El dilema de las redes sociales

 

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Si no pagas por el producto, tú eres el producto. Lo dicen al principio del documental, gentes muy sabias que trabajaron en Facebook, en Instagram, en YouTube. Que saben lo que dicen porque ellos parieron el invento o desarrollaron su complejidad. Y nosotros, la verdad, es que no pagamos por el producto. Encendemos el ordenador o desbloqueamos el teléfono y nadie nos cobra por entrar en el parque de atracciones. Así que somos el producto. Somos la mercancía que se compra y que se vende. La mierda danzante y cantante del mundo, que dijo Tyler Durden. Es un mecanismo más simple que un pirulí. Una verdad tan evidente que, cuando la piensas, dan ganas de darse un palmetazo en la frente y exclamar: “Qué estúpido he sido, ¿cómo no se me había ocurrido esto?”, como hizo Thomas H. Huxley cuando leyó El origen de las especies y comprendió de súbito que todos éramos bonobos sin pelo.




    Lo que se compra y lo que se vende en internet es nuestra atención, nuestro tiempo, para que las empresas nos fijen en el punto de mira y nos disparen un anuncio. De un tiro certero, o a perdigonazos. Hace años que no vemos una película sin interrupciones, que no leemos treinta páginas seguidas de un libro. Qué digo, treinta páginas: quince ya son todo un homenaje a la antigua concentración. Ya no conversamos con nadie sin consultar la pantalla, sin decir “espera un momento”, sin atender un algo electrónico y urgentísimo que en realidad casi nunca lo es. Nos han… abducido. Han esparcido la tecnología como antes esparcieron la droga por los barrios. Nos han secuestrado el espíritu, y lo cierto es que nos lo hemos dejado secuestrar tan ricamente. Sin darnos cuenta, o dándonos cuenta, pero encogiéndonos de hombros. Porque a corto plazo la satisfacción es inmediata: mujeres muy atractivas le ponen un like a nuestras publicaciones; políticos de nuestra cuerda denuncian la realidad cruda de los hechos; Messi se ha retirado con molestias del entrenamiento y quizá no nos destroce el próximo domingo. Así es como nos mantienen todo el día en vilo: nos seducen los genitales, nos regalan el oído, nos prometen el paraíso… Y luego, por supuesto, llega la realidad y el bajonazo. 


    Pero al día siguiente los expertos vuelven a poner otro anzuelo, y nosotros volvemos a picar. Es un bucle difícil de romper. Somos débiles, y nos pueden los instintos. Somos primarios que te cagas. Habría que tirar el teléfono móvil ya mismo, por la ventana, o por el puente. Pero no hay huevos. Y además hay que comer.