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A los hombres del montón, las mujeres siempre nos han venido
de cero en cero, o de una en una, y jamás nos hemos visto en ese dilema -al parecer
muy estresante, de necesitar incluso un psicoanalista- de tener que elegir
entre dos mujeres que se interesan y rivalizan al mismo tiempo. Un postureo
depresivo que no se entiende muy bien, la verdad, ni en la película ni en la
realidad, porque el hombre así requerido no suele ser agasajado por dos mujeres
cualesquiera, además, sino por lo mejor de cada ecosistema, una rubia y una
morena, o las dos rubias, e incluso alguna pelirroja, que ya son harina de otro
costal.
Es por eso que uno, arrellanado en su sofá, en este ciclo Woody
Allen que me está saliendo los viernes por la noche, no termina de entrar en la
trama de Todo lo demás, aunque de vez en cuando la película te haga
sonreír, y te saque unas actrices que jodó petaca, como decíamos de chavales en
León, jodó petaca, para exclamar ante las bellezas que mostraba la vida. Qué
más quisiera uno, ay, que empatizar con el personaje de Jason Biggs para enseñarle
a resolver ecuaciones de segundo grado, con dos incógnitas igual de seductoras
para despejar. Pero uno es lo que es, como cantaba Serrat, y nunca ha sabido
resolver nada más complejo que una ecuación de primer grado, con su única X
impepinable. (Y la de veces, pienso
ahora, que me habrán despejado a mí las mujeres guapas, de un matemático
puntapié, en sus ecuaciones de múltiples incógnitas que las sueñan…)
Un huevo metafórico, hubiera dado yo en la mocedad, por vivir
esa desventura de Jason Biggs en la película, ese quilombo, ese martirio, esa
duda existencial de tener que elegir entre las neoyorquinas más atractivas que
corretean por Central Park. Ya no sólo por el orgullo, por la hombría
satisfecha, sino por poder darle un buen consejo al chaval, una sapiencia de buenorro
curtido y veterano, y decirle, lo primero, antes que nada, que deje de hacer el
panoli con esa manipuladora de Christina Ricci, y que se vaya -¡pero en qué cojones
está pensando!- con esa chica llamada Connie que es, jodó petaca, más guapa que
un ángel del Señor, y que además lee sus mismos libros, y escucha sus mismos
discos, y frecuenta sus mismas galerías de arte, allá en la 7ª Avenida de los
neoyorquinos.
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