de trabajo duro y fiestas sin balón. Hay que reconocer que hemos avanzado mucho desde entonces, pero la lucha continúa. Proletarios del mundo: no cejéis en el empeño.

Decía -perdón- que Pablo Iglesias tiene buen gusto para las series. Y para otras cosas. Lo único que nunca me gustó de él fue la coleta, que espantaba a los votantes y arredraba a los enemigos. ¿Para qué, Pablo, la coleta? Ya no eras un paria cuando te conocimos, y la coleta te vinculaba demasiado al extrarradio. Yo soy de extrarradio, y te comprendo. Pero otros no. Por lo demás, Pablo es mi hermano del alma. Una ilusión extinta que aún guardo en el corazón. Gracias a él hubo un tiempo en que voté con una sonrisa y no con una mueca de desagrado. A su alrededor floreció la primavera de la izquierda, antes de que los camisas pardas volvieran a pisotearlo todo: mugre haciendo barro, matones haciendo patria... Siempre ha sido así: en los tiempos de Pablo Iglesias I, y ahora, y también en los tiempos de Damnation, en la Gran Depresión americana, donde el socialismo pudo haber triunfado para cambiar el mundo y no lo hizo. Los ricachones, y la avaricia, y los matones... Y los traidores.

Aquella fue en verdad la oportunidad de oro del socialismo, la última después del fracaso de los espartaquistas. El abuelo Marx lo sabía, y el tío Engels lo predicaba, pero el camarada Lenin no les hizo ni puto caso y llevó la revolución a un país que no tenía riquezas para repartir. Lo suyo fue el socialismo de la miseria. Socialismo en un páramo gigantesco, luego los Urales, y más allá, la Siberia congelada. El padre Seth de Damnation -y su hermosérrima mujer- son dos héroes que fracasaron en la Tierra de Promisión. Los Estados Unidos. El paraíso perdido.




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Plácido

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La escena más sangrante de “Plácido” -y mira que hay escenas sangrantes en “Plácido”- llega cuando un pobre tiene que repartir su cesta con otro pobre y se niega. Es Nochebuena, sí, y ha nacido el niño Dios, pero da igual. Que le den morcilla, si acaso, al pedigüeño. Haber estudiado, o ponte a trabajar, o mira, directamente, que te den por el culo, como diría doña Espe muchos años después ante el pelotón de los micrófonos. Y digo doña Espe porque esa mujer, que sigue siendo la musa del darwinismo social, hubiera quedado perfecta como presidenta del Comité de Caridad, con su sonrisa de falsa y su alma putrefacta.

En manos de Azcona y Berlanga la escena del pobre parece un chiste, y además el que hace de agarrado es Manuel Alexandre, clavando como siempre al bobalicón. Te ríes mucho con su egoísmo de miserable, con su mala uva de proletario insolidario. Pero en realidad no te ríes, te escalofrías, como sucede en toda la película. “Plácido” parece un desmadre, una comedia, una astracanada en la que salen cuatro majaderos y toda su parentela. Pero en realidad es la lucha de clases a pie de calle, en acción, marxista que te cagas. Es la caridad frente al deber del Estado. Los corazones usurpando las funciones de la rectitud. Un capricho y un descalabro. Es Amancio Ortega con cenas de Navidad, en lugar de con mamógrafos para hospitales. Sentar un pobre a tu mesa de Nochebuena da para estar diseccionando politologías hasta las tantas de la mañana.

“Plácido” es una obra maestra que no deja títere con cabeza. Nadie se salva. A lo ricos ya los dábamos por descantados en su sociopatía y en su cinismo. Por ahí no se aprende nada. De la Nochebuena de “Plácido” a la Nochebuena de Felipe VI dando la matraca con la decencia de los pudientes no existe gran diferencia. Ahora los pobres están más recogidos y mejor disimulados, eso sí. Algo hemos avanzado. Negarlo sería de necios. Pero los pobres tampoco salen bien parados de la película. Por eso el abuelo Marx gritó ante todo que nos uniéramos. Que eso era lo primero. No le hicimos ni puto caso y así nos va.




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Martín (Hache)

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“Martín (Hache)” son tres películas reunidas en una sola. La trilogía hispano-argentina que Aristarain nos ofreció en una pieza conmovedora. Tres historias distintas pero una sola verdadera, que es la relación de Federico Luppi con las personas que todavía le quieren a pesar de su carácter: el amigo, y la amante, y su hijo, Martín, el Hache.

La gente dice que me parezco mucho al personaje de Luppi porque yo también tengo la lengua muy larga cuando se trata de soltar misantropías. Que también soy muy dado a ponerme los auriculares, subir el volumen de la música y apearme del mundo cuando llega la próxima estación. Que como no nací en las latitudes australes no digo “al pedo”, ni “al carajo”, ni “boludo”, ni me da por elegir la concha de tu madre cuando me pongo a cagar con las metáforas. Pero vamos, que utilizo expresiones peninsulares que quieren decir exactamente lo mismo, a veces con la palabra y a veces arqueando las cejas. Da igual. La misantropía es un lenguaje bimodal y universal que todos reconocen, y que nos sirve, a nosotros, los luppinianos, para reconocernos.

Dicho esto, yo no soy Federico Luppi. Hay cosas, rasgos, perfumes lejanos... Una certeza compartida sobre la vida. Pero cualquier otro parecido con la realidad es pura coincidencia. Es curioso: la primera vez que vi “Martín (Hache)” yo todavía no era padre, ni tenía un amigo, ni tenía una amante. Tenía una esposa, que no es lo mismo, y amigos de segundo nivel llamados conocidos. Alejandro (Erre) tenía -3 años tiernísimos de esperanza, y mi mejor amigo todavía era un desconocido que habitaba en la ciudad ignota. Solo ahora que ya he vivido todo eso entiendo a carta cabal la película. Antes era un peliculón; ahora es una obra maestra. Da para hablar largo tendido con alguien a tu lado. Si lo sabré yo...

Hace veinticinco años tampoco sabía que se puede odiar y amar a la misma persona y volverte loco en la pelea. La relación de Luppi con Cecilia Roth se me escapaba, pero ahora ya no. Tampoco sabía que existen amores que son el contrapunto exacto a esa tortura: la paz en la tripa, la sinceridad en la cara, la mansedumbre del instinto alborozado.





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El último duelo

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Ben Affleck y Matt Damon han escrito una historia sobre el MeToo pero sin el MeToo, ambientándola en Francia, en el siglo XIV, donde cualquier ordenador hubiera sido confundido con la magia, y cualquier hombre decente -al parecer- con un ángel del Señor, o con un alienígena inconcebible.

Me pregunto, de pronto, qué pensarían los hombres medievales sobre la vida en otros mundos, porque lo que pensaban sobre las mujeres parece bastante claro: un puro concepto ganadero. Mujeres para aparearse, hijas para extender linajes, incubadoras andantes ceñidas con corsés. Apenas vacas erguidas, o bípedas lecheras. Un Afganistán moderno pero sin burkas en los rostros y sin metralletas en los combates. Todo a puro cojón y a pura espada, gritándose a la cara las maldiciones.

Los hombres de la película son todos deleznables y asquerosos, y en eso “El último duelo” no escapa del nuevo anticiclón que nos ilumina. En el mapa de las isóbatas continúan los vientos justicieros, o vengativos, o simplemente pendulares. Ahora toca esto como antes tocaba lo otro: la mujer pérfida y doble, inútil o llorona.  En el mainstream de las plataformas ahora toca que el hombre sea un neandertal sin corazón -pobres neandertales-, un cejijunto sentimental, un castrado de la empatía. Un macho pirulo. Un lerdo. Un amasijo testosterónico que nunca sabe dónde le comienza el pito y dónde le termina la  cabeza. “Un violador en potencia”, y a veces en acto, como dijo aquella secretaria de Estado del no sé qué, pasándose cuatro pueblos y tres veranos en la costa. Ya digo que los winds are changing de cojones, como cantaban los Scorpions.

¿El rey de Francia?: un sádico con pocas luces; ¿el marido de Marguerite?: un gañán que nada sabe de orgasmos clitorianos; ¿el violador?: pues eso, un violador; ¿el padre de Marguerite?: pues eso, un ganadero; ¿el conde-duque de Normandía?: un rijoso nepotista; ¿el representante de la Iglesia?: un imbécil confundido por el latín. No se salva nadie. Al final muere uno, pero merecerían morir todos. Supongo. Un gran auto sacramental de hombres medievales y algo menguados. Dan ganas de renegar y de cortarse la picha. Bueno, tanto no...





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Larry David. Temporada 11

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¿Cuántos años de salud le quedarán a Larry David? ¿Cinco, diez? Hablo de salud creativa, claro, de ganas de proseguir. Es la que más me interesa como espectador. La otra, la personal, ya la doy por rezada de sobra con diez padrenuestros y cinco avemarías. Como cuando nos mandaban rezar en el colegio por el alma del beato Marcelino Champagnat, para que alcanzara la santidad en el Vaticano, y mira si la logró.

No paro de preguntarme por los achaques de Larry David mientras vero la 11ª temporada de su show. Yo, la verdad, a falta de otras opiniones -porque nadie ve su serie en mi círculo cercano, ni tampoco en el alejado- le veo bastante bien. Me fijo mucho cuando camina por la calle, que es donde podría notarse el encorvamiento o el envaramiento. Pero nada. ¡Joder!:  casi camina más erguido que yo, el tío palo de las narices. Se le ve ágil y fibroso. Lúcido. Sus frases están en el guion, claro, pero él las dice con los ojos chispeantes, y el gesto relajado. Larry está bien. Muy bien, diría yo.

También me fijo mucho en las escenas de restaurante, que en su serie se suceden casi de continuo. Larry sigue con la ensalada, con la fruta, con las carnes a la plancha... Eso es lo que yo como “además de”, y no “en vez de”. Debería ser él quien se preocupara por los años que me quedan de salud, y no al revés. Él, Larry David, quien tendría que preocuparse si su único espectador en La Pedanía y alrededores, que es un mercado raquítico, casi unipersonal, pero muy simbólico para la HBO. Una pica en el inframundo. En el noveno episodio, Larry prueba el goulash en un restaurante recomendado y decide que ésa no es comida para él. Así está de fino y de saludable.

Pero algo pasa con Larry... Algo seguramente no grave pero que anuncia la decadencia. Ya nunca le vemos en la cama haciendo escorzos en las señoras, ni tampoco golpeando la bola de golf cuando se junta con los amigotes. Sospecho, a pesar de sus andares, que algo no va bien con su espalda. Y la espalda es el talón de Aquiles de los ricachones, con tanto swing y tanto birdie. Por ahí, quizá, empiece su declive.





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Mujeres del siglo XX

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Al día siguiente de ver Beginners -deslumbrado, conmovido, enamorado de Mélanie Laurent hasta los aparatos de Golgi- me puse a buscar otras películas no de Mélanie -porque tenía que reponerme- sino de Mike Mills, en honor al maestro de ceremonias. No quedaba otra. Otras veces, cuando una película me gusta y trato de seguir el camino, me puede más la pereza que el interés, en esta selva de las tentaciones continuas y los tiempos limitados. Pero en este caso, con Mike Mills, no.

Sin embargo, la filmografía de este hombre es escueta, y esquiva, y la única película que resonaba en las búsquedas -amen de la consagración de la primavera de Mélanie Laurent, y de aquella ya tan lejana de “Thumbsucker”-  era esta, “Mujeres del siglo XX”, un título extraño, como de cine documental, como de reportaje del Canal Arte para La Noche Temática de La 2. No sé: un título como cultureta, o simbólico, que lo mismo podría desembocar en una película feminista que un retrato de nuestras abuelas, tan poco feministas ellas.

Y al final, pues ni una cosa ni la otra. Salen tres mujeres, de tres edades diferentes, y cada una de ellas es feminista a su manera, o pre-feminista, o feminista de armas tomar. La madre del chaval, Annette Bening -que podría ser su abuela en un error de cásting morrocotudo que luego doña Annette sortea con oficio- es la feminista en ciernes, aspiracional más que práctica, a la que se le junta la revolución de las mentes con el cariño por la tradición. La única mujer del reparto que pertenece al siglo XX por entero.

Luego está Greta Gerwig, más guapa que nunca, con su corte de pelo y su pelirrojismo fulgurante, que es la feminista fetén, la precursora de las actuales. La desmelenada de los años setenta y ochenta que luego asentó  la cabeza sin rencores ni venganzas. Da gusto verla, a doña Greta, y no como a la chavala de la peli, la arpía con cara de ángel que es el lado oscuro de la revolución: tengo una mina entre las piernas, los hombres son todos imbéciles, y se merecen que los conduzca la locura y a la perdición.



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Showgirls

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Al señor Verhoeven le gustan como a mí. No digo más. El muy tunante... Él dice que tienen que ser así para poder bailar, y que su forma es una exigencia milimétrica del otro señor, el guionista, que por lo demás lo llena todo de diálogos para besugos y para sirenas del desierto. Los pechos de las protagonistas -perfectos, no diré más- son una coherencia argumental. Necesarios y palmarios, de la palma de la mano. No diré más... Una pechugona del burlesque no serviría para exhibirse en Las Vegas, y una bailarina del Bolshoi, impechada, pues tampoco. Los clientes del casino quieren la justa medida entre el pechamen y el bailamen. Entre el sexo y el arte. Yo mismo, por ejemplo, que no me considero un ganadero de Texas, tengo que confesar que los bailes de “Showgirls” molan, pero que también ponen palote. ¿Un cerdo o un ser con virilidad, sin más? Esa es la cuestión.

 Para triunfar sobre el escenario del casino hay que ser bella y saber moverse. “Ambar” cosas, como dicen en Toledo ¿Mercado de la carne? Nos ha jodido. “Showgirls” es una película sobre el mercado de la carne: carne que baila, que excita, que pone muy tonto al personal. ¿Juicios de valor? Buf, ahora no, señorita Irene. Esto es una película -muy mendruga por lo demás- y yo estoy de resaca (es un decir) de Nochevieja. Yo también estoy en el mercado de la carne cuando pongo mis fotografías en Tinder, solo que allí no me desnudo. Y menos mal... No veo gran diferencia. Las chavalas de “Showgirls” se exhiben para ganar dinero y yo me exhibo para ganar un corazón. Qué bonito... Todo es exhibirse. Tocar no. Eso está muy feo, y los guardaespaldas del casino te ahostian a la primera. Bien hecho. También hay mujeres que se plantan delante de mí como ese director de coreografía, y me dicen que no molo por esto o por lo otro: la sonrisa, o las orejas, o la pancita que se adivina bajo el jersey, tan poco cuidada con arroz integral y verduritas a la plancha.

“Showgirls” no es tan mala como la pintan. Nunca la había visto por prurito cinéfilo, por postureo cultureta. Era tan socarrón, el chorreo, que hasta me daba miedo asomarme. Pero “Showgirls” mata la tarde. Y te... No. No diré más.





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Sin tiempo para morir

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Se lo he leído a un internauta, y es una explicación perfecta para el final de la saga: de la muerte de James Bond, quiero decir, por si usted no se había enterado. De la muerte física, de la fetén, de la del vivo al hoyo y el espectador pues bueno... a otro bollo, y no el lío de los Broccoli, de la muerte empresarial de la franquicia, que a saber qué se inventarán: saltarinas empoderadas, o maridos ejemplares, o poetas que resuelvan los bochinches con un libro en la mano y una flor en la solapa. Es el signo de los tiempos. El futuro difícil de cojones está, que hubiera dicho el maestro Yoda en la otra saga.

Da igual.  Inventen lo que inventen ya nada será lo mismo. James Bond era así y había que tomárselo como venía: un pichabrava, un chulo de barrio, un sueño de seductor para los mediocres del mundo, que éramos legión en las plateas y tomábamos notas mentales de sus recursos. Sus películas me agotaban, pero yo le adoraba. El frac impoluto, la mirada traviesa, la seguridad en sí mismo... Joder. Un Don Draper con licencia para matar. Mi hermano mayor, era James, mi referente vital. Mi icono pop de las paredes. James y sus habilidades, y sus mujerazas, y sus días siempre atareados, salvando al mundo, tan distintos a los míos.

 James Bond -decía ese internauta muy inteligente- sobrevivió a la caída del Imperio Británico, a la Guerra Fría, a la Guerra contra el Terror... Sorteó las limpiezas en el MI6, los cambios de gobierno, los reajustes presupuestarios. Por sortear, sorteó hasta las enfermedades de transmisión sexual, algunas mortales en su tiempo, cuando andaba de liana en liana y a picha descubierta. Así era él... Sin embargo, 007 no ha podido sobrevivir a la corrección política. Sobrevivió a las balas, a los misiles, a los hachazos, a las caídas desde el cielo... Pero le estamparon un hastag del MeToo en la frente y se lo cargaron justo cuando el pobre trataba de reinventarse. Ahora que se había enamorado, que había prometido fidelidad, que había engendrado incluso una hija más guapa que las pesetas, llegó el tsunami revisionista y se lo cargaron por machirulo y heteropatriarcal. No le dejaron tiempo ni para confesarse.





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