Cita a ciegas

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En los tiempos medievales, cuando ligabas por internet, lo único que te enseñaban antes de la primera cita era un retrato de la susodicha, o del susodicho, que había que traer a caballo desde muy lejos. Casi salía más caro el viaje que el encargo, y por eso solo los príncipes, y las princesas, se permitían tales dispendios prenupciales. De todos modos, el retrato nunca era de fiar, porque dependía de la pericia del pintor, y de su integridad profesional, y al final siempre llegabas a la cita lleno de dudas, a ciegas, como en la película, sin saber muy bien qué ibas a encontrarte cuando él se quitara el yelmo, o ella descendiera de la carroza.

Luego las ciencias adelantaron que fue una barbaridad, pero en realidad, en 1987, cuando Blake Edwards rodó “Cita a ciegas”, había que seguir confiando en una foto de encargo para saber si la mujer iba a dejarte patidifuso, o el hombre subyugada. Si el amigo no traía una foto en su cartera nunca acababas de confiar en lo que te decía: que es majísima, que es guapísima, que ya verás, que yo no te miento...  Es lo que le pasa a Bruce Willis durante el primer cuarto de hora de película, que así, a pelo, sin Tinder, ni Meetic, ni otras apps del ligoteo, se presenta a la cita pensando que le están engañando como a un bobo, y que allí, arreglándose tras la puerta del baño, no le espera una mujer como Kim Basinger, sino una como Basinger Kim, némesis de su belleza.

En el siglo XXI ya todos somos humanos con apps en el bolsillo, pero en este asunto capital (quizá el más capital de todos, pues te juegas la descendencia o la soledad) seguimos presentándonos en la cafetería igual de dubitativos  Las primeras citas son tan ciegas y aleatorias como cuando entroncaban los Borbones con los Austrias, o los Windsor con los Saboya. Nada es seguro. La foto de la que caíste enamorado, o enamorada, puede ser de otra persona; puede ser viejísima; puede estar manipulada; puede ser incluso de una hija...  A mí ya me ha pasado de todo.