Veneno

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Mi tío coincidía a veces con la Veneno en el Mercadona de la plaza de la Remonta, allá por los Madriles. Corrían los años noventa y es como si ahora te encontraras con Chenoa o con Ester Expósito en la cola del DIA (bueno, las famosas ya nunca compran en el DIA).

Mi tío era cura obrero, sacerdorte de tropa, y nunca nos explicó si él veía el Mississippi a escondidas o si se había enterado de quién era la Veneno por las beatas de la parroquia. A saber, porque aquel cura era rara avis para bien. No un tunante, pero sí un teólogo de la liberación, y casi de la liberalidad. Si en los años noventa se hubiera proclamado la III República yo hubiera intercedido por él ante las milicias de la FAI. 

No sé si este lejano parentesco mío con la Veneno entraría en la teoría de los seis grados de separación. Y si, en caso de entrar, serían dos o tres los que me separaron entonces de sus andares. Da igual. Recuerdo que una vez nos tomamos unas cañas en la Remonta sólo para ver si la veíamos pasar, aunque a mí, la verdad, vestida para sus cosas del día a día, sin sus trajes y no-trajes de putón verbenero, me hubiera costado mucho reconocerla. Yo sabía quién era, claro, pero no veía su programa de la tele. No tenía memorizados los rasgos de su cara ambivalente. Sin pintar, sin maquillar, vestida para comprar el gazpacho de Hacendado y el jamón york para cenar, para mí hubiera sido como cualquier otra vecina de la barriada.

No hay que ser Thelma Schoonmaker para darse cuenta de que a la serie le sobran muchos minutos y muchas redundancias. Nuestra Thelma, metida en harina, le hubiera dado el tijeretazo al menos a dos episodios para dejar la ficción redonda y desgrasada. Con cuatro episodios -y aún menos- hubiera bastado para contar el evangelio de esta Santísima Trinidad formada por José Antonio, Cristina y la Veneno. Tres personas distintas pero una sola diosa verdadera. Trágica como los griegos, sufriente como el Nazarerno, divertida y puñetera como algunas deidades de Babilonia.