Memento

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Esto de la amnesia anterógrada -que no seas capaz de consolidar los recuerdos inmediatos y cada cinco minutos te sobresaltes pensando “¿Dónde narices estoy?”, o “¿Quién coño eres tú?”-  parece una cosa de las películas, y de los manuales de psiquiatría. Enredos de Christopher Nolan, y curiosidades de Oliver Sacks. Pero sospecho que en la vida real se da mucho más de lo que pensamos. Lo que pasa es que quien la padece aprende a disimular, a poner caras de póker o sonrisas enigmáticas, y sólo los más íntimos saben el alcance de su dolencia. “Recuerda a Sammy Jankis...”.

Yo, en cierto modo, también soy un amnésico anterógrado, pero sólo hasta las once o doce de la mañana. Hasta que tomo el tercer café y despierto al mundo, y a las gentes, y entonces ya sí, ya soy capaz de retener en la memoria los encargos que me hacen, las recomendaciones, lo que me dijeron que corría mucha prisa y yo dije que por supuesto, que ahora mismo, que oído cocina, pero que a los dos minutos  -como le pasa a Guy Pierce en “Memento”- se me había ido por el sumidero del olvido.

Pero yo no hablo de amnésicos transitorios, sino de amnésicos de verdad, de esos que quedan en llamarte y luego nunca te llaman. Pero no por descortesía, ni por un quedar bien, que es el lubricante del mundo civilizado, sino porque son realmente gente con un problema en el hipocampo. Gentes -todos los conocemos- que cuelgan el teléfono o tuercen la esquina y en un minuto ya te han olvidado por completo, como si nunca hubieras existido. El otro día, sin ir más lejos, una señorita de buen ver me llamó por teléfono, mantuvimos una agradable conversación y al terminar me dijo que volvería a llamarme por la tarde. Que quería saber más cosas de mí... Que me enviaría un whatsapp para confirmar que yo estaba online... Que chao, que no te olvides, que se lo había pasado pipa... Eso fue hace un mes y sigo esperando. Sin embargo, en la red, le sigue poniendo corazones a cosas que yo escribo. Juraría que cada vez que lo hace se pregunta: “¿Quién es este tipo?”.