Cómo casarse con un millonario

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Lo primero que hay que hacer para casarse con un millonario es estar buena. Perdón: ser guapa. Nacer bendecida por los genes del fenotipo. La simpatía, la inteligencia y la bonhomía (¿la "bonmujería"?) no son armas suficientes. La belleza interior está bien para conquistar los extrarradios de las ciudades o las aldeas como La Pedanía, pero para afincarse en los barrios exclusivos hay que presentar otras credenciales. Otros méritos incuestionables que entran por los ojos, no sujetos a divagación ni a relativismo. 

No es asqueroso ni inmoral. Es la ley de la selva. La ley de la oferta y la demanda. Los millonarios pueden elegir, y eligen, por encima de cualquier otro valor, la belleza. Y lo demás, si se da por añadidura, pues miel sobre hojuelas. La biología es inmisericorde; el instinto es poderoso. Negar todo esto es hacer poesía. Lo vemos a diario en el mundo del famoseo. Y sí, ya sé: la mujer de Roger Federer no parece precisamente una modelo de Victoria’s Secret. Pero habría que verla aquí, en La Pedanía, tomándose un café, a ver cuántos se atreverían a denigrar su belleza. En las apps del amor yo rechazo a las mujeres feas; las mujeres guapas me rechazan a mí; todos esperamos el milagro o la conjunción de los astros. Y mientras tanto, Richard Gere y Julia Roberts siguen protagonizando "Pretty Woman" a su rollo, fuera de este outlet de las segundas y terceras oportunidades. 

Ahora que la S. D. Ponferradina ha descendido de categoría ya no veremos a las famosas “picucas” esperando a los jugadores a la salida del estadio, allá en la puerta 0, arremolinadas y peripuestas. O sí, pero ya serán otras chicas, de belleza ligeramente inferior, buscando millonarios venidos a menos. Cienmiliarios, más bien, en esta categoría de bronce del fútbol español. Las famosas “picucas” no se andaban con hostias. Iban a lo que iban. Como Marilyn Monroe, Lauren Bacall y Betty Grable en la película. A cazar un millonario que las elevara de estatus y las sacara de aquí cuando firmara por otro equipo de más pedigrí. O si no, si el amor iba ser pasajero, darse la vida padre a la espera de otra oportunidad. Se puede ser feminista y práctica a la vez.





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Roma. Temporada 1

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Me sobraba tanto tiempo en la canícula de las vacaciones que me puse a ver de nuevo “Roma”, la que decían -con cierta sorna- que era “Los Soprano” con sandalias de la HBO. La sangre ya no la ponían los mafiosos, sino los legionarios, y las tetas ya no las pechugonas del Bada Bing, sino las múltiples esposas y amantes de los senadores.

Recuerdo que en su día compré “Roma” por muchas denarios en las rebajas de El Corte Inglés, pero luego vino la Edad de Oro de la televisión y ya no hubo tiempo de recuperarla. Vivimos sepultados bajo tal aluvión de series -ya todo digital y platafórmico- que los viejos DVDs se parecen cada vez más a la cerámica de la abuela, o a las cuberterías de nuestros padres: adornos muy caros, pero ya inservibles, que rellenan las estanterías del salón. 

Hay tres series que conviven en “Roma” como había tres usos en el lubricante “Tres en uno” y tres dioses distintos pero uno solo verdadero en la Santísima Trinidad. (Dos inventos, por cierto, que no conocieron los romanos de la serie porque nunca vieron los anuncios de la tele y porque al vivir antes de Cristo no escucharon las teologías de los obispos). 

La primera línea argumental es la que cuenta el ascenso y asesinato de Julio César, el general que quiso ser cónsul vitalicio y terminó creyéndose un dios inmortal. La historia nos la sabemos, pero los actores son tan cojonudos, y los denarios de la HBO son tan excesivos, que uno queda atrapado por el drama mil veces visto. 

La segunda trama de “Roma” es la ciudad propiamente dicha: el costumbrismo de sus gentes, como si la recorriera Labordetus Máximus con su mochila. Es el día a día del trabajo, de la justicia, de la mugre, de las pintadas en la pared... Es muy educativa. Mola mazum, pero no tanto como la tercera pata del banco, que son las argucias de estas mujeres romanas que privadas del poder público medraban en sus casas para traicionar al marido, sostener al amante o aupar al hijo a un cargo de relevancia. El ostracismo político ellas lo convirtieron en un matriarcado silencioso. A cada repudio matrimonial, a cada hostia recibida, a cada violación sufrida en la alcoba, ellas respondían con un veneno deslizado en los oídos o en las copas.




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Siempre hace buen tiempo

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Niego la mayor. Ya nunca hace buen tiempo. Cada vez que el telediario declara que por encima de 30ºC gozamos de “buen tiempo”, me dan ganas de traspasar la pantalla para protestar. Pero no hay solución: los metereólogos obedecen consignas del sector turístico, que vive de abrasar a los guiris en las playas y de abrasarlos luego en el chiringuito. Todo lo que sea sequía, quemadura y cáncer de piel es bueno para el negocio y se endulza con el lenguaje. En España, preferir el clima templado creo que ya está penado por la ley.

Diga lo que diga Gene Kelly, ya nunca hace buen tiempo. Si acaso en la última quincena de abril, o en la primera de octubre, que son los últimos bastiones del clima civilizado. A eso se han quedado reducidos el otoño y la primavera, que en nuestros libros de la EGB  duraban tres meses de bonanza. Es el cambio climático, estúpido, que ha reducido el arco parlamentario al bipartidismo del invierno y del verano. Un invierno cada vez más suave, eso es verdad, pero también un verano más insoportable y apocalíptico. Los franceses se ríen de nosotros diciendo que África comienza en los Pirineos, y lo cierto es que no andan muy desencaminados. Pero es que ahora resulta que es la puta verdad.

Y no: tampoco hace buen tiempo en lo metafórico. En la película hay “happy end” porque se trata de un musical de Hollywood, pero es evidente que a partir de cierta edad ya cuesta conservarlo todo: los amigos, el amor, el pelo en la cabeza... A cada uno según sus pecados y de cada uno según su constitución. Cada vez más viejos y más pellejos todos. 

Ni siquiera a Gene Kelly le iba demasiado bien en lo profesional cuando se puso los patines en la escena culminante. De hecho, “Siempre hace buen tiempo” fue su canto del cisne. El último clásico verdadero de sus andanzas. Aquí se juntaron los mismos que tres años antes rodaron “Cantando bajo la lluvia”: el director, el productor, los guionistas, Kelly y su entusiasmo... Pero aquello fue un milagro y esto fue un bajonazo. Jolín: trabaja Cyd Charisse y solo nos regala un número de baile. Y sin patorra ni ná. La decadencia, ya digo.





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Crónica de un amor efímero

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Cuando los franceses hablan de amor en sus películas toca guardar silencio, abrir bien los oídos y tomar apuntes en el cuaderno de las tapas rosas. Ahí es donde yo voy acumulando sabidurías para usarlas cuando se presenta una señorita dispuesta a corresponder. Como uno es poco resultón y además poco resuelto para estos menesteres, entre una y otra suelen transcurrir muchos meses de crudo invierno, así que viendo cine francés voy adquiriendo una filosofía de la razón práctica que viene muy bien para no pisar charcos cuando llueve en primavera.

Los franceses, a fuerza de follar más que nadie -¿y si la Torre Eiffel fuera en realidad un polo emisor de magnetismos feromónicos?- han desarrollado todo un corpus doctoral sobre el amor y el desamor. En esos asuntos capitales ellos son nuestros maestros enciclopedistas. Cualquier duda sobre los celos, el cortejo, el poliamor, la separación, el amor libre o el vínculo matrimonial, puede resolverse en alguna conversación de su vasta filmografía. En eso, “Crónica de un amor efímero” es una película que parece dirigida por el mismísimo maestro Rohmer, aquel apolítico de derechas que decidió hablar solo de lo que ocurría justo antes y después de los coitos. 

Yo estaba -ya digo- muy predispuesto a tomar notas de esta historia entre Charlotte y Simon, ella recién divorciada y él conculcador de su matrimonio. Parisinos modernos que reciben el bip, bip, bip de la Torre Eiffel para pasárselo en grande jurando que jamás se enamorarán. El problema es que es una relación inverosímil, asesinada desde el principio por un casting disparatado. Ella, Charlotte, no es una mujer especialmente guapa, pero tiene un algo encantador e irresistible. Es alta, rubia, con la piel blanca y pecosa de las mujeres escandinavas. Carece de prejuicios sexuales y es más lista que el hambre de los lobos. Expuesta en Tinder arrasaría cantidubi entre el personal. Él, en cambio, como san Andrés, tiene cara de bobo y lo es. No tiene ni medio polvo y es bajito y cabezón. Pierde pelo y tarda siglos en desnudarse, acobardado por las circunstancias. En Tinder solo le acecharían las cincuentonas católicas y las mujeres con 25 dioptrías y muy despistadas. Lo digo por experiencia.





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Río Bravo

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Los muy cafeteros del western -y los muy cinéfilos que nunca se atreven a señalar al emperador desnudo- van diciendo por ahí que “Río Bravo” es una obra maestra del género y tal cual. No les hagan ni puto caso. “Río Bravo” es una película demasiado larga y demasiado tonta. Yo diría que en realidad es una reunión de varios amigos que estaban de vacaciones en Hollywood, y que Howard Hawks, en lugar de sacar la cámara Súper 8 de las intimidades, decidió aprovechar la francachela para rodar un muy largo largometraje. 

- Ya que estamos todos juntos -debió de pensar- nos ponemos unas ropas, levantamos unos decorados, y mira tú, ya tenemos una película para estrenar el próximo año. Tú dices: “Desenfunda, Billy”, y  tú le respondes: “Ni pensarlo, forastero”, y ya tenemos un guion para que los productores pongan algo de pasta.

El aire de “Río Bravo” es eso, familiar, distendido, como de barbacoa de los domingos. Se supone que aquí todo el mundo está jugándose el pellejo, a punto de ser mordido fatalmente por una bala, y sin embargo reinan los chistes y las borracheras, y sobre todo muchos coqueteos con la única mujer guapa a esta orilla del río Bravo, que es otro río perteneciente a la cuenca hidrográfica de Texas y estados aledaños, tan manejada al dedillo por Howard Hawks en su ancha filmografía. 

“Río Bravo” se salva de la condena porque en ella se respira autenticidad y buen rollo. Es lo que tiene que nadie actúe de verdad ante la cámara. John Wayne -al que mi padre siempre cristianizó como Jon Baine- hace de John Wayne y lo hace estupendamente. Cada vez que termino de ver una de sus películas y me incorporo del sofá, siento que durante un rato camino como él, imitando sus andares sin querer: esa desenvoltura de tipo curtido en mil batallas que a mí no me pega nada con la personalidad, y que se desvanece a los diez pasos de transitar por las calles de La Pedanía. John Wayne era un carca y un fascista, pero joder, era John Wayne, y cuando sale en pantalla es como un agujero negro con sombrero cuántico que captura todas las miradas.




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Annie Hall

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Alvy Singer habla con los espectadores en la escena inicial:

“¿Conocen este chiste? Dos señoras de edad están en un hotel de alta montaña. Y dice una: “¡Vaya, aquí la comida es realmente terrible!” Y comenta la otra: “Sí, y además las raciones son tan pequeñas”. Pues básicamente así es como me parece la vida: llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza... Y sin embargo, se acaba demasiado deprisa”.


En la librería, con Annie, comprando libros sobre la muerte:

Alvy: Tengo una visión muy pesimista de la vida. Si vamos a salir juntos debes conocerme. Yo creo que la vida está dividida en lo horrible y lo miserable. En esas dos categorías... Lo horrible son los enfermos incurables, los ciegos, los lisiados... No sé cómo pueden soportar la vida. Me parece asombroso. Y los miserables somos todos los demás. Así que al pasar por la vida deberíamos dar gracias por ser miserables. Por tener la suerte de ser miserables.


Psiquiatra: ¿Hacen el amor con frecuencia?
Alvy: Casi nunca, tal vez tres veces por semana.
Annie: Constantemente, unas tres veces a la semana.


Annie y Alvy se despiden más allá del ventanal de la cafetería:

Alvy [voz en off]: Fue magnífico volver a ver a Annie. Me di cuenta de lo maravillosa que era, y de lo divertido que era tratarla. Y recordé aquel viejo chiste, aquél, aquél del tipo que va al psiquiatra y le dice: “Doctor, mi hermano está loco. Cree que es una gallina”.  Y el doctor responde: “¿Pues por qué no lo mete en un manicomio?” Y el tipo le dice: “Lo haría, pero necesito los huevos”. Pues eso, más o menos, eso es lo que pienso sobre las relaciones humanas: son totalmente irracionales, y locas, y absurdas, pero supongo que continuamos manteniéndolas porque, la mayoría, necesitamos los huevos.

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Siento la necesidad imperiosa de reencontrarse con "Annie Hall" cada dos o tres años, en soledad o en compañía. Y me da igual lo que diga el Santo Oficio de las Moradas Indignadas. "Annie Hall" , en los que a mí respecta, es una obra maestra que no conoce el desgaste del tiempo, ni de la maledicencia. Una de las diez películas que me llevaré a la isla desierta cuando las irenes y las iones me conmuten la quema en la hoguera por el destierro de por vida.





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Doctor en Alaska. Temporada 1

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En 1999, nueve años después de que el doctor Fleischman se afincara en Alaska contra su voluntad, yo me afinqué por voluntad propia en estos pagos también perdidos de La Pedanía, tras pedir plaza en el concurso de traslados. Iba a ser un destino transitorio, una estación de paso a la espera de regresar a mi patria de León, como Fleischman esperaba regresar lo antes posible a su guarida de Nueva York. Y ya ves tú, el destino, cómo me la tenía reservada...

La sensación que tuve al aterrizar aquí fue muy parecida a la que tuvo el doctor Fleischman en el primer episodio de la serie, al descubrir Cicely a la vuelta de un recodo: saberse de pronto en el culo del mundo. Un entorno de gran belleza natural, sí, pero poblado de gentes muy ajenas a la idiosincrasia personal. Un mundo endogámico y particular, casi impenetrable, centrado sobre todo en la cosa agropecuaria, en el bricolaje hogareño y en el trasiego de alcoholes en los bares repartidos por el pueblo. 

Si el doctor Fleischman camina por los senderos de Alaska con un palo de golf porque echa de menos la vida civilizada de Nueva York, yo, por La Pedanía, en esta 24ª temporada de mis andanzas -porque mi serie nunca fue cancelada por culpa de una enfermedad o de un nuevo traslado- sigo yendo por ahí con un libro en la mochila por si me paro en un parque o en la terraza de un bar. Y un libro, en La Pedanía, es un artilugio tan estrambótico y tan fuera de contexto como un palo de golf entre las montañas y la taiga.

Hay, por supuesto, muchas diferencias entre el doctor en Alaska y el maestro en La Pedanía. Y en casi todas salgo perdiendo... Aquí, por ejemplo, no hay avionetas que piloten señoritas tan guapas como  Maggie O’Connell. Y mi clima, sin duda, es mucho más insoportable que el de Alaska. La Pedanía es un trozo de trópico que algún conquistador trajo de África o de Sudamérica y ya nunca más quiso devolver. Ýo hubiera preferido el exilio casi polar del doctor Fleichsman, entre fríos y nieves, abetos y osos grizzlies, para vivir como un semi-ermitaño en una cabaña de madera.



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Lágrimas negras

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Está visto que hay hombres que no se conforman con mujeres como Elena Anaya. Necesitan emociones fuertes y experiencias intensas. Enredarse con locas, incluso, para poner a prueba su nivel de testosterona. Están los tiburones del mar, los tiburones de la Bolsa y los tiburones del amor, y todos ellos se ahogan si se detienen. El misterio es que haya mujeres que vean venir al tiburón y lejos de huir se lancen a sus fauces. Eso también pasaba en “Norubit”, la película dirigida por Nevets Grebleips que era el mundo oceánico al revés.

“Lágrimas negras” gira alrededor de la locura diagnosticada que sufre el personaje de Ariadna Gil, pero el personaje de Fele Martínez, con sus fálicos devaneos, también manifiesta algún trastorno muy incapacitante recogido en el DSM_V. El tipo parecía una mosquita muerta, ya ves tú, y en un segundo de despiste ya lo tienes encamado con Ariadna Gil, y con Elena Anaya en el contestador pidiéndole que vuelva. Hay tipos con suerte, sí, y personajes muy mal escritos, inverosímiles de verdad. Fele no da el tipo ni de coña. Para eso pon a José Coronado o a Javier Bardem, que además tendrían una tercera amante escondida por París.

De todos modos, yo entiendo  al personaje de Fele. Once upon a time yo también me dejé arrastrar por una mujer que estaba loca de atar, aunque no estuviera diagnosticada. El pene del Homo sapiens encuentra razones que la propia razón no sabe combatir. No hay nada de sapiens en sus arrebatos, y sí mucho de erectus. Recuerdo a Jerry Seinfeld echando una partida de ajedrez contra sí mismo: a un lado, disfrazado de pene, y al otro, disfrazado de cerebro. Y el cerebro, claro, sucumbía sin plantear mucha batalla. Jaque mate en tres.

El ser humano posee un cerebro demasiado complejo, y por tanto ineficaz. Contradictorio para las cuestiones que no sean puramente tecnológicas o del mero sobrevivir. Hay exceso de cableado. Podríamos funcionar con mucho menos, pero la evolución prefirió tirar la casa por la ventana. Y claro: se producen “cruces de cables”, y cortocircuitos, chisporroteos. Hay muchas mujeres locas y muchos hombres desnortados. Y viceversa.




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