Cowboys de ciudad

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Hay una canción de Javier Krahe que se titula “La Yeti”. Va de un hombre que huye de Mari Pepa, su exnovia, por razones que no se explican en los versos, y “que puesto a poner tierra de por medio, y ya puestos a poner, se enroló en un grupo de alpinistas que iban para el Everest”.

Es justo lo mismo que le pasa a Billy Cristal en “Cowboys de ciudad”, que necesita poner tierra de por medio con Mary Joseph, su mujer. No es que se lleven mal, pero algo no funciona en el matrimonio. Básicamente que Billy acaba de cumplir los cuarenta años y no soporta la rebelión silenciosa de sus vellosidades. Se le caen los pelos de la cabeza, pero le nacen otros nuevos en las orejas, y le salen algunos como escarpias por la espalda. Welcome, Billy...

Y entre eso,  y que el trabajo le aburre, y que los hijos ya pasan de él como de una figura decorativa, la cosa es que la cosa ya no se levanta y eso va abriendo una zanja en el lecho conyugal. Los americanos, para eso, son muy sanotes y muy remirados. Un día sin sexo vale, dos pasa, tres qué le vamos a hacer... Pero no hay matrimonio feliz que resista mucho tiempo tal inactividad.

Así que Billy, para poner fin a la crisis, decide tirar por las bravas del Río Bravo. Para qué dejarse un pastizal -se pregunta- en psiquiatras de Nueva York pudiendo viajar a la esencia del macho americano, del hombre Marlboro, en algún rancho perdido de Nuevo México. Para qué el diván y las asociaciones libres, de resultados siempre tan escurridizos, teniendo a mano el látigo y la cuerda, y un rebaño de cornamentas que bajar del monte a los pastos. Por qué rebajarse a la categoría de Woody Allen pudiendo ser John Wayne en el oeste americano. No puede haber mayor chute de testosterona.

“Cuando todo da lo mismo, por qué no hacer alpinismo”, remataba el personaje de Javier Krahe. O meterse a cowboy. Es igual. En los tiempos del desamor todo vale para el olvido.