La zona de interés

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Los hijos de puta, al no ser capaces de clonarse a sí mismos como las bacterias, necesitan la reproducción sexual para dejar en el mundo sus genes de la hijaputez. Parece una obviedad, pero a veces se nos olvida. Los psicópatas como Rudolf Hoss ya se habrían extinguido en tiempos del australopiteco si no hubieran encontrado australopitecas fascinadas por su falta de escrúpulos y por su cachiporra último modelo, recién importada de Atapuerca. 

Y viceversa, claro. Si Rudolf Hoss encontró una pareja sexual que se sacude las cenizas de los judíos como quien se sacude los pelos del perrete, ella, la tal Hedwig Hensel, también encontró su espermatozoide ideal en un sádico que ascendió dentro de las SS gracias a su eficacia funcionarial. Dios los cría y ellos se juntan.

Digo esto porque me parece injusto que Rudolf Hoss fuera ahorcado en 1947 -justo al lado de su chalet de tres pisos con vistas al crematorio- y que a su señora, tan enamorada de él que le delató para no verse deportada a Siberia, se le permitiera afincarse en Norteamérica para morir plácidamente en 1989. Decía mi abuela que tanto peca el que mata como el que tira de la pata. Rudolf y Hedwig (que son pareja, residentes en Auschwitz y han venido al “Un, dos, tres” para conseguir unas dobles ventanas que les aíslen del ruido de la factoría y de los gritos del vecindario) son el mismo monstruo moral que yo no acierto a distinguir. 

La escena más terrible de la película es ésa en la que Hedwig, enfadada con su criada judía porque le ha puesto la taza torcida sobre la mesa, le suelta:

- Podría hacer que mi esposo esparza tus cenizas en los campos de Babice. 

Como diciendo: si al final destinan a Rudolf a otro lugar, yo misma podría encargarme del holocausto mientras viene el sustituto de Berlín.


(Se me ocurre un remake a la española de "La zona de interés": la presidenta fascistoide de una comunidad autónoma vive en un piso de lujo frente a una residencia de ancianos bloqueada, en tiempos del COVID).