Las películas y las
series de televisión son como las misas de los católicos: las hay de domingo y de
fiesta de guardar, que son las obligatorias para encontrar la salvación, y luego
las hay optativas, de jornada laboral, para encontrar la paz cuando se nos
tuerce el humor o compramos algo innecesario en las rebajas.
“Breaking Bad” fue una
eucaristía inolvidable, quizá la más sagrada de cuantas se han oficiado en ese
pequeño templo que es mi salón, con la tele coronando el altar y mi sofá haciendo
de banco del parroquiano. Y mis películas, por las estanterías, alumbrando al
dios Heisenberg cuando este se materializaba para cocinar meta con la
pericia de un alquimista y almacenar fajos de billetes con la avaricia de un usurero.
Las andanzas de Walter White se quedaron en el imaginario colectivo porque
todos somos un poco como él, ciudadanos anónimos con un talento oculto, y con
un orgullo amordazado, y la estampa del traficante en las camisetas ya es
iconografía de nuestro tiempo y del tiempo que vendrá.
De “Breaking Bad”, como
del cerdo, lo aprovechamos casi todo, y con sus cien recovecos y sus cien
interpretaciones yo rellené larguísimas conversaciones con el hijo y con los
amigos, y ahora con T., que acaba de ser bautizada en la fe de los Gilliguianos.
Ayer, para celebrar su entrada en nuestra iglesia, vimos juntos “El camino: una película de Breaking Bad”, ella por vez primera y yo por ganas de acompañarla; y así, por nuestra santa voluntad, convertimos un miércoles cualquiera, laborable y tristón, en una misa de domingo preceptiva. En un Día del Señor por todo lo alto, con ornamentos florales y cánticos de ceremonia.
Habíamos dejado a Jesse Pinkman huyendo en su
coche destartalado, escapando de la balacera, gritando al mismo tiempo por la
alegría de vivir y por el miedo a seguir muriendo en otra desventura. Jesse
sueña con irse a Alaska, y con perderse entre los muchos fracasados de otras
películas que allí viven una segunda oportunidad. Pero para eso necesita lo de
siempre, y lo de todos: dinero.
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