Mad Max 3: Más allá de la cúpula del trueno

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La memoria, a estas alturas, ya es un terreno tan árido como el desierto australiano donde George Miller ubicó el apocalipsis. Por culpa de la edad, y también por culpa del cambio climático, cada vez son menos los oasis verdes del recuerdo. Uno de ellos, casualmente, es la tarde en la que fuimos a ver “Mad Max 3: Más allá de la cúpula del trueno”. Recuerdo que era día de colegio, viernes de anochecida, a comienzos del curso 85-86. Recuerdo aquella tarde como si fuera ayer mismo y no sé muy bien la razón, porque la peli está bien, pero no es para tanto, y estrenos como aquel yo viví a decenas en el cine Pasaje.

Allí mi padre sólo era un empleado mal pagado, casi esclavizado, pero sus familiares gozábamos del privilegio de entrar gratis, así que yo tenía entradas para invitar a los colegas del barrio o del colegio. Ellos me enseñaban los rudimentos de la vida y yo a cambio les invitaba al cine cuando llegaba el gran estreno de la temporada. Era lo justo y lo caballeroso.

También recuerdo que hacía mucho frío aquella tarde, pero no es un dato relevante: en el León de mi infancia siempre hacía frío a partir de septiembre, y no como ahora, que ya todo es verano agobiante y otoño eternizado. Recuerdo que no habíamos visto ni la primera ni la segunda parte, y que íbamos por la calle haciendo conjeturas sobre el espectáculo que nos aguardaba. Las de Mad Max eran películas ultraviolentas que nuestros padres nunca nos habían permitido contemplar, así que el morbo se mezclaba en nosotros con la ignorancia y la expectación. Meses después recuperaríamos Mad Max I y II trasegando ilegalmente por los videoclubs. Aún faltaban treinta años para que llegara la obra maestra de la saga...

Recuerdo que cerca ya de llegar al cine, donde mi padre nos cortaría la entrada en el vestíbulo, veníamos discutiendo si Tina Turner estaba buena o no. En los avances parecía que sí, pero también éramos conscientes de su edad un poco ya sobrepasada. Cuarenta y tantos, le calculábamos, y hacíamos así con la mano, multiplicando por cinco el número de latigazos con la muñeca. Quién los pillara ahora, los cuarenta y tantos...





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Luces de la ciudad

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Con el final de “Luces de la ciudad” siempre lloro aunque no quiera. Aunque me ponga machito y active los sistemas de seguridad. Con alguien a mi lado podría contenerme, resistirme, aunque siempre habrá un estrangulamiento en la garganta que me traicione, un suspirito cabrón, una lágrima furtiva que me dejará como un tonto sentimental. Pero cuando estoy solo mis sistemas defensivos se derrumban, colapsan ante la emoción incontenible, y al final, mientras me aclaro los ojos y me sorbo los mocos, me quedo en ese extraño limbo que es la vergüenza propia acompañada de un alivio. Qué estúpidos somos los hombres, o al menos algunos hombres.

Da igual que la película sea de 1931, que sea muda, que sea cursi... ¡Aplastemos a los prejuiciosos! Porque Chaplin, eso hay que reconocerlo, en las cosas del amor era un tipo empalagoso. En otros asuntos era una mosca cojonera, un gamberro urbano siempre a la gresca con los ricachones y con los policías que los protegen. Mi héroe... Su salvación eterna consiste en que cuando se ponía cursi no lo escondía, iba a pecho descubierto, y eso nunca produce rechazo en el espectador. Y así, cuando menos te lo esperas, en "Luces de la ciudad" ya estás tú mismo tontorrón, enganchado al melodrama, conteniendo las subidas y bajadas de la respiración, que amenazan con inundarte de fluidos salinos o azucarados. 

Es muy puñetera, “Luces de la ciudad”. No hay quien resista ese final. No sé si son ellos, o la puta música, o esa cara de Charlot de payaso universal... Resbalas una y otra vez en ese romanticismo de gominola. Solo cuando ya han pasado diez minutos -y ya has recogido la cocina, y te has lavado los dientes, y te dispones a dar el último paseo al perrete- comprendes que la exciega no va a caer enamorada de Charlot. Que no habrá happy end. Que esto es un drama del copón. Quizá él confunde el sexo con el amor, pero ella, desde luego, confunde el amor con el dinero. Un minuto antes de descubrir que el vagabundo era su verdadero benefactor, ella estaba burlándose de él a carcajada limpia. No es que sea una hija de puta: es el instinto. 




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Misión Imposible: Sentencia Mortal (Parte I)

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A mitad de película tuvimos que parar porque ya nos dolía la cabeza. Yo tomé un café solo y Retoño uno con leche. Nos pusimos a hablar de lo enrevesado de la trama, pero también de lo buena que está Rebecca Ferguson, y de los ojazos que tiene Vanessa Kirby, como de muñeca japonesa del hentai. Bueno: esto del hentai lo he añadido yo. 

También salió el tema del jeto de Tom Cruise, sujeto a la osamenta por unos cirujanos cojonudos. Nos gustan mucho los pibones y nos cae muy bien el tío Tom, así que somos seguidores de la saga. Retoño es adicto desde que era pequeñín -entonces no era por los pibones, claro- y yo le sigo el rollo porque me sirven de divertimento entre tanto cine clásico y autoral.

Nos dolía la cabeza no en plan mal, de vaya mierda o de vaya rollo, sino en plan de computadora que ya no da abasto con el argumento. Yo juraría que algunas de mis neuronas se hicieron un nudo tratando de comprenderse. “Misión imposible: Sentencia mortal” es el rizo del rizo. El rizo 7.0. Y es solo la primera parte del colocón... Hace unas horas que terminó y ya no sabría muy bien cómo resumirla: está la CIA, el FMI, el MI6, unos rusos en un submarino, una IA global que se ha vuelto loca, un malo malísimo, una intermediaria de París, una asesina casi albina y una ladrona que roba sin saber lo que roba. Todos mezclan verdades con mentiras, o se ponen máscaras, o cambian de bando, y cuando ya crees que has retomado el hilo, te ponen a Rebecca Ferguson en primer plano y se te va el oremus otra vez. O te enchufan a Vanessa Kirby y te dejas llevar por otra fantasía que nada tiene que ver con la presente.

A los quince minutos regresamos a la película. En un momento de borrachera argumental, Retoño me preguntó si en algún universo paralelo me gustaría ser como Ethan Hunt: molón, resolutivo, eternamente joven, rodeado de mujerazas... Bueno: esto de rodeado de mujerazas lo he añadido yo.  Le dije no, que menuda angustia eso de levantarse todos los días sin saber de qué muerte vas a tener que escapar. Pero luego recordé que mañana, a primera hora, tengo una reunión de profesores en la que volverá a hablarse del ser y la nada. Y me arrepentí de la respuesta.






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The White Lotus. Temporada 1

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Mi historia con la 1ª temporada de “The White Lotus”:

1. Una mañana, hace meses, mientras tomo el café y husmeo en las noticias, me entero de que la serie ha ganado el Premio Emmy a la Mejor Miniserie. ¿HBO Max?: pues habrá que descargarla en la mula.

3. Me olvido del asunto.

4. Poco después, en la terraza del bar, el amigo me pregunta si ya he visto “The White Lotus”. Le digo que no. Me dice que la está viendo con su mujer y que no está nada mal. La serie, no la mujer. Que también. No le veo muy convencido. De pronto menciona que Alexandra Daddario tiene un papel. Mi amigo no ha terminado de pronunciar su apellido y ya siento un temblor en el perineo. La suerte está echada: veré “The White Lotus”.

5. Me siento a ver la serie. Parece “El exótico hotel Marigold” pero rodado en Hawai. Un rollo. Quiero desistir, pero Alexandra Daddario, cada vez que aparece, me borra las intenciones. “Es como un ángel en la playa...”, me había dicho el amigo. Tal cual. El personaje de su novio es un mentecato y yo no entiendo por qué ella sigue con él. Alexandra sería mucho más feliz conmigo, en La Pedanía, viendo las series donde ella misma participa.

6. Me planteo ver solo sus escenas, pasando las demás con el mando a distancia. Pero el montaje de la serie es muy puñetero y no lo permite. Los otros pesados se intercalan de continuo en sus aventuras. Alexandra es la mujer más hermosa del mundo, pero ella sola no compensa este sufrimiento en el sofá. Aguanto dos capítulos. Abandono. Lloro desconsolado.

7. Meses después, picado por la curiosidad, veo la 2ª temporada de la serie. Caigo rendido. Es una puta obra maestra y también sale una tía muy buena. Me planteo darle una segunda oportunidad a la 1ª. La escribió el mismo fulano. Algo tendrá. Me acuerdo mucho de Alexandra Daddario...

8. Dejo pasar la primavera y el verano, enredado en otras realidades y en otras ficciones, y me pongo a la tarea. La 1ª temporada no es como la 2ª, pero está de puta madre. Me pregunto en qué estaba yo pensando. 

9. Alexandra, al final, se queda con ese gilipollas. Es el destino fatal de las tías buenas. Va a sufrir de lo lindo. La amo.






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En el valle de Elah

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Viendo “En el valle de Elah” aprendimos que colgar una bandera del revés no es cagarte en la madre patria -al estilo de los satánicos cuando ponen la cruz bocabajo para ciscarse en Jesucristo-, sino dar un grito de ayuda en el campo de batalla. Tommy Lee Jones nos explicó que las banderas se izan así cuando el ejército está sitiado y pide refuerzos a los amigos, o clemencia a los enemigos. O cuando un ciudadano está transitoriamente decepcionado con su país -como le pasa a él al terminar la película- y quiere que los vecinos tengan conocimiento de su cabreo.

Está bien saberlo. Pero eso, claro, solo funciona con las banderas de diseño asimétrico, como la norteamericana de Tommy Lee, con ese rincón estrellado que rompe la monotonía de las barras. También funcionaría con la bandera Australia o de Nueva Zelanda, se me ocurre a vuelapluma. O en Uruguay. Pero no en Japón, por ejemplo, con ese sol rojo que siempre estaría en mitad del amanecer. Y tampoco en España, porque si a la bandera le quitas el escudo del águila o el perifollo constitucional -que vienen a ser más o menos lo mismo en lo simbólico- la dejas simétrica de sí misma con los colores de los borbones. 

Lo digo porque los fachas, en estos días tan convulsos, están sacando sus rojigualdas al balcón para ponerlas del revés y así emitir un grito de socorro a los caballeros andantes o a las potencias extranjeras. Más bien a los generales del ejército, a ver si se dejan bigotón y se atreven a sacar los tanques por las calles. Según los fachas, la patria se rompe, se devora a sí misma, y además hay unos bolcheviques en el Parlamento que quieren convertirlo en una cheka para fusilar a mansalva y luego subir los impuestos a los ricos, que es todavía mucho peor. 

No sé. A mí me da igual. Yo no tengo ninguna bandera en mi balcón. Una vez pensé en poner la bandera republicana -que es la única legítima- pero luego pensé que vendrían los fachas del pueblo a apedrearme las ventanas. Así que un lío. Prefiero llevarla dentro de mi corazón. 

Lo que sí voy a hacer, después de ver la peli, es colgar un póster de Charlize Theron desmaquillada en mi habitación. Y no del revés, claro. Bien derecha. A mis años, sí. 





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Crash

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En Los Ángeles la gente se conoce chocando con sus coches. Es una cosa cultural y muy llamativa. Allí es imposible conocerse en las aceras, topando como seres civilizados que desparraman los folios o enredan a los perros por las correas, porque nadie en realidad camina por la ciudad. Las aceras sólo existen para acceder a los inmuebles. Es más: si vas en autobús la gente se ríe de ti, y si vas caminando, te para la policía para saber si eres un agente comunista o un subversivo que contamina el medio ambiente con la goma de tus suelas. 

Es por eso -porque todas sus historias empiezan con un coche accidentado- que la película de Paul Haggis se titula “Crash” -hostiazo, en castellano- como también se titulaba “Crash” aquella otra de David Cronenberg en la que un grupo de tarados chocaban adrede y de manera frontal para excitarse sexualmente entre los hierros retorcidos y los huesos fracturados. Esta otra “Crash” que nos ocupa es más suave, más de andar por casa, y por eso llegó a ganar un Oscar antes de caer totalmente en el olvido. En esta película los grandes amores y los grandes odios nacen siempre de un modo involuntario: de un alcance por detrás o de un derrape en la autopista. Es un método infalible para ligar, ahora que lo pienso: localizas al objeto de tu amor, provocas un pequeño incidente de tráfico, y de las disculpas y del intercambio de datos puede que surja la chispa del romance. Pero hay que ir con cuidado, porque si el accidente es demasiado violento puede que la chispa encienda la gasolina del motor contigo dentro, atrapado por el cinturón de seguridad.

“Crash” es una película sobre el racismo. Es decir, sobre el clasismo, porque el racismo no existe. Sidney Poitier era admitido en la familia de “Adivina quién viene esta noche” no por ser negro, sino por ser médico. Los magrebíes que cruzan la valla de Melilla son moros; los jeques que aparcan sus yates en Marbella, árabes. Es la aporofobia, estúpido. Hay mucha gentuza que solo busca excusas para sentirse superior en la pirámide social. Para justificar una mirada que vaya por encima del hombro. El color de piel suele ser la más socorrida. 





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¡Qué verde era mi valle!

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Ni el valle es verde ni el cabello de Maureen O´Hara es pelirrojo. ¿Una estafa? Pues no: sucede que la película está rodada en blanco y negro y que los colores los tenemos que imaginar. Todos menos el gris de los cielos, y el negro del carbón, que serían los mismos en colorines. ¿Sería correcto colorear la película como proponía el archimalvado de Ted Turner? Mira...: al próximo que vuelva a insinuarlo lo metemos en el ascensor de la mina y lo dejamos a mil metros de profundidad hasta que rectifique su taradez.

Lo de que el valle no sea verde lo puedo perdonar; lo del cabello ceniciento de Maureen O’Hara ya no tanto. Yo también estoy enamorado de Angharad -no te jode- y no me gusta verla con el cabello apagado mientras ese pastor protestante la disfruta en Technicolor. Para él la explosión de la naturaleza y para mí la sombra en la caverna de Platón. No lo veo justo. 

Por lo demás, “¡Qué verde era mi valle!” es una película estimable, cojonuda, aunque no tanto como aseguran los johnfordianos. Hay cosas que conmueven y otras que ya producen un poco de rubor. Pero va, venga, peccata minuta.. Lo más fascinante -aparte de la belleza de Maureen O`Hara, a la que hoy no dudo en proclamar la mujer de mi vida- es esa manera de narrar que tenía John Ford. ¡Es la economía, estúpido!: contar cosas muy complejas en apenas tres planos encadenados, sin necesidad de rodar cosas dislocadas ni de acuchillarlas luego en el montaje.

La sangre de los mineros es roja como la bandera de la revolución, y aunque en la película parezca tinta de calamar, nos indigna del mismo modo al derramarse. El patriarca de los Morgan clama indignado: “¡Socialismo!”, cuando sus hijos le explican que van a montar un sindicato para protestar por el sueldo de mierda y por las condiciones indignas de seguridad. Pero el patriarca de los Morgan es un tipo muy simple que identifica el color rojo con el diablo. El tonto útil de los curas... Te pasas toda la película deseándole lo peor, aunque John Ford trate de vendernos su bonhomía. Pero al final llega el karma, o el mismísimo diablo, a poner un poco de calma en nuestros corazones.







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Barbie

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“Me olía que era una majadería, pero confirmado”. Lo dice Carlos Boyero en la cortinilla de su programa en la SER, y yo lo repito cada vez que me enfrento a una película que no tenía ganas de ver -al menos Boyero las ve porque le pagan, mientras que yo las veo porque soy gilipollas- y a la media hora me doy cuenta de que, en efecto, tenía que haber elegido otra película. Que el bodrio no merecía la pena ni siquiera por curiosidad; ni siquiera por tener un alimento que llevarme a la boca y luego defecarlo con estos dedos, sobre este teclado, para cumplir el castigo que los dioses me impusieron. 

Larga es mi condena, en virtud de mis muchos y graves pecados. Entre ellos, según Greta Gerwig, el de ser hombre.

“Barbie” es una majadería. Y si solo fuera una majadería, pues mira, cada uno con sus gustos. Si sirve para hacer feliz a las mujeres que en su día jugaron con las Barbies y esperan recobrar un pedacito de su niñez... Nada que objetar. Mi hermana tenía una Barbie que le regaló no sé quién -seguro que mis padres no, porque era una muñeca muy cara- y yo la recuerdo siempre desnuda -a la Barbie-, en la caja de los juguetes, levantándome los primeras y confusas turbiedades. Cuando me enteré de que Margot Robbie hacía de Barbie en la película me dije: “A ver si hay suerte...”. 

Pero “Barbie” no es solo una memez diseñada para nostálgicas. “Barbie” es otro ajuste de cuentas con los hombres. La enésima causa general. Me imagino que Pam y sus secuaces -¿secuazas?- aplaudían con las orejas en el cine. Y uno, la verdad, ya empieza a estar cansado. Yo les aseguro que el 95% de los hombres son tipos majos y decentes. Los conozco muy bien porque me muevo entre ellos. Es verdad que llevamos todo el día una película porno en la cabeza, pero casi siempre disimulamos de puta madre y nos comportamos con mucho decoro. Quedan varios cavernícolas entre nosotros, es verdad, pero les juro que afeamos sus conductas y no quedamos con ellos para beber. Todos los bien nacidos estábamos con el feminismo hasta que se convirtió en misandria y revanchismo. Los hombres somos muy simples, pero no merecemos ser tratados como monos. Jolín. 




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