Decálogo I

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Esto que he visto en Decálogo I es la historia macabra que nos contaban algunos curas en el colegio, relamiéndose de gusto. La mismica. Su sueño húmedo -bueno, uno de ellos- hecho realidad. Que le cayera un rayo en la cabeza al niño que duda de Dios y no reza el “Jesusito de mi vida” antes de irse a dormir. Un castigo ejemplar.

    (“Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, tómalo, tómalo, es tuyo, mío no...”, con aquellos golpes en el pecho que nos dábamos los niños píos. Hay que joderse, las cosas que hizo uno de pequeño en su camita de León, medio rutinario y medio cagado de miedo, hasta que nos sacamos el veneno soñando con las bellas muchachas en flor).

    Y quien dice un rayo en la cabeza, dice caerse a un lago y morir congelado en las afueras  de Varsovia, como le pasa a este chaval de Decálogo I, el niño superdotado que resuelve problemas de física en un ordenador de 1989, y que juega al ajedrez tan de puta madre que le gana una partida simultánea a la campeona de Polonia. Un chaval que antes de tener pelusilla en el bigote, y pelillos en los huevos, ya se pregunta por el sentido de la vida y duda de la existencia del alma. “Pues que te den, niño ateo, no haber jugado con fuego”, hubieran exclamado algunos que daban la clase de religión, furibundos perdidos, con el VHS puesto en marcha en la sala de audiovisuales. Ay, si Kieslowski hubiera rodado este panfleto vaticano antes de 1989, y hubiera caído en manos maristas por recomendación de algún colega polaco, como instrumento evangélico de primera categoría, que hasta sale Jota Pedos en algún fotograma, con sonrisa beatífica, para encandilar a los niños buenos.

“Y es que fuera de Dios todo son tinieblas y desgracias, llantos de ojos, y crujir de dientes”, nos hubiera dicho, por ejemplo, el padre Bernardo que se reía socarronamente cuando un famoso ateo moría en los telediarios. “No me gustaría estar ahora en su pellejo...”, decía, como un caníbal atento al fuego de la olla.