El loco del pelo rojo

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A la salida del Museo Van Gogh, en Ámsterdam, pasan por una pantalla todas las recreaciones que el pintor ha tenido a lo largo de nuestra vida de espectadores. Sale un minion con la oreja vendada, y Martin Scorsese en su papel de “Los sueños”, y  la recreación por ordenador que hicieron de Van Gogh en “Loving Vincent”. Sale hasta Willie, el de “Los Simpson”, que no necesita ninguna caracterización porque ya se parece un huevo de por sí, con el pelo pajizo y la mirada de enajenado. Willie, a su modo, también crea arte segando la hierba del colegio, dibujando arabescos y abstracciones que solo Lisa Simpson sabe apreciar por las mañanas.

De todas las recreaciones de Van Gogh que allí se ven, la más famosa, sin duda, es la de Kirk Douglas en “El loco del pelo rojo”. O, al menos, es la más famosa entre los cincuentones como yo, que vimos la película en la tele de nuestra infancia y ya nos quedamos para siempre con la cara del personaje. Para mí Van Gogh es Kirk Douglas y punto pelota. Incluso cuando paseas por el museo y contemplas los autorretratos del pintor -todos parecidos, pero todos diferentes- hay una pequeña parte del cerebro que espera encontrarse en cualquier rincón con la cara de Kirk Douglas para hallar la paz de una pincelada definitiva.

T. y yo pasamos la mañana en el museo, la tarde en los canales, y luego, por la noche, en el hotel, nos pusimos a ver “El loco del pelo rojo” en una versión subtitulada que el wifi de los holandeses, tan europeo y tan moderno, descargó en un santiamén en mi ordenador. La película, la verdad, es una castaña. La sostienen Kirk Douglas y su parecido sorprendente. Lo otro es diálogo engolado y decorados de cartón piedra. Solo cuando aparece Anthony Quinn aquello toma un vigor y un resoplar, como de viento de la Martinica. T. y yo pensábamos profundizar en el personaje de Van Gogh después de la “museum experience” y nos quedamos más o menos como estábamos. Terminamos concluyendo que a Vincent le hubiera venido de perlas un tratamiento con litio. Quizá no hubiera pintado lo que pintó, pero hubiera llevado la vida que siempre soñó, recostado entre los trigales.