Joel

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Uno de los comportamientos más extraños y menos animales del ser humano es la adopción de una criatura que no pertenece a nuestra sangre, que no lleva ninguno de nuestros genes. Dedicar tiempos, recursos, desvelos, al hijo de dos fulanos que nunca conociste y que seguramente nunca conocerás. Hacerle tuyo, entregarle la vida, convertirlo en heredero... Colgarle el apellido glorioso o ignominioso de tus antepasados.

Luego es verdad que hay hijos propios como cuervos e hijos adoptados como perretes. La sangre propia no garantiza nada: los hijos de la biología son tan impredecibles como los hijos de la legalidad. Ellos también son una lotería absoluta, un disparo al azar entre el fusil de los espermatozoides y la diana de las ovulaciones. Hay hijos biológicos tan extraños que a veces no los reconoces, e hijos adoptados tan afines que es como si los hubieras parido de verdad. Es un misterio. Más bien una absoluta casualidad.

Pero aun así, de entrada, la adopción tiene algo de comportamiento no evolutivo. Y además hay que asumir el riesgo de que el niño no sea como tú esperabas. Que no sume, sino que reste, como el polluelo del cuco. El temor a que la ilusión de los primeros días se transforme poco a poco en un arrepentimiento. Que el acto generoso se vuelva contra ti como un boomerang de los dioses traviesos. No suele suceder, pero a veces pasa. Yo conocí un caso muy sonado en La Pedanía, de casi salir en los periódicos. Y en esta película, Joel, el pequeñajo de la timidez extrema y de la cara inexpresiva, también amenaza con destruir el ecosistema familiar. Donde antes había un matrimonio bien avenido, casi sin fisuras, con la economía resuelta y los talantes acomodados, de pronto se abre una falla en mitad del pasillo como en “La guerra de los Rose”. Poca cosa, de momento, pero ya tarea para los albañiles matrimoniales que son los psicólogos y los terapeutas, los opinadores en general.

Joel iba a traer la cuadratura del círculo y de momento solo es un álgebra por resolver.