Ninotchka

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Siendo yo muchacho, en León, en la Academia Cinematográfica de los Jóvenes Comunistas -la añorada ACJC- los comisarios políticos nos enseñaban que la camarada Yakushova era una traidora a los ideales del Partido. Ninotchka, la mujer, era un mal ejemplo para los jóvenes en formación; así que “Ninotchka”, la película, formaba parte del Índice de Películas no Censuradas pero sí Muy Poco Recomendables. El también añorado IPC-MPR...

Los maestros bolcheviques no eran como los inquisidores de los católicos: ellos no nos prohibían, pero sí desviaban nuestra atención, o nos advertían de los peligros. “Ninotchka”, en caso de que algún día cayéramos en la tentación, había que verla junto a un adulto que nos ayudara a digerir tamaño delito de sedición. Un comunista veterano que nos secara las lágrimas, que apaciguara nuestra ira, que nos consolara con la historia de alguien que hizo el viaje contrario en el mapa ideológico de Europa: alguna tovarich que pudiendo vivir como una princesa en París se decantó por compartir habitación con cuatro camaradas en el invierno de Moscú.

Pero yo, ay, no tenía adultos comunistas con los que ver “Ninotchka”, porque en mi familia todo el mundo era anarquista o simpatizante de Fraga Iribarne -los malditos extremos ideológicos. Y además, Carlos Pumares, en la reaccionaria Antena 3 radio, insistía en que la película de Lubitsch era una obra maestra que ningún cinéfilo, comunista o no, debía perderse. Así que una noche -supongo que en algún ciclo exquisito de La 2- cedí al vicio solitario de su luminosa contemplación. 

Y tengo que decir que nuestros maestros tenían razón: porque ver “Ninotchka” sin la guía de un adulto introdujo en mí la primera sombra de una duda. ¿Fue entonces cuando dejé de ser un católico soviético romano para convertirme en el socialdemócrata escandinavo que aún sigo siendo? Puede ser. Esa noche descubrí que yo era cinéfilo antes que comunista, y enamoradizo, antes que censor. Sentí, en los adentros insondables pero muy verdaderos de la tripa, que la camarada Yakushova había hecho lo correcto abandonando su patria para echarse en brazos de su amante. Entre el amor y la Revolución, lo correcto es elegir siempre el revolcón.