El bazar de las sorpresas

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Antes de que los americanos inventaran Tinder o Meetic, los corazones solitarios que no iban a bailar se conocían en las agencias matrimoniales, que eran las oficinas de empleo para el amor. “Hombre formal busca mujer limpia y cariñosa para fines serios...”. 

Recuerdo que en León había una oficina medio clandestina allá por la Gran Vía de San Marcos, que entonces se llamaba Avenida de José Antonio. Nunca entré en aquel portal porque nunca lo necesité: primero porque me casé demasiado pronto, y luego, cuando me descasé, porque la revolución del amor ya había llegado a los ordenadores y a los teléfonos móviles. Ahora es tan sencillo como responder a unas cuantas preguntas, subir una foto y sacar la tarjeta de crédito de la cartera. Tan complicado como encontrar una aguja en un pajar, una media naranja en el limonar, un arquero de Cupido que no dispare borracho hasta las trancas. 

A mi hijo le hablo de aquellas empresas de colocación y todo le suena a chino mandarino, como una cosa analógica y preindustrial. Así que ya no le cuento que antes de las agencias matrimoniales existieron los anuncios por palabras en los periódicos y en las revistas. “Caballero viudo con buenos ingresos busca mujer hacendosa para emprender una nueva vida en común...” Te buscabas un pseudónimo, consignabas un apartado de correos y rebuscabas en “Las 1001 mejores poesías del castellano” alguna que no estuviera demasiado resobada.

Así es como se conocen, por ejemplo, James Stewart y Margaret Sullavan en “El bazar de las sorpresas”, enviándose cartas donde ambos demuestran su sensibilidad y su inteligencia. Y, sobre todo, su disposición para enamorarse. “Llevaré un clavel en el ojal y un tomo de Ana Karenina en el regazo...”. Lo típico, vamos. 

Ellos, sin embargo, no saben que ya se conocen en la vida real. Es más: que son compañeros de trabajo y que se tienen un asco muy educado y distante. Y es que la literatura, como nos pasa a todos, les embellece y les disimula. Cuando escribimos cosas bonitas no estamos mostrando el alma verdadera, sino engatusando al personal.