Salvad al tigre

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Yo envidio mucho a los agentes comerciales porque no sería capaz de vender una Coca-Cola en el desierto. Para ganarse la vida de comercial hay que tener mucho carácter, o mucha jeta, y yo no tengo ninguna de las dos cosas. Al final siempre me podría la pereza o la timidez. O el nihilismo sobre cualquier afán. Si hubiera tenido que alimentar a mi hijo vendiendo seguros por las puertas o bienes inmuebles por las agencias -o colecciones de ropa como en “Salvad al tigre”- al pobre se lo hubieran tenido que llevar los servicios sociales para no morir de inanición. 

Los vendedores como Harry Stoner para mí son seres humanos excepcionales, casi rayando lo extraterrestre. Luego es verdad que la mayoría son unos liantes, unos aprovechados que te calan a la primera y te  endilgan un producto defectuoso o una cosa que no necesitabas. Pero yo de mayor querría ser como ellos: esa presencia, esa determinación, ese rollo que se gastan...

En “Salvad al tigre”, Harry Stoner está cerca de cumplir los 50 años y su mundo empieza a desmoronarse. Su empresa ya no vende y su pito ya no se levanta. O solo se levanta estimulado por bellas jovencitas, lo que viene a llamarse en medicina “pitopausia selectiva”. Harry, además, padece un estrés postraumático que ya le dura treinta años -y lo que te rondaré morena- de cuando salvó la vida por los pelos en la II Guerra Mundial. Yo, en cambio, que soy un funcionario acomodado, no tengo ninguna empresa que sostener, ni padezco -gracias a los dioses- ninguna variante de la pitopausia, ni he tenido que jugarme la vida en ninguna guerra comercial promovida por el IBEX 35. Con algunos años más que Harry Stoner, creo que estoy, sinceramente, un poco mejor que él. No tan guapete, ni tan peripuesto, porque me visto con cualquier cosa y me afeito de cualquier manera. Pero menos estresado, eso sí, alejado del tabaco y de los whiskazos. Y de la competencia diaria por sobrevivir en la selva de los tigres.