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Mientras la plebe se desloma en los campos de cultivo o sirve de carne de cañón en las guerras del Gran Rey, la aristocracia parisina se dedica a practicar el amor y a teorizar el erotismo. Cuando no hay cabras que ordeñar ni remolachas que recoger, las horas se convierten en una eternidad baldía que hay que rellenar con filosofías. Todo lo que hacen los ricos -los del siglo XVIII y los de ahora- proviene del vacío de las horas y de la abundancia de dinero: ir a la ópera, esquiar, cazar animales, jugar al polo, rascarse la barriga, empolvarse la nariz... Y, por supuesto, follar a todas horas, o jugar a que se folla, en palacios de ensueño construidos con el sudor de nuestra frente.
No sé en qué novela leí hace poco que el amor es un asunto propio de gentes ociosas. Una aspiración para burgueses. Los pobres bastante tenemos con trabajar y con dormir las horas necesarias. Y alimentarnos debidamente, y hacer ejercicio, y cuidar de nuestra prole... Apenas hay tiempo para discutir si este picor procede del amor o de la simple curiosidad. Si es un sentimiento elevado o un reflejo animalesco. Los pobres somos como las cucarachas: nacemos, crecemos, nos reproducimos y nos morimos. Nuestro amor, cuando lo hay, es bonito pero funcional. El amor de los aristócratas es otra cosa: exige invertir mucho dinero o disponer de mucho tiempo libre, que en realidad vienen a ser el mismo privilegio.
“Las amistades peligrosas”, por cierto, es una obra maestra. Yo diría que es la exquisitez absoluta de la perfidia. No sobra un diálogo ni falta una mirada. Pero a decir verdad, nos importa un carajo lo que les pase a esta caterva de hijos de puta. Y de hijas de puta. La película nos cuenta los mismos trapicheos que habrían publicado el “¡Hola!” o el “Lecturas” si hubieran existido en el París del siglo XVIII: que un aristócrata se tiró a la criada o que una vizcondesa le puso los cuernos a su marido. Cosas así, de papel couché, donde mayormente solo aparecen parásitos sociales que merecen nuestro desprecio.

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